Notas Sueltas es un espacio de opinión sobre diversos problemas de carácter social, económico y político de interés general. Los comentarios pueden enviarse a: jdarredondo@gmail.com

domingo, 25 de junio de 2017

Pero ¿acaso hay política?

"La pobreza en México es un mito”, Pedro Aspe, Secretario de Hacienda de Carlos Salinas de Gortari.

La pregunta parece ociosa, incluso algo estúpida, si consideramos los esfuerzos por gobernar que muchos hacen casi todos los días en casi todas las latitudes del país. En realidad, los afanes gubernativos pueden no ser acciones fácilmente discernibles, pero no cabe duda de que salir en la portada de los medios impresos o digitales ostentando el cargo puede contar como un acto de gobierno, una acción que, aunque mediática, surte el efecto de persuadir a muchos que existe eso que llamamos política y que, en consecuencia, debe haber algo así como gobierno.

La difícil tarea de tomar en serio las expresiones y manifestaciones de vida de la clase que gobierna nos ponen en el brete de distinguir entre gobierno y administración, entre federación y gobierno federal, entre entidad federativa y simple departamento de la administración central. En realidad, quien ocupa el cargo de gobernador ¿gobierna o solamente administra? ¿Toma decisiones resultado del análisis de los problemas de la entidad y sus posibles soluciones o simplemente obedece e implementa medidas y decisiones tomadas en el centro? ¿La gobernadora en funciones tiene iniciativas locales o simplemente es un peón en el juego de las trasnacionales que cobija el gobierno federal? De ser así, ¿la frontera norte de México en realidad se ha recorrido muchos kilómetros hacia el sur a partir del año 2000 y sigue avanzando o es sólo un problema de percepción?

Preguntas esenciales de fácil o muy difícil respuesta, depende de quién las formule y para qué. Son inquietudes que no necesariamente todos compartimos ni mucho menos expresamos abierta y críticamente, porque nuestras ligas con el sistema actúan como una mordaza que aniquila cualquier atisbo de oposición y que aplana, desnaturaliza y hace trivial el trabajo del comunicador.

 En efecto, la obligación de quemar incienso ante el altar del poder en turno genera ingresos y fortalece las finanzas de los medios de comunicación, situación que se toma con naturalidad y desparpajo al tiempo que se arrojan en el cesto de la basura viejas convicciones y otros estorbos como los ideales periodísticos y el añejo discurso de la libertad de expresión que se recapea y vulcaniza, al tiempo que se hacen alineación y balanceo las redacciones más aventajadas.

Al parecer, el carro de la comunicación no funciona sin el combustible que surten las dependencias del Estado y el Municipio, no como fuentes noticiosas sino como oficinas de solución de problemas de financiamiento y amortización de deudas, salvo que el empresario de medios practique el faquirismo y purifique su espíritu con la frugalidad y el ascetismo de un San Francisco y la convicción y valor de un Belisario Domínguez. En esta disyuntiva, la idea de logro y el prurito de comer y vestir y pagar cable y celulares y educar a los hijos como si fueran miembros de las clases que los explotan y explotarán cuando adultos puede más que el romanticismo. La pluma tiene precio y la actividad mercenaria nutre y facilita la digestión de cualquier vergüenza, con sus obvias y destacadas excepciones.

La actividad política deviene broma aplaudida por quienes estaban designados para el aplauso y por los que lanzan guiños y sonrisas al director del coro de apologistas del sistema, pletórico de fetideces y ausente de olfatos críticos que se atrevan a decir: “¡huele a mierda!” cuando huela a mierda, trazando la curva de su descomposición y fin para convertirse en charada, farsa y burla hiriente a la inteligencia del pueblo, que se debate entre lo políticamente correcto y la obligación moral de llamar a las cosas por su nombre.

