Notas Sueltas es un espacio de opinión sobre diversos problemas de carácter social, económico y político de interés general. Los comentarios pueden enviarse a: jdarredondo@gmail.com

viernes, 24 de octubre de 2014

En estado de shock

Según se ve, en México y en Sonora importa un rábano la vida de los demás. Al menos eso queda demostrado con los hechos no tan aislados de Ayotzinapa y antes los Atenco, y las cada vez más frecuentes muertes callejeras violentas y las que ocurren por desatención en los hospitales.

Las ciudades y áreas rurales de México no pueden presumir de seguridad pública porque cada día se hace presente el actuar sanguinolento del crimen organizado, de la delincuencia ratonera, de la desposesión llevada a extremos que azota el rostro de una sociedad que se esfuerza por ser impasible. Cada vez es más fácil morir en México.

Se puede perder la vida o enfermar seriamente gracias a los esfuerzos conjuntos de las instituciones públicas y privadas: las clínicas y hospitales que dejan morir a sus pacientes porque no les tocaba turno, porque se presumía una borrachera que resultó no serlo, porque no había personal suficiente ni dispuesto a atender la urgencia que pasó por caso rutinario, porque no se le dio la gana al personal del servicio, porque la ambulancia no llegó a tiempo, porque había mucha demanda, porque no se tenía ni materiales de curación, ni medicamentos, ni dinero para ir a comprarlos.

Por otra parte, la gente se muere o enferma porque esa es la cuota que hay que pagar en la ventanilla del progreso, porque un exceso de celo en materia de seguridad industrial y protección del ambiente puede redundar en pérdida de inversiones y empleos, porque la economía exige acelerar el ritmo de producción y la vida humana no es tan sagrada como antes se decía.

El desarrollo de la industria químico farmacéutica exige que la mercadotecnia releve de sus afanes a la medicina: el medicamento no va a responder a la enfermedad sino que la enfermedad debe responder al medicamento que se lanza como cura de un mal que no necesariamente existe. El antiviral Tamiflú (oseltamivir) requiere de una enfermedad que permita vender grandes volúmenes en todo el mundo y la respuesta es crear una pandemia donde no la hay. Todo mundo se siente obligado a vacunarse, se presiona al personal de salud, en todas partes hay cubre-bocas, gel desinfectante medidas extremas para prevenir lo que es una tomadura de pelo a nivel mundial, y así como este antiviral, se encuentra una gama de medicamentos contra enfermedades inventadas como el déficit de atención infantil, la angustia, entre muchas otras.

La vida cotidiana es un océano de oportunidades para demostrar lo manipulable que es una sociedad desinformada. Si usted no tiene ganas de convivir socialmente, quizá sea víctima de un feo padecimiento psiquiátrico para el cual, por fortuna, ya hay una droga. Un buen ejemplo de sociedad drogo-dependiente es Estados Unidos.

 Lo interesante del asunto es que las soluciones no pasan de ser formas de enriquecimiento del que vende gracias a la credulidad del que compra. En ningún momento se ve la responsabilidad del gobierno o las empresas en el desbarajuste social y económico que vicia las manifestaciones políticas formalizadas en los grandes partidos nacionales, de triste y ridículo desempeño.

Si en el sector oficial existen desgarres en el ropaje, ¿qué decir de empresas cuya importancia económica ha sido bendecida por la complacencia gubernamental? Se puede argumentar que generan empleo, que la permisibilidad del sector público es un gran atractivo para los inversionistas, que la entidad necesita de ese empujón económico para derramar bienestar y justicia. Sonora puede atestiguar que las empresas pueden ser altamente nocivas y contaminantes, a tal punto que el futuro de una región entera puede declararse muerto, como es el caso, sin exageración alguna, del río Sonora y Bacanuchi, gracias al derrame tóxico de Buenavista del Cobre, de Grupo México. Sin agua limpia, sin actividades productivas rurales, sin futuro, a cambio de unos pocos pesos en el presente, los habitantes reclaman apoyos, cumplimiento de la ley, seriedad en el manejo del problema que corroe las entrañas de las tierras que proveen sustento y arraigo.

