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martes, 22 de diciembre de 2009

Sin prejuicios

Este domingo salí al viejo centro comercial de Hermosillo, invadido paulatinamente de una sensación entre divertida e inquisitorial. Resultó ser una experiencia extraña el salir y dedicar la mayor parte del tiempo a observar con la vista, el oído y el olfato, la mezcla cultural que se exhibe en las calles, que atiborra las banquetas, que embotella las vialidades con una desfachatez que da la medida de la cotidianidad decembrina.

Como si fuera una advertencia sobre el estado de cosas que priva en la educación neoliberal, una prostituta había instalado su puesto de servicio en el cofre de un carro estacionado frente a las oficinas de la Secretaría de Educación y Cultura, en ese viejo edificio que primero fue cuartel militar y ahora albergue de burócratas que distraen sus horas en el llenado de formatos y el sellado de oficios. La dama de la vida alegre vestía de acuerdo a su quehacer: falda corta de mezclilla, medias de malla y una blusa que cubría precariamente las redondeces logradas gracias a una dieta rica en productos industrializados con alta presencia de sal y grasa. Morena y de mediana estatura, se atrincheraba en un periódico y lucía de pie, frondosa, emitiendo mensajes escritos con feromonas y destinados “a quien corresponda”.

Los vendedores de hot-dogs alternaban con los de chile molido, ajos, billeteras, cintos y lentes para el sol; los pregones de “tres por cinco” y la música estampada en los tímpanos del viandante gracias al volumen de lanzamiento, lograba la atención fugaz y esquiva de la agresión repelida por piernas. El espíritu navideño se engalanaba con baratijas de usar y tirar hechas en China y otros exóticos paraísos del plástico desechable que encandilan la pupila de la infancia tercermundista, dejando de lado los juguetes tradicionales con el primor de la artesanía y el colorido de la historia patria. Aparejados estaban los cacahuates, jamoncillos y todo el arsenal de dulces debidamente empaquetados en cartón. El olor del centro y sus atiborradas calles era indescifrable, contundente y duradero, como si fuera una toma por asalto a las mucosas y a las papilas gustativas, en nombre de la ley que rige la oferta y la demanda en la temporada grande que arrasa con el aguinaldo y el crédito disponible.

Debajo de muchos pies trajinando febrilmente, estaba el pavimento de las calles, el cemento de las banquetas, dando estertores de muerte, agonizando en medio de una exhibición neroniana de grietas, baches y cráteres que anunciaban con claro lenguaje el descuido del centro de la ciudad. La mugre y la pintura desprendida en jirones adornaba las paredes, compitiendo por el espacio con los carteles añejos pegados con furia y dejados con total amnesia a merced del tiempo y las circunstancias; ahí formaban los espectáculos artísticos, las promesas de los políticos, la publicidad comercial, las promesas de hacer la preparatoria en un año y con solo un examen; el excremento de los perros y los gatos, la revelación del futuro, el encuentro del amor y la buena fortuna; el vandalismo formal e informal y la cauda larga y heterogénea de las expresiones gráficas de que puede ser capaz una sociedad funcionalmente analfabeta.

Al surrealismo nuestro de cada día se añade la apocalíptica carga social de los desempleados y los indigentes que deambulan como zombis por calles y plazas, así como las indígenas que venden chucherías y dan muestras de su fertilidad al ser orbitadas por sus pequeños hijos, hablantes de alguna lengua que expresa una cultura que se quedó congelada en el tiempo, retando el plástico y la jerigonza del triunfo del mercado sobre el estado.

El paso agitado se acompaña de la indiferencia hacia el entorno, hacia la masa de rostros que se cruzan en el camino sin que signifiquen otra cosa que una amenaza potencial, porque tememos por parejo a hombres, mujeres y niños, porque las noticias nos advierten de que ocurren asaltos donde ahora figuran las mujeres como actoras estelares, “porque los jóvenes y los niños son pandilleros, facinerosos en tamaño compacto que pueden agredirnos, que han matado a otros, que son protagonistas de asaltos y agresiones, que debemos sacarle la vuelta a grupos de menores porque son egresados del consejo tutelar, alguna institución correccional, algún centro de rehabilitación o candidatos a ingresar en el breve plazo”.

Somos una sociedad atemorizada por nosotros mismos, por nuestros jóvenes, por los vecinos, por los demás que cruzan frente a nosotros en las calles angostas y deterioradas del centro de Hermosillo. La policía ronda y está en los cruces de las calles, se le ve por doquier, en medio de la masa que se mueve derramándose entre los hoyancos, las grietas, las fracturas de aceras, calles y paredes, como una mancha viva e indefinida, amorfa, de aspecto terrible que intensifica su espantable catadura al ritmo de la estridencia musical que invade la ciudad, ensordecida por su propia cacofonía.

Adoptamos sin prejuicios los parámetros de otra cultura, dejamos de lado nuestros valores y los sustituimos por la comida rápida de la modernidad periférica, nos convertimos como sociedad en consumidores y dejamos de ser productores aun de nuestros alimentos; nos vemos en otro espejo y la historia nacional y nuestras costumbres son desechadas y sustituidas por las que ofrece el mercado y que podemos cambiar dependiendo de la fecha de caducidad que ostentan; nos dedicamos a trabajar olvidando derechos adquiridos y aceptamos recortes de personal, disminuciones en nuestra capacidad de compra, en la seguridad social que incluye pensiones y jubilaciones, salud y educación, calidad de vida que se esfuma en aras de conservar la rentabilidad de las empresas; aceptamos los tandeos del agua para que las empresas no sufran de recortes y vemos con paciencia de camello los anuncios de que todo costará más y que ganaremos menos por nuestro trabajo.

Esta resignada aceptación de la fatalidad de ser ciudadanos de tercera, es camino y es destino. Por eso aceptamos rumiando la desventura de ser ciudadano cumplido en un país donde el gobierno dejó de serlo y la sociedad es simplemente el marco demográfico de la depredación más grande que ha sufrido el país desde los tiempos de la colonia española. Para muchos es impensable la rebelión, la oposición al estado de cosas que nos afecta y denigra, por las trabas que nos instala en la mente y la voluntad la ideología dominante, aunque hay quienes forman en las filas de una heterogénea oposición y ven con simpatía la posibilidad de un juicio político a Felipe Calderón, como el inicio de la recuperación del poder y la dignidad del pueblo mexicano, de cara a los procesos democráticos que todos deseamos a pesar de la apatía y el conformismo que nos corroen.

El breve paseo por las nubes de polvo y nostalgia en las calles del centro de Hermosillo, bastaron para persuadirme de que somos una sociedad desarticulada, víctima de una confabulación criminal contra lo humano. Ahora que se invoca a la fraternidad, al amor y a la paz, la iniciativa privada como ejemplo de virtudes, el mercado como eje de las relaciones humanas mediadas por la capacidad adquisitiva, se me ocurre felicitarlo a usted, ciudadano consumidor de promesas y baratijas, aguantador contumaz de la depredación neoliberal y sparring del golpeteo faccioso del gobierno de derecha, y desearle que la pase bien, en compañía de sus recuerdos de cuando se tenía posibilidades de ahorrar e invertir. Después de todo, recordar es vivir.

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