En el año 2000 inicia de manera franca y sin maquillaje la trivialización de la política, la entrega sin rubor de la nación al extranjero y la changarrificación de la economía que, a pesar de sus pesares, era nuestra en algunos aspectos fundamentales que habían sobrevivido a la debacle entreguista de los años 90. La peste económica y la prostitución política del salinato tiene su repunte fatídico en el período panista. La docena trágica azul permitió el retorno de un priismo prostibulario, con alma y cuerpo de fichera, sin recato nacionalista y sin pudor republicano. Estando así las cosas y considerando el centralismo que paraliza la inteligencia y enmierda la conciencia, en México, ¿aún se puede hablar de política?  


La respuesta está en la punta de la lengua de todos, de los propios y los ajenos, de los trabajadores y los funcionarios que salen a la calle todos los días buscando un sueño que devino pesadilla. En este contexto, ¿no será tiempo de replantear nuestro futuro como nación y el sentido y dirección de la política? Conceptualicemos.

miércoles, 21 de junio de 2017

Una comisión para la comisión...

“El trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para que se termine” (Ley de Parkinson).

Al parecer, nuestro subdesarrollo político y cívico ha llegado a extremos kafkianos, donde la idea de una celosa defensa de la transparencia y la rendición de cuentas están más de lado de las apariencias que de la realidad. Sin embargo, vale la pena pensar en que los esfuerzos por retocar el maquillaje oficial son compartidos por los sujetos obligados y por otros que no son, pero aparentan ser parte del tinglado gubernamental. Es decir, tenemos funcionarios públicos que deben sujetar su actuación al marco legal vigente y son los obligados legalmente a acatar las normas de sus empleos o cargos, sin embargo, en los últimos tiempos se han creado comisiones y comités ciudadanos que los acompañan con ánimo fiscalizador, y que, de repente parecen ser cuasi-funcionarios públicos que llegan con la cobertura de una ciudadanía activa y terminan siendo, en la práctica, parte del aparato estatal.

Actualmente se debate en las redes sociales la existencia de un comité ciudadano ligado al sistema anticorrupción, que de entrada enfrenta la disyuntiva de llegarse 80 mil pesos mensuales por miembro por el solo hecho de estar por ahí, supervisando las acciones del ente público creado para abatir los logros de la leperada y las transas bendecidas en el anterior y que en este sexenio se proponen conjurar. Hay voces que proponen que la paga sea voluntaria, es decir, que el “comisionado” decida si va a recibir el dinero o no. ¿Unos creerán merecer un ingreso adicional nada despreciable y otros pueden tranquilamente declinar? ¿Pago a ciudadanos por vigilar o supervisar a un ente público?  Y eso, ¿no es dar carácter de negocio o fuente de ingresos al combate a la corrupción?

Si bien es cierto que la participación ciudadana es fundamental en las acciones del gobierno, existen límites claros entre lo que es la acción ciudadana y lo que es el gobierno. Habiendo leyes y estructuras que componen el gobierno de las entidades, y estando definidas sus facultades, competencias y funciones por las propias leyes, empezando con la Constitución, ¿qué necesidad hay de que los ciudadanos intervengan en los asuntos corrientes del gobierno y la administración pública de manera ordinaria? Se puede argüir que es la ciudadanización de los órganos públicos y que la política es asunto de todos. Cierto, pero la ciudadanía una vez que elige a sus representantes y éstos forman gobierno, sus acciones quedan sujetas a las leyes y a los mecanismos de control y evaluación que requieren para que sean eficientes y eficaces.

En este caso, cada órgano y cada funcionario debiera, en apego a la ley, cumplir cabal y estrictamente con sus funciones, porque es lo que espera y exige la ciudadanía que decidió en elección pública y democrática a sus gobernantes, porque la nuestra es una república democrática, representativa y popular. Si están planteadas las reglas que obligan al gobierno a cumplir con su papel, ¿para qué queremos comités o comisiones adicionales y paralelas a las oficinas públicas del caso? ¿Por qué crear estructuras nuevas y costosas antes que hacer valer las existentes?