En el plano nacional, el crimen organizado y la voracidad empresarial compiten por los espacios económicos y políticos, dejando una estela de muerte y destrucción, como es el caso del control de comunidades enteras mediante el terror, el asesinato masivo de ciudadanos, el secuestro y la mutilación; por otra parte, los ecos de Atenco se unen al clamor de Ayotznapa, tanto como lo hacen los deudos de Pasta de Conchos con los afectados del derrame tóxico de Buenavista del Cobre, del Grupo México. Las experiencias pasadas se unen a las presentes, en un amasijo pestilente que huele a impunidad y a viciosa complicidad oficial.

En este orden de ideas, el discurso oficial es por lo menos sospechoso, demasiado evidente en su ánimo de solapar, maquillar, diluir, confundir, manipular y joder a la opinión pública. A pesar de la inercia sonorense, en los últimos tiempos las marchas ciudadanas en reclamo de justicia han llamado la atención nacional e internacional, conmoviendo a la prensa propia y extranjera. Es de celebrarse el apoyo ciudadano a los familiares de los 49 niños víctimas del incendio de la guardería ABC, el interés solidario de personas e instituciones a los afectados por el derrame tóxico, la indignación que mueve a paros y marchas por la tragedia de Ayotzinapa, donde los estudiantes universitarios en apoyo a los normalistas, abandonan su trivial modorra y muestran la fuerza de la unión solidaria por la justicia.

Queda claro que una sociedad anclada en lo políticamente correcto, en la anodina comodidad de lo socialmente intrascendente pero funcional al estatus quo, no tiene más futuro que el que se decida en los centros de poder guiados por el dinero y el abuso. Tiempo de superar el estado de shock inducido por el sistema dominante, hora de romper cadenas y ver hacia adelante, en pos de un futuro que debemos construir todos.


martes, 21 de octubre de 2014

Pequeñas tragedias citadinas

La vida en la ciudad ofrece infinitas posibilidades de topar de frente con la estupidez, el reumatismo mental, la artritis neuronal y el vértigo profundo de las ideas pestilentes y corrosivas que pasan por lugares comunes en esta tierra de nadie.

A cada paso, al doblar la esquina, en medio de la calle, a pocos metros de su casa, en su café favorito, en los centros comerciales, en los eventos sociales, acecha la pendejada envuelta en carne, dotada de cabeza, tronco y extremidades, credencial para votar con fotografía y alguna referencia escolar, comercial o política. Somos seres asediados por la irracionalidad rampante, los vicios culturales y una buena dosis de indolencia vacuna. Pondré a consideración del culto y resistente lector algunos ejemplos ilustrativos de los aspectos arriba señalados.

Un buen día se me ocurrió desayunar en algún cafetín del centro. ¿Para qué sufrir la glamorosa experiencia de ir a la zona hotelera y disfrutar de los servicios casi siempre profesionales de sus cómodos restaurantes? ¿Qué caso tiene verse carcomido por la certeza de que las cosas estarán en su punto y que el mesero atenderá con amabilidad, prontitud y precisión milimétrica los deseos del cliente?

Descubrí un café de apariencia modesta aunque higiénica, con tres meseras y sólo dos mesas ocupadas, por lo que ingresé con la idea de que sería atendido en un tiempo razonable, es decir, de inmediato. Tomé uno de los menús de una mesa de la entrada y me senté al tiempo que saludé a la empleada que se acercaba. “¿Me da un té?”, pedí con cortesía de recién llegado. La mesera duda, se retira a consultar y, tras breve conferencia en la cocina, regresa para notificarme que no cuentan con la bebida (a pesar de que está en el menú). “¿Tiene café descafeinado?” La chica me mira con vaguedad, y dice sin emoción: “no hay”. Se retira rumbo a la cocina nuevamente y me quedo con el menú en la mano, como un arma descargada en medio de la batalla. No preguntó ni por broma si deseo otra cosa, si voy a desayunar, si mi propósito es esperar el día del juicio final sentado en una mesa del local. La prudencia y un vistazo a la realidad sugieren una rápida e irrevocable retirada, sin chistar, sin voltear atrás, sin plazo para regresar en lo que queda del siglo. Por fortuna, cruzando la calle hay otro comedero.

