Cada cuatro años, desde que se
implantó la ley 4 (Orgánica de la Universidad de Sonora, llamada también Ley
Beltrones), se observan curiosos movimientos entre las parvadas grillas al
interior del Campus, que insinúan un cierto residuo democrático aunque sus
características apuntan más bien al acarreo y al palerismo tan socorrido en las esferas del autoritarismo
legislativo panista de los últimos tiempos. Cada temporada de “elección de
rector” supone un gasto de saliva, tinta e histrionismo que se despliega por
pasillos, oficinas y cubículos, así como por antros, lugares de moda y medios
de comunicación de alcance local y regional. Los esfuerzos desplegados no son,
ni por asomo, producto de convicciones académicas sino de motivaciones más
vulgares: cumplir con encargos, encomiendas, misiones o consignas ligadas
estrechamente a la pedestre versión universitaria del acarreo que la gente
grande practica en los espacios de corrupción político-electoral a que el
sistema trata de acostumbrarnos.
Las huestes de jilgueros
universitarios alineados se lanzaron a convencer a otros de apoyar a “su”
candidato a rector, porque habían recibido el honroso encargo de llamar a
cuates y compañeros de andanzas burocráticas a “hablar a favor de…”, que es,
para cualquier efecto, “el bueno”; pero, ¿quién ha dicho que la comunidad
universitaria participa en el proceso de elección del rector? Nadie que conozca
mínimamente la legislación universitaria vigente.
Tan peculiar actividad fue desplegada
en la etapa de “auscultación” que realizó la Junta Universitaria (sic) mediante
convocatoria interna que fue recibida como un decreto que debe cumplirse hasta
la ignominia. Así las cosas, se puso en la página de la institución una liga
para que quienes estuvieran interesados “sacaran cita” para hablar a favor de
alguno de los candidatos registrados ante ese cuerpo.
El ejercicio, más mediático que
democrático, contribuyó a abrir un tanto más la llaga de la ignominia que sufre
la comunidad universitaria de ser marginal en su propia casa. Sucede que esta
neurona social llamada universidad no tiene vela en el entierro en eso de
elegir a sus autoridades. Los universitarios son, para cualquier efecto,
menores de edad electoral y carecen de toda capacidad de decisión en los
asuntos importantes de su casa de estudios. Así pues, lo mismo da que sea un
aspirante interno que externo, por lo que no hay compromiso real con la
comunidad que supuestamente representará, sino simplemente llenará las
formalidades del caso y quedará en manos del órgano electoral que es la Junta
Universitaria. En este sentido, resulta ociosa cualquier alusión a “campañas”
por la rectoría, ya que únicamente a quienes tienen que convencer son a los
integrantes de la citada Junta.
La pregunta que surge es ¿para qué
tanto esfuerzo? ¿Para qué hacer el papel de acarreado ante un grupo de
personalidades que bostezan cuando no ríen tras escuchar los argumentos a favor
de tal o cual “candidato”?
Al parecer, los universitarios siguen
con la inercia de los procesos sucesorios de la década de los 80, cuando sí
tenían voz y se les reconoció voto en la elección de rector, lo que terminó con
la imposición de la actual ley orgánica que es, entre otras cosas, un monumento
a la burocratización y al autoritarismo. La actual Universidad de Sonora es un ente
paraestatalizado que niega su
carácter autónomo en cada una de las decisiones que toman sus autoridades, de
ahí que la simulación democrática resulta inquietante por su incongruencia con
la realidad que configura el actual marco normativo. La auscultación es
demasiado parecida a la vieja “consulta popular” porque simula interesarse en
las demandas ciudadanas para, al final, imponer el proyecto previamente
concebido.
Lo que se debe entender es que a
partir de la ley 4 la UniSon se ha visto en un proceso gradual de
changarrificación que abarca todas las esferas de su actividad. Por ejemplo,
ahora los académicos dependen de la llamada tortibeca para compensar la pérdida
de su capacidad adquisitiva vía salario. La tortibeca consiste en acumular un
determinado número de puntos en una escala de méritos ligados a una idea de
“productividad” para traducirlos en
salarios mínimos, con lo que se compromete la calidad académica en aras
de cubrir cuotas de puntaje a cambio de algunos pesos adicionales al salario. Así,
la lucha por obtener mejores condiciones laborales y salariales pasa por la
acumulación de papeles intercambiables por migajas, por la subordinación
vergonzosa a los requerimientos de una calidad que viene dictada por políticas
educativas ajenas a las necesidades formativas reales de los estudiantes, pero
diseñadas conforme los compromisos que hace el gobierno de acatar los modelos
propuestos por los organismos financieros internacionales.
La alegría de enseñar y de aprender
pasa por el filtro de los formatos y las prácticas de la subordinación
ideológica y política operativizadas en la estructura del currículo,
deformándolas y convirtiéndolas en una faramalla triste, burocrática y
perversa, que compensa la simulación mediante “estímulos”. La vida cotidiana de
las universidades se ve pautada por rituales huecos en los que el bostezo es
una reacción a la cortedad de miras y ausencia de aliento transformador.
En la Universidad de Sonora se
aprestan para designar rector un pequeño grupo de notables, por encima y a
distancia de la comunidad que, cuando mucho, “participa” en el ritual
auscultatorio con una opinión carente de espontaneidad, aburrida hasta el
tuétano por la certeza de que la línea ya está dada, que las palabras y los
enojos sobran en un ambiente signado por la verticalidad y la opacidad. Pero
son cosas de la ley orgánica vigente. Otra cosa sería adjetivada como anarquía
y ¡Dios nos libre!