Lo que ocurre es, por una parte, una situación de desconfianza patológica hacia el quehacer público y sobre la validez de las normas que rigen la conducta de los servidores públicos y, diría, de la clase política en general. Desde luego que esa desconfianza no surgió de la noche a la mañana, sino que se fue profundizando gracias a la venalidad, deshonestidad, manipulación y engaño permanente de los funcionarios hacia el pueblo elector. La clase política instauró, con sus acciones, una cleptocracia palurda y desvergonzada que se sintió (y se siente) dueña y señora de los cargos y los recursos estatales y nacionales, situación que provocó medidas o reacciones que se han traducido en comisiones, comités y otras manifestaciones de desconfianza organizada que dan cuenta de que en los asuntos públicos la visceralidad tiene futuro porque permite desahogos y acciones como tiros de escopeta con balas de salva. En vez de aplicar la ley, tal cual, se amplía la nómina de involucrados bajo el manto de la ciudadanización de tareas que son y deben ser de la exclusiva responsabilidad del sector público, justamente para evitar caer en el supuesto de que ampliar la nómina para “administrar la corrupción” no es participar en ella.

Esta expresión no de democracia, sino de vulgar democratismo, deja sin resolver los problemas estructurales de un sistema diseñado para el saqueo privado de los recursos públicos, pero aún a sabiendas de esto, los ciudadanos prefieren maquillar la corrupción mediante la inclusión de convidados que observen desde la periferia los dichos y los hechos que sean ilegales o improcedentes. Se crean comisiones para integrar otras comisiones; se eligen miembros para que a su vez elijan a los integrantes de alguna comisión ciudadana que vigilará tal o cual función. Y además tendrán derecho a paga.


Los comités, comisiones o consejos ciudadanos son formas perversas de involucrar a personas en acciones que son responsabilidad del sector público, con fines de legitimación y no de la puesta en orden y al día de las dependencias competentes. Esto, me parece, no es más que una nueva forma de distracción en el marco de relaciones signadas por una profunda corrupción estructural, pero que, sin embargo, se niegan a cambiar en serio. Los ciudadanos debieran, en todo caso, poner un hasta aquí a este sistema de simulación y actuar políticamente, por ejemplo, organizar la resistencia civil, la protesta organizada, las acciones coordinadas de alcance estatal y nacional cuando el caso lo amerite y, sobre todo, la participación fuerte y decidida por cambiar el rumbo de la nación y la entidad en las elecciones. Es evidente que seguir votando por los mismos no va a resolver el problema de corrupción e injusticia, por más comisiones, consejos o comités que se cuelguen a las dependencias del gobierno. ¿Votarías por los mismos, o nos seguiremos lamentando y tragando el invento de los consejos ciudadanos?  De lo que se trata es de cambiar las cosas, no de legitimarlas.

domingo, 11 de junio de 2017

Tropiezo electoral

                                   “Los estados más corruptos son los que más leyes tienen” (Tácito).

Como se sabe, las llamadas “elecciones de Estado” confirman la poca confianza que el gobierno tiene en el buen juicio de los votantes. El ejercicio del poder político y la autoridad administrativa corren peligro fatal al dejar al libre juego de las voluntades ciudadanas asuntos tan delicados y trascendentes como lo son los atinentes a la sucesión gubernamental en el país. ¿Se imagina usted si los habitantes del municipio, el estado o la nación pudieran elegir a sus gobernantes? Seguramente caerían prestigios y fortunas, colapsarían los mercados y la confianza de los inversionistas extranjeros se vería agobiada por la incertidumbre de verse frente a fuerzas capaces de poner a la cabeza de sus prioridades el bien común y la defensa del patrimonio local y nacional. Los riesgos y, es más, los peligros de la libertad electoral tienen como fuente la idea de democracia que el sistema mismo proclama, pero como una manera ilustrativa del estado ideal de la cosa pública. Nada para tomarlo tan a pecho.