La céntrica calle Matamoros ofrece una pequeña colección de locales de mala, regular y a veces buena gastronomía. Hay un hotel que cuenta con servicio de restaurante donde, a veces, su oferta coincide con la demanda. El local está vacío. Pregunto: “¿Tiene té?”. La chica que atiende, retorciéndose como si en efecto hubiera interés en la satisfacción del cliente, responde: “fíjese que no tenemos”. Consulto el menú y hago mi pedido. Pasan los minutos, lentos, burocráticos y, finalmente, aparece la vianda. La mesera ofrece una disculpa porque la cocinera confundió la orden y el platillo salió con otros elementos. Al final termino con un café normal, debidamente surtido de cafeína, y un desayuno que apenas me permite ignorar la tele, que vocifera las últimas del ébola y el miedo que debemos sentir ante la posibilidad de contraer la terrible enfermedad que está dispersándose con lucrativa velocidad.
Por si la dosis de horror no fuera suficiente, tenemos la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, que hiela la sangre, hace talco el entusiasmo, pero también provoca el asco, la indignación ciudadana, la exigencia de justicia. Sin duda, el neoliberalismo no sólo es capaz de provocar ataques de risa loca con sus supuestos económicos, sino también ganas de dinamitar al FMI y al Banco Mundial, y poner una lavativa de chiltepines a cada merolico que insista en convencernos de las bondades de las privatizaciones y la pérdida de soberanía que está sufriendo México. ¿Qué de bueno puede tener el abrir una economía hasta en los sectores que son estratégicos para su desarrollo independiente? ¿Le estamos jugando a ser un súper-tianguis con precios de regalo por aquello de atraer inversiones, ser modernos y no “decepcionar”  a los perversos y ridículos piratas y depredadores gringos? Bullshit!
  
Como una especie de maldición gitana, mientras yo sufro los embates de los decibeles, la cajera (que también atiende las mesas) dedica sus horas a contemplar la pantalla de su teléfono celular, enviar alguna breve frase y perderse en las maravillas de la comunicación por microondas. Su concentración no le permite registrar el hecho de que ha subido en automático el sonido de la tele, por estar condicionada su conducta a la relación cliente-volumen de sonido: “Si hay algún cliente, de inmediato debo subir el volumen de la tele, se necesite o no se necesite, se solicite o no se solicite”. Los intentos por concentrarme en la lectura del periódico y masticar alguna materia comestible no logran más que pequeñas y esporádicas victorias. Casi al borde del colapso mental solicito la cuenta. No hay duda de que la calle puede ser más amistosa. Me invade el ruido del tránsito, lo cual resulta ser reconfortante.

En la sucursal bancaria solamente había un par de clientes ya instalados frente a las dos ventanillas en servicio. Pensé que el tiempo de espera sería muy corto. Error. En la ventanilla que se suponía a punto de desocuparse, el cliente se tomó su tiempo en contar los billetes, revisar los papeles que traía, buscar en su bolsillo algún documento, decidir en qué bolsa iba a guardar el dinero, manipular su nariz en busca de algún acomodo pertinente, mientras que la cajera se entretenía con algún intercambio anecdótico divertido con su compañera de al lado. Finalmente, el cateto se hizo a un lado y la chica atinó a rumiar la frase: “bienvenido, pase”.

Contaba con algo de tiempo y el ánimo lo suficientemente permeable como para ignorar el cercano expendio de lotería. Para el mexicano común, comprar cachitos es, sin duda, parte del deporte nacional de la caza de la fortuna, donde el esfuerzo debe ser consistente, serio, continuado y paciente. En pocos minutos me puse frente a la ventanilla: “No hay lotería porque el dueño no ha surtido. Es que ha estado enfermo”, me informa la empleada. Como de todos modos hay que pagar el tradicional “impuesto al pendejo”, me llevé un Melate. En un país donde la desidia ostenta categoría de ley, la vida puede ser tan ridículamente predecible que hasta la conducta se vuelve una paradoja socialmente codificada. Uno propone, la vida presenta los hechos como quiere y la suerte dispone, al final, las extrañas rutas por donde ha de discurrir el día.

Agotado el margen de tiempo a desperdiciar de la mañana, emprendí el camino hacia mis quehaceres. Las horas por venir deben ser tan buenas y productivas como me dé la gana, en oposición a los horrores de lidiar con servicios que no lo son tanto, que están condicionados a otra voluntad que ignora tiempos y necesidades, que le vale gorro el cliente, usuario o el simple mirón ocasional. En la ciudad, el concepto de servicio no existe, está fuera de los alcances y la voluntad de quienes viven de eso. ¿No es una paradoja?

martes, 14 de octubre de 2014

Elena en la Unison.

