Con puntualidad ligeramente inglesa,
un par de empleados de Sears saca entre resoplidos y sonrisas dos enormes
bocinas y proceden a su instalación a las afueras de la tienda que se encuentra
sobre la calle Matamoros, en el centro de Hermosillo. De inmediato inicia una
jornada de ruido atronador que parece destinado a acabar con la poca agudeza
auditiva de sus clientes y tranquilos viandantes. Las bocinas palpitan con
demencial frenesí, en una especie de convulsión epiléptica que irradia
decibeles y golpea tímpanos, tunde al nervio auditivo y fríe neuronas con saña
inmisericorde, paroxística, demencial. Gracias a pregunta expresa, una atenta
empleada de mostrador me informa que esa agresión es “política de la empresa”.
Al caminar hacia el sur, la calle
ofrece otros horrores: una mueblería compite con Sears en eso de contaminar el
ambiente mediante el volumen orgiástico de sus bocinas, que parece ser opacado
por el correspondiente a una tienda de zapatos que lucha por llamar la atención
de la clientela evasiva y selectiva que transita apuradamente por la calle que
huele a tugurio y a neurona chamuscada.
Las calles del centro parecen campo de
batalla donde el comercio organizado acude al expediente de la estridencia
feroz de una mercadotecnia basada en la dinámica del volumen alto y sin
inhibiciones, bajo el supuesto de que los posibles clientes se verán atraídos
por “la música” puesta en escena como una apología de la sordera y propagada en
forma atronadora, enervante, criminal. Los resultados comerciales son escasos,
los impactos ambientales graves.
La contaminación ambiental por ruido
ocupa, gracias a los esfuerzos del comercio organizado, uno de los primeros
lugares en la ciudad capital de Sonora. Los candidatos a sordo que atinan a
pasar frente a las empresas ahí establecidas, sólo las visitan por causas de
necesidad, no de publicidad y menos por el “atractivo” de la música que
atronadora nubla el paisaje citadino. La tugurización de las calles parece ir a
contrapelo con la civilidad esperada en las autoridades y en los propios empresarios
del centro de la ciudad.
La ridícula idea de que el ruido atrae
clientes cae por su propio peso, ya que el cliente acude al comercio
dependiendo de su nivel de ingreso y de sus necesidades a satisfacer, influido
desde luego por la oferta del negocio, su variedad y el precio. Nada indica que
el ruido ambiental tenga que ver con la disposición del cliente a consumir más
o menos. Quizá el ruido tenga más que ver con un desesperado reclamo
empresarial bajo el supuesto de la ignorancia y frivolidad del cliente
potencial.
Lo mismo pasa en los restaurantes,
donde le aporrean los oídos por el precio de su consumo en alimentos y bebidas.
Apenas entra usted al comedor cuando el empleado se apresura a subir el volumen, quizá para
obligarlo a conversar a gritos y llamarlo a gritos para ser atendido durante la
tortuosa estancia que no le va a permitir ingerir sus alimentos con la
tranquilidad requerida y que prácticamente lo expulsará del local en medio de
una taquicardia que actuará como bono de consumo. De la conversación que usted
planeaba tener, mejor ni hablar. Usted y su interlocutor fingirán entender lo
que dicen y saldrán del lugar con una carga de interrogantes que la educación
se encargará de reservar para mejor ocasión. La indigestión y la incomunicación
serán las consecuencias directas de su visita, por un no tan módico precio más
propina.
La contaminación por ruido incluye al
vecino que de tarde o de madrugada se siente con el derecho de interrumpir el
sueño del vecindario y presume de la potencia de su estéreo, de lo sofisticado
de su gusto teibolero, de las maravillas de la selección musical de tugurio que
atesora, de la reducida dimensión de su cerebro y la oquedad supurante de su
mala educación.
El imbécil de al lado parece necesitar
por testigos de su babeante condición a usted y a otros que sufren en silencio
la agresión que el gobierno municipal permite bajo el pretexto de que es
“propiedad privada” donde se origina el escándalo nocturno; ninguna autoridad pasará de hacer una débil
recomendación que el mentecato festivo se encargará de pasarla por el arco del
triunfo, en homenaje a la impunidad reinante. La queja podrá ser muchas veces
inútil, pero por civilidad hay que formularla para constancia.
En este punto, parece pertinente recomendar
a algún legislador que revise la
legislación en materia de contaminación ambiental y la parte relativa a la
tranquilidad de los vecinos como un valor reservable por las autoridades.
Seguramente el Bando de Policía y Buen Gobierno contempla deposiciones que se
pueden reforzar, en aras de lograr que el abuso no sea la norma de conducta
entre vecinos. Al respecto, cabe señalar que en otras ciudades y países está
estrictamente prohibido escandalizar, no sólo en la vía pública, sino cuando se
afecta la tranquilidad de los vecinos mediante el alto volumen en los
domicilios. Considerado que se altera la tranquilidad de los vecinos, las
autoridades toman cartas en el asunto de suerte que no es “problema entre
particulares” sino una clara violación a las normas elementales de convivencia
ciudadana, por lo que la policía interviene para la preservación de la paz y el
orden público.
Hermosillo es una ciudad cada vez más
compleja, por lo que las autoridades deben hacerse cargo de los nuevos
problemas que surgen en el marco del crecimiento urbano y la demanda de
servicios, lo que incluye la seguridad pública y la convivencia pacífica
de los ciudadanos. De nada sirve una
ciudad en crecimiento si no existen reglas que garanticen su correcto
funcionamiento, que supone el uso racional de los recursos públicos y el trato
respetuoso entre particulares. La armonía social no es producto espontáneo sino
del entendimiento de la diversidad y el ejercicio de las libertades de acuerdo
a un marco normativo general que se cumple y hace cumplir por el Estado.