Seguramente la sabiduría de los gobernantes (municipales, estatales y nacional) llega a recomendar que debemos distinguir entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace, como el desdoblamiento conceptual-factual necesario y urgente para el sostenimiento de la democracia, las buenas relaciones parasitarias con los gringos y la armonía entre gobierno e inversionistas canadienses, orientales, españoles y alemanes. Nada se logra con oposiciones populistas o de gusto trasnochado; nadie gana con el encumbramiento de ideologías progresistas cuya rigidez no permite la negociación y el acuerdo mutuamente conveniente; todo se puede arruinar cuando el peso de la ideología plasmada en los documentos básicos del partido impide abrazar buenos acuerdos o pactos de sobrevivencia electoral y de cogobiernos posibles o probables.

¿De qué le serviría al país meterse en el corsé de la transparencia y la anticorrupción cuando se construyen imperios y engordan cuentas bancarias y paquetes accionarios con la sana y suculenta costumbre de pactar, tranzar, convenir, acordar y callar? La derrama de inversiones en terrenos, negocios y salvaguardas con diverso grado de opacidad han logrado paz, tranquilidad y prestigio social en muchas familias, que a su vez acuerdan, pactan, tranzan y convienen alianzas comerciales y familiares con otros núcleos de interés, generando blindajes transexenales y barreras sólidas contra la inquisición pública. El sistema se mantiene a flote cuando los involucrados comparten intereses y recursos.

En este venturoso estado de beatífica paz y control de daños, ¿imagina usted que haya algo que ponga en evidencia el juego que se maneja en las profundidades de oficinas y residencias? ¿Qué tan si llega a alcalde, gobernador o presidente otro que no sea del grupo, que no comparta el hambre por las riquezas, las influencias, la tolerancia a las corruptelas y al disfrute de las palmadas amistosas de los gringos y demás depredadores disfrazados de inversionistas y benefactores?

¿Usted cree que el sistema, tan bien aceitado y funcional, va a permitir que algún intruso con ideas progresistas, de un chocante tinte populista, o abanderado de ideas de legalidad, honestidad y justicia, llegue al poder? ¿Será posible que suelten la presa y reconozcan el triunfo electoral logrado por una mayoría de votos de ciudadanos deseosos del cambio, hartos de más de lo mismo, cansados de ser víctimas y destinatarios de cuantos abusos y excesos se produzcan por una mala administración? ¿Piensa que el sistema no hará hasta lo imposible por seguir drenando la sangre de los ciudadanos con la contención salarial, el alza de los precios de bienes y servicios, el saqueo de los recursos públicos, el tráfico de influencias y el entreguismo más pedestre y prostibulario al extranjero?


Pues, en la medida en que la gente común se entere de que el ciudadano tiene el poder de cambiar las cosas y que el voto debe ser efectivo y defendido por las vías legales y de resistencia pacífica masiva, sin límite de tiempo, tendrá la visión de que otro país es posible. El sistema puede intentar convencernos de que la exaltación por el reciente proceso del Estado de México es producto de un simple tropiezo electoral, pero debemos entender que la línea del progreso y la madurez democrática empieza a dibujarse a partir de una sana autocrítica que nos permita llamar las cosas por su nombre: el tropiezo es fraude, la democracia no es cosa de repartir despensas, vales, tarjetas o amenazas, sino el libre y razonado ejercicio de deberes y derechos. El nombre de las cosas y los cargos está ligado al de personas y contextos, empecemos por llamar ratero y tranza al ratero y tranza; corrupto al corrupto y corruptor al que manipula y permite el “tropiezo electoral”, para intentar hacerlo pasar como un problema de percepción que, tras el sereno análisis de los datos, se recordará como anécdota y no como asalto en despoblado. Empecemos…

domingo, 4 de junio de 2017

Trama de complicidades

                        “Si un asno va de viaje no regresará siendo caballo” (Antiguo refrán).

La chocante insistencia de que Sonora y Arizona comparten propósitos y espacio económico suena a una broma estudiantil, o a una borrachera promiscua donde cada cual pretende olvidar quién es y de dónde viene. Tras 1848, nuestra frontera no es lo que era y Sonora quedó reducida a la mitad, en beneficio de los gringos que ahora y siempre quieren servirse de nuestros recursos, considerados estratégicos por todos menos por nosotros. Es claro que los empeños por vender a México al extranjero obedecen a una visión apátrida y pragmática del gobierno federal, servido por gobernadores con mentalidad y moralidad de lombriz de tierra, cuya utilidad es aflojar el terreno para que alguien llegue, siembre con éxito y luego coseche los frutos que la lombriz no fue capaz de producir.