Sin duda, hay personas que honran a las instituciones donde se encuentran, por casualidad, invitación o voluntad propia; de manera permanente o eventual, transitoria o definitiva. Elena (Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores) Poniatowska Amor, nacida francesa, princesa descendiente de una casa aristocrática polaca y mexicana por adopción, a partir del 10 de octubre es Doctora Honoris Causa por la Universidad de Sonora. Antes había recibido de manos del rey de España el  Premio Cervantes de linajuda prosapia, ambicionado por escritores propios y extraños.

La invitación a la ceremonia en la que se le otorgó el título máximo posible en el sistema universitario mundial, circuló por diversos canales, despertó expectativas, comentarios y vivo interés, sobre todo entre quienes saben su significado. En la página oficial de la Universidad de Sonora se dio cobertura suficiente al acto, trascendente como todos los que tienen por objeto reconocer el mérito de alguien que  no necesita de ello, porque ha sido faro luminoso en la andadura de muchos literatos, cronistas, biógrafos, periodistas y simples personas de buena fe lecto-escritora. La señora Poniatowska se recomienda sola. ¡Pocos como ella!

Recibí la noticia-invitación en mi correo, la leí con atención, sonreí agradecido por saber que algo de sensibilidad cultural se atravesó en las mentes planas, uniformes y cerradas de los altos burócratas universitarios. La explicación vino casi de inmediato: La División de Humanidades y Bellas Artes que dirige el talentoso y capaz Dr. Fortino Corral, tuvo la buena idea y la convirtió en iniciativa. ¿Qué sería de la Universidad si no hubiera personas que conservan, pese a la pestilencia burocrática que azota a la institución, viva la llama del ser universitario? En ese momento aplaudí con entusiasmo la iniciativa y decidí no asistir a la ceremonia por el horror altamente posible de tener que oír alguna ridícula perorata, como elogio a la ameritada escritora y periodista, en boca del siempre infaltable palurdo que, dotado de una ligera capa de cultura prefabricada para la ocasión, da en exhibir las insondables miasmas de la apariencia institucionalizada.

Cabe aclarar que muchos asistieron por ver a la señora Poniatiwska, al menos de lejos, y sentirse parte de los homenajeantes, de los muchos implicados emocionalmente con su obra variada e interesante, de los que sienten que forman parte de algo cuando se reúnen en un recinto académico, de los que acuden a fundirse en la masa delirante del momento elogioso, de los que van para decir “yo estuve ahí”, “la vi así de cerquita”, “me tocó saludarla”, mostrando la mano-instrumento de la salutación con un orgullo que resistirá los embates del agua y el jabón por una buena temporada. El espíritu de masa, de ser parte de un colectivo, auditorio, asamblea o circo, pocas veces tiene una justificación más evidente: la dama es querida sin necesidad de tratarla, admirada sin la obligación de conocerla, comentada sin el esfuerzo de saber de sus trabajos y sus días. La señora es simplemente Elena, y ya entrados en gastos, Elenita.

El significado de “doctor”, de acuerdo con su acepción latina, es el que sabe, el que está enterado de un cierto tipo de cuestiones que se conocen mediante el esfuerzo y la experiencia, el gasto mental y a la consistencia. Supone un conocimiento amplio de un territorio del conocimiento científico, artístico o tecnológico.

El doctorado es el nivel o grado en que se conoce con suficiencia la sustancia de una disciplina o arte. En ese carácter, el doctor instruye, enseña, orienta y guía la puesta en práctica de un proyecto, proceso, obra o conjunto de tareas. Elena nos ha enseñado a ser humanos, a comprometernos con causas perdidas, a privilegiar lo cotidiano y darle una dimensión capaz de trascender tiempo y espacio; también a ser libres y amar el impulso de la voluntad más allá de las barreras de estas o aquellas burocracias; a saber equivocarse con sinceridad; a sonreír y ver con serena empatía los avatares del pueblo cuando lucha, y a comprometerse de pensamiento, palabra y obra con quienes sólo tienen la palabra que empeñan con honor. Maravillas de la integridad personal sin maquillaje.

Si la Universidad de Sonora reconoce la obra y la persona de Elena Poniatowska, ¿con qué parte de ella se identifica? ¿Cuál de sus enseñanzas se ha comprometido a tomar como guía? ¿Cuál de los ejemplos de vida y trabajo va a convertirse en el faro que oriente su futuro quehacer? ¿Trabajará sin interferir en la vida interna de los sindicatos? ¿Respetará los contratos colectivos de trabajo? ¿Merecerá la atención y consideración cada integrante de la comunidad universitaria, profesores, estudiantes, empleados manuales y administrativos? ¿Recuperará credibilidad respetando y defendiendo la autonomía universitaria? ¿La administración se empeñará en hacer que la institución recupere la dimensión humana que ha perdido en aras de una eficiencia más formal que real?

