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martes, 21 de octubre de 2014

Pequeñas tragedias citadinas

La vida en la ciudad ofrece infinitas posibilidades de topar de frente con la estupidez, el reumatismo mental, la artritis neuronal y el vértigo profundo de las ideas pestilentes y corrosivas que pasan por lugares comunes en esta tierra de nadie.

A cada paso, al doblar la esquina, en medio de la calle, a pocos metros de su casa, en su café favorito, en los centros comerciales, en los eventos sociales, acecha la pendejada envuelta en carne, dotada de cabeza, tronco y extremidades, credencial para votar con fotografía y alguna referencia escolar, comercial o política. Somos seres asediados por la irracionalidad rampante, los vicios culturales y una buena dosis de indolencia vacuna. Pondré a consideración del culto y resistente lector algunos ejemplos ilustrativos de los aspectos arriba señalados.

Un buen día se me ocurrió desayunar en algún cafetín del centro. ¿Para qué sufrir la glamorosa experiencia de ir a la zona hotelera y disfrutar de los servicios casi siempre profesionales de sus cómodos restaurantes? ¿Qué caso tiene verse carcomido por la certeza de que las cosas estarán en su punto y que el mesero atenderá con amabilidad, prontitud y precisión milimétrica los deseos del cliente?

Descubrí un café de apariencia modesta aunque higiénica, con tres meseras y sólo dos mesas ocupadas, por lo que ingresé con la idea de que sería atendido en un tiempo razonable, es decir, de inmediato. Tomé uno de los menús de una mesa de la entrada y me senté al tiempo que saludé a la empleada que se acercaba. “¿Me da un té?”, pedí con cortesía de recién llegado. La mesera duda, se retira a consultar y, tras breve conferencia en la cocina, regresa para notificarme que no cuentan con la bebida (a pesar de que está en el menú). “¿Tiene café descafeinado?” La chica me mira con vaguedad, y dice sin emoción: “no hay”. Se retira rumbo a la cocina nuevamente y me quedo con el menú en la mano, como un arma descargada en medio de la batalla. No preguntó ni por broma si deseo otra cosa, si voy a desayunar, si mi propósito es esperar el día del juicio final sentado en una mesa del local. La prudencia y un vistazo a la realidad sugieren una rápida e irrevocable retirada, sin chistar, sin voltear atrás, sin plazo para regresar en lo que queda del siglo. Por fortuna, cruzando la calle hay otro comedero.

La céntrica calle Matamoros ofrece una pequeña colección de locales de mala, regular y a veces buena gastronomía. Hay un hotel que cuenta con servicio de restaurante donde, a veces, su oferta coincide con la demanda. El local está vacío. Pregunto: “¿Tiene té?”. La chica que atiende, retorciéndose como si en efecto hubiera interés en la satisfacción del cliente, responde: “fíjese que no tenemos”. Consulto el menú y hago mi pedido. Pasan los minutos, lentos, burocráticos y, finalmente, aparece la vianda. La mesera ofrece una disculpa porque la cocinera confundió la orden y el platillo salió con otros elementos. Al final termino con un café normal, debidamente surtido de cafeína, y un desayuno que apenas me permite ignorar la tele, que vocifera las últimas del ébola y el miedo que debemos sentir ante la posibilidad de contraer la terrible enfermedad que está dispersándose con lucrativa velocidad.
Por si la dosis de horror no fuera suficiente, tenemos la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, que hiela la sangre, hace talco el entusiasmo, pero también provoca el asco, la indignación ciudadana, la exigencia de justicia. Sin duda, el neoliberalismo no sólo es capaz de provocar ataques de risa loca con sus supuestos económicos, sino también ganas de dinamitar al FMI y al Banco Mundial, y poner una lavativa de chiltepines a cada merolico que insista en convencernos de las bondades de las privatizaciones y la pérdida de soberanía que está sufriendo México. ¿Qué de bueno puede tener el abrir una economía hasta en los sectores que son estratégicos para su desarrollo independiente? ¿Le estamos jugando a ser un súper-tianguis con precios de regalo por aquello de atraer inversiones, ser modernos y no “decepcionar”  a los perversos y ridículos piratas y depredadores gringos? Bullshit!
  
Como una especie de maldición gitana, mientras yo sufro los embates de los decibeles, la cajera (que también atiende las mesas) dedica sus horas a contemplar la pantalla de su teléfono celular, enviar alguna breve frase y perderse en las maravillas de la comunicación por microondas. Su concentración no le permite registrar el hecho de que ha subido en automático el sonido de la tele, por estar condicionada su conducta a la relación cliente-volumen de sonido: “Si hay algún cliente, de inmediato debo subir el volumen de la tele, se necesite o no se necesite, se solicite o no se solicite”. Los intentos por concentrarme en la lectura del periódico y masticar alguna materia comestible no logran más que pequeñas y esporádicas victorias. Casi al borde del colapso mental solicito la cuenta. No hay duda de que la calle puede ser más amistosa. Me invade el ruido del tránsito, lo cual resulta ser reconfortante.

En la sucursal bancaria solamente había un par de clientes ya instalados frente a las dos ventanillas en servicio. Pensé que el tiempo de espera sería muy corto. Error. En la ventanilla que se suponía a punto de desocuparse, el cliente se tomó su tiempo en contar los billetes, revisar los papeles que traía, buscar en su bolsillo algún documento, decidir en qué bolsa iba a guardar el dinero, manipular su nariz en busca de algún acomodo pertinente, mientras que la cajera se entretenía con algún intercambio anecdótico divertido con su compañera de al lado. Finalmente, el cateto se hizo a un lado y la chica atinó a rumiar la frase: “bienvenido, pase”.

Contaba con algo de tiempo y el ánimo lo suficientemente permeable como para ignorar el cercano expendio de lotería. Para el mexicano común, comprar cachitos es, sin duda, parte del deporte nacional de la caza de la fortuna, donde el esfuerzo debe ser consistente, serio, continuado y paciente. En pocos minutos me puse frente a la ventanilla: “No hay lotería porque el dueño no ha surtido. Es que ha estado enfermo”, me informa la empleada. Como de todos modos hay que pagar el tradicional “impuesto al pendejo”, me llevé un Melate. En un país donde la desidia ostenta categoría de ley, la vida puede ser tan ridículamente predecible que hasta la conducta se vuelve una paradoja socialmente codificada. Uno propone, la vida presenta los hechos como quiere y la suerte dispone, al final, las extrañas rutas por donde ha de discurrir el día.

Agotado el margen de tiempo a desperdiciar de la mañana, emprendí el camino hacia mis quehaceres. Las horas por venir deben ser tan buenas y productivas como me dé la gana, en oposición a los horrores de lidiar con servicios que no lo son tanto, que están condicionados a otra voluntad que ignora tiempos y necesidades, que le vale gorro el cliente, usuario o el simple mirón ocasional. En la ciudad, el concepto de servicio no existe, está fuera de los alcances y la voluntad de quienes viven de eso. ¿No es una paradoja?

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