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martes, 16 de julio de 2013

Ruido comercial

Con puntualidad ligeramente inglesa, un par de empleados de Sears saca entre resoplidos y sonrisas dos enormes bocinas y proceden a su instalación a las afueras de la tienda que se encuentra sobre la calle Matamoros, en el centro de Hermosillo. De inmediato inicia una jornada de ruido atronador que parece destinado a acabar con la poca agudeza auditiva de sus clientes y tranquilos viandantes. Las bocinas palpitan con demencial frenesí, en una especie de convulsión epiléptica que irradia decibeles y golpea tímpanos, tunde al nervio auditivo y fríe neuronas con saña inmisericorde, paroxística, demencial. Gracias a pregunta expresa, una atenta empleada de mostrador me informa que esa agresión es “política de la empresa”.

Al caminar hacia el sur, la calle ofrece otros horrores: una mueblería compite con Sears en eso de contaminar el ambiente mediante el volumen orgiástico de sus bocinas, que parece ser opacado por el correspondiente a una tienda de zapatos que lucha por llamar la atención de la clientela evasiva y selectiva que transita apuradamente por la calle que huele a tugurio y a neurona chamuscada.

Las calles del centro parecen campo de batalla donde el comercio organizado acude al expediente de la estridencia feroz de una mercadotecnia basada en la dinámica del volumen alto y sin inhibiciones, bajo el supuesto de que los posibles clientes se verán atraídos por “la música” puesta en escena como una apología de la sordera y propagada en forma atronadora, enervante, criminal. Los resultados comerciales son escasos, los impactos ambientales graves.

La contaminación ambiental por ruido ocupa, gracias a los esfuerzos del comercio organizado, uno de los primeros lugares en la ciudad capital de Sonora. Los candidatos a sordo que atinan a pasar frente a las empresas ahí establecidas, sólo las visitan por causas de necesidad, no de publicidad y menos por el “atractivo” de la música que atronadora nubla el paisaje citadino. La tugurización de las calles parece ir a contrapelo con la civilidad esperada en las autoridades y en los propios empresarios del centro de la ciudad.

La ridícula idea de que el ruido atrae clientes cae por su propio peso, ya que el cliente acude al comercio dependiendo de su nivel de ingreso y de sus necesidades a satisfacer, influido desde luego por la oferta del negocio, su variedad y el precio. Nada indica que el ruido ambiental tenga que ver con la disposición del cliente a consumir más o menos. Quizá el ruido tenga más que ver con un desesperado reclamo empresarial bajo el supuesto de la ignorancia y frivolidad del cliente potencial.

Lo mismo pasa en los restaurantes, donde le aporrean los oídos por el precio de su consumo en alimentos y bebidas. Apenas entra usted al comedor cuando el empleado se    apresura a subir el volumen, quizá para obligarlo a conversar a gritos y llamarlo a gritos para ser atendido durante la tortuosa estancia que no le va a permitir ingerir sus alimentos con la tranquilidad requerida y que prácticamente lo expulsará del local en medio de una taquicardia que actuará como bono de consumo. De la conversación que usted planeaba tener, mejor ni hablar. Usted y su interlocutor fingirán entender lo que dicen y saldrán del lugar con una carga de interrogantes que la educación se encargará de reservar para mejor ocasión. La indigestión y la incomunicación serán las consecuencias directas de su visita, por un no tan módico precio más propina.

La contaminación por ruido incluye al vecino que de tarde o de madrugada se siente con el derecho de interrumpir el sueño del vecindario y presume de la potencia de su estéreo, de lo sofisticado de su gusto teibolero, de las maravillas de la selección musical de tugurio que atesora, de la reducida dimensión de su cerebro y la oquedad supurante de su mala educación.

El imbécil de al lado parece necesitar por testigos de su babeante condición a usted y a otros que sufren en silencio la agresión que el gobierno municipal permite bajo el pretexto de que es “propiedad privada” donde se origina el escándalo nocturno;  ninguna autoridad pasará de hacer una débil recomendación que el mentecato festivo se encargará de pasarla por el arco del triunfo, en homenaje a la impunidad reinante. La queja podrá ser muchas veces inútil, pero por civilidad hay que formularla para constancia.

En este punto, parece pertinente recomendar  a algún legislador que revise la legislación en materia de contaminación ambiental y la parte relativa a la tranquilidad de los vecinos como un valor reservable por las autoridades. Seguramente el Bando de Policía y Buen Gobierno contempla deposiciones que se pueden reforzar, en aras de lograr que el abuso no sea la norma de conducta entre vecinos. Al respecto, cabe señalar que en otras ciudades y países está estrictamente prohibido escandalizar, no sólo en la vía pública, sino cuando se afecta la tranquilidad de los vecinos mediante el alto volumen en los domicilios. Considerado que se altera la tranquilidad de los vecinos, las autoridades toman cartas en el asunto de suerte que no es “problema entre particulares” sino una clara violación a las normas elementales de convivencia ciudadana, por lo que la policía interviene para la preservación de la paz y el orden público.


Hermosillo es una ciudad cada vez más compleja, por lo que las autoridades deben hacerse cargo de los nuevos problemas que surgen en el marco del crecimiento urbano y la demanda de servicios, lo que incluye la seguridad pública y la convivencia pacífica de  los ciudadanos. De nada sirve una ciudad en crecimiento si no existen reglas que garanticen su correcto funcionamiento, que supone el uso racional de los recursos públicos y el trato respetuoso entre particulares. La armonía social no es producto espontáneo sino del entendimiento de la diversidad y el ejercicio de las libertades de acuerdo a un marco normativo general que se cumple y hace cumplir por el Estado.

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