De ser así, ¿habrá transparencia, honestidad e integridad en las futuras negociaciones de los contratos colectivos? ¿Habrá justicia y humanidad en las revisiones salariales? ¿Se dejarán de lado las apariencias y se trabajará realmente en beneficio de la docencia, la investigación, la extensión y la difusión de la cultura?


En caso de ser así, el Doctorado Honoris Causa de Elena Poniatowska se sostiene en la integridad de la institución que lo otorga, y no sólo en los méritos implícitos en la trayectoria de la notable homenajeada. 

martes, 7 de octubre de 2014

Con olor a viejo

El olor penetrante insinuaba descomposición, tiempo y abandono. Su presencia reclamaba mi atención con insistencia de testigo de Jehová, Mormón o fanático evangélico, de suerte que termino por ceder al imperativo olfativo. Tuve que voltear para enterarme de su fuente: hombre viejo, entrado en carnes, camisa a cuadros y pantalón de mezclilla, ambos en avanzado estado de decoloración; bastón metálico ajustable y actitud a tono con el conjunto. En la Casa del Jubilado y Pensionado del Isssteson, la música alternaba en difícil competencia con la cháchara bulliciosa de sus concurrentes habituales, trabados en un esfuerzo de socialización situado en dos coordenadas: el ocio y la necesidad de anclarse a la vida mediante la palabra.

Tanto en los alrededores como en el interior del edificio, el flujo y reflujo de representantes de la tercera edad era continuo, como un río que recibe y transporta el desecho tóxico de la edad hacia su desemboque, pasando por la ventanilla del cobro de las pensiones, el consultorio médico, la peluquería, los múltiples puestos de dulces y artesanías, las tarjetas con ofertas de préstamo a cuenta de nómina, de membresías de tiendas trasnacionales, y el inagotable reparto de volantes, trípticos, periódicos sindicales, oferta de chile molido, curtido, miel y tortillas de harina, entre muchos otros atractivos que distraen y abultan los bolsillos, llenan las manos e ilustran la idea de que el comercio informal es un complemento necesario en la vida del retirado.

En medio del oleaje humano, pude distinguir la cara del profesor que iba a saludar. Mi amigo aparentemente atendía un puesto de orientación sindical. Saludo cordial y comentario sobre la condición de jubilado: “No son los mismos alumnos ni la misma escuela”. “El interés por aprender y el respeto institucional ya no existen”. “La vocación que tuvimos ya no tiene de dónde agarrarse en la nueva realidad”. “A nadie le importa la educación, sólo las apariencias y las infinitas formas de corrupción”. El rostro reflejaba hartazgo, decepción, y la firme convicción de que la política corporativa del SNTE atrapa a los logreros y a los ingenuos, los usa y luego los arroja como pañal desechable al basurero del olvido, cuando no de la ignominia. La promesa de un café y la despedida sirvieron de vía de escape de esa cruda realidad que el gobierno se empeña en ignorar.

¿Por qué al jubilado se le cobran impuestos por la ridícula pensión que recibe? ¿No es un abuso de lesa humanidad el insistir en trasquilar el escaso monto de dinero que recibe cada mes y por el cual trabajó tres décadas? ¿No es cierto que cada quincena se le descontó de su cheque la aportación correspondiente a servicios médicos y jubilación? ¿Quién puede ignorar que el pensionado y jubilado dejó en el servicio público los mejores años de su vida, recibiendo sueldos cada vez más castigados por la inflación, el congelamiento salarial, el alza continua de los bienes y servicios, además de sufrir las largas filas de espera, la deficiencia de los servicios y la carencia de medicamentos y materiales de curación en las clínicas gubernamentales?

El cobro de impuestos a las pensiones es un abuso y la más clara confesión de que al gobierno le importa un rábano tanto la salud como las condiciones de sobrevivencia de su personal retirado, y a las deficiencias en los servicios se añade la  inseguridad financiera del instituto, pues nadie sabe, a la fecha, en qué se gastaron y en manos de quién quedaron los 1500 millones del fondo de pensiones y jubilaciones del Isssteson que desaparecieron y que no se han podido comprobar en la ya reprobada cuenta pública de 2013.

La vejez es un tema guardado bajo el manto de la cursilería oficial y la mentecatez burocrática, ya que, mientras el trabajador está activo, se le hace la vida de cuadritos. Incluso, algunos han tratado de ligar el aumento de la “productividad” al salario: a mayor explotación ligero aumento de ingreso. El sistema no está contento si al empleado se le paga el salario pactado en los contratos colectivos o aquél establecido por las disposiciones legales del caso; se busca la manera de golpear sus percepciones en términos reales, sea mediante el aumento de los precios de los bienes de consumo, sea a través del aumento de las cuotas de los servicios públicos, o en forma de privatizaciones de empresas o funciones antes públicas. Ahí cuelan la electricidad, agua, gas, gasolinas, alimentación, transporte, registro civil, educación, salud y asistencia pública.

Las organizaciones de trabajadores son vistas con sospecha y todo lo que se pueda hacer para su deterioro o desaparición es aplaudido entusiastamente por los organismos empresariales. La idea de justicia social no pasa por las alfombradas antesalas de presidentes, gerentes, directores o rectores, uncidos todos al carro del neoliberalismo nopalero y periférico que sufrimos como se sufren las hemorroides o las verrugas faciales: puede haber remedios pero, en cierto punto de su evolución, lo que se requiere es una visita al quirófano.

Hace relativamente pocos días, llegó la fecha en la que los trabajadores jubilados se presentan a la Universidad de Sonora para firmar su constancia de sobrevivencia. Entre los trabajadores asistentes, hubo quiénes fueron incapaces de acudir sin el apoyo de un pariente, como otros que exhibieron su vitalidad matizada por las canas, la calvicie, el ligero renqueo-contrapunto de pasos y tropiezos por el pasillo del lugar, y otros de reciente baja del servicio lucían sonrisas de cortesía y miradas furtivas como viendo el futuro personal encarnado en no pocos ejemplos. “Como me ves, te verás”. 


Las rondas de firmantes se sucedieron una a una, y en cada caso se compartieron sonrisas, bromas, buenos deseos de volver a encontrarse el año que viene. La calidez de los saludos y las expresiones de humanidad llenaron a oleadas el recinto de la Biblioteca Central. Entre trabajadores podrá haber diferencias, salvadas por la prudencia, pero se echa por delante la idea del compañerismo y la solidaridad. Bonito ejemplo, en medio de la absurda despersonalización que sufre la institución en aras de la modernidad: es el número de expediente por encima del nombre de la persona, es la negación de la individualidad a cambio de la eficiencia robotizada que es programada, pactada y vigilada por una administración enajenada por las apariencias que debe guardar ante instancias ajenas y extraacadémicas.

No hace mucho, los académicos sindicalizados hicieron reformas a su estatuto, incluyendo una nueva delegación que es la de Pensionados y Jubilados. Se reconocen los derechos y obligaciones de los sindicalistas en retiro y se trata de rescatar algo de lo que el académico jubilado pierde al retirarse. Un aspecto menor pero ilustrativo es la expedición de la credencial institucional donde la Universidad de Sonora acredita que el portador es jubilado.

Por curiosidad investigué este asunto y el empleado de la unidad de credencialización de Servicios Universitarios me informó que en una ocasión se expidieron credenciales con un número provisional, no el oficial correspondiente al expediente del empleado en retiro, porque Recursos Humanos no se quiso responsabilizar y actualmente no se expiden credenciales.

¿A qué tipo de responsabilidad le tiene miedo la Universidad, si queda claro ante cualquier instancia que el trabajador jubilado o pensionado es eso y nada más? ¿Cuál es el problema de expedir credenciales con ese carácter usando el número de empleado que corresponde y que además es el que aparece en los comprobantes de pago?  ¿No es realmente cierto que la institución aprecia y reconoce a sus jubilados? ¿El expediente asusta a los funcionarios?

Entre los dichos y los hechos, el olor a viejo penetra la conciencia de las burocracias, anticipa rechazos y promueve disimulos. ¿Somos una sociedad moderna, civilizada, solidaria y responsable de sus miembros? ¿Apreciamos el valor de la experiencia como activo valioso para el presente y el futuro de la nación? ¿Importan el trabajo y el conocimiento creado o aplicado por las anteriores generaciones? ¿Existen las personas, instituciones y sociedades sin antecedentes? ¿Somos plantas sin raíz? ¿Surgimos por generación espontánea? ¡Con razón estamos mal!