Nuestro problema mayor es que no creemos en la capacidad de los nacionales para hacer posible el crecimiento y el desarrollo económico y social de nuestras comunidades; dependemos de la tranza, de las componendas, moches y complicidades cuyos beneficios siempre tienen dedicatoria privada, sebosamente encubierta en el discurso de las oportunidades, del progreso ligado a la apertura no sólo comercial sino política en términos de la injerencia de los gringos en las decisiones públicas. La mentalidad de los políticos actuales se parece mucho a la de los decimonónicos, que babeaban de la emoción con la apertura a las inversiones extranjeras directas y la explotación de nuestros recursos por parte de empresas que traían su propio personal directivo e, incluso, podían traer sus guardias de seguridad. El país creció económicamente, pero no se desarrolló. Se produjo riqueza, pero no se distribuyó.

Por lo que se ve, los complejos de inferioridad de aquella época, siguen gozando de cabal salud. Porfirio Díaz, indígena oaxaqueño, luchaba contra el color de su piel aplicándose generosas cantidades de talco, mientras sus decisiones estaban oscilando entre el pragmatismo mafioso del empresariado gringo y los pujos culturales y políticos de Francia. Si bien es cierto que la realidad nacional estaba signada por una extensa área rural anclada en usos y costumbres de una economía tradicional en la periferia de grandes explotaciones de origen colonial, la política del gobierno basó su éxito en los factores externos en vez de desarrollar una economía fincada en las potencialidades regionales y locales, capaz de asimilar y aprovechar los avances mundiales sin perder el control nacional de los procesos económicos. Cosa distinta de Japón, que se abrió a la inversión y los avances extranjeros sin perder los objetivos nacionalistas que le han permitido ser una potencia económica, científica y tecnológica. ¿De qué sirve la apertura si no se forman cuadros industriales y de alta tecnología para proyectos nacionales con capital propio dominante? ¿Para qué son las universidades si no se apoya el desarrollo nacional?

Para que la apertura económica sea exitosa debe haber simetría en la capacidad productiva de los participantes, en la producción y aprovechamiento de la ciencia y la tecnología, en los mecanismos de financiamiento de los proyectos. Trágicamente, nuestro país carece de banca propia, a partir de la fiesta de ventas y fusiones bancarias que ahora responden a los imperativos de ganancia de los conglomerados españoles, gringos, asiáticos y demás. Un país sin banca propia está condenado a ser cliente permanente de los agentes financieros internacionales, no será capaz de impulsar proyectos propios que afecten las expectativas de los dueños del dinero, será dependiente en lo económico y sus decisiones políticas deberán estar dentro de los márgenes de control y dominio del extranjero. 

Es obvio que, desde el descubrimiento, conquista y colonización de América, la idea de la globalidad mundial fue adquiriendo sentido económico y político y generando relaciones de interdependencia, sólo que esto no significa forzosamente la necesidad de uncir políticamente a las regiones a la lógica de los polos dominantes de la economía. Una mega-región no se da por decreto, por visitas fotogénicas que dan cuenta de la astucia de unos y de la mansa disposición de otros de ser “parte de”. En realidad, los estados deben rascarse con sus propias uñas ya que los votantes no van a creerse que el empleo y la seguridad pública y social dependen de un gobierno que no es el suyo. Parece ser una falta grave de inteligencia promover la relación económica y extraeconómica de una entidad fronteriza con otra que pertenece a otra soberanía. El sentido común apunta hacia la protección y aprovechamiento social de lo nuestro antes que andar de ofrecidos buscando la tutela del extranjero.   

Aún es tiempo de que el gobierno local se ponga las pilas y promueva realmente el empleo y el ingreso decentes, que contribuirán a enfrentar el desempleo, la violencia, la inseguridad y el sentimiento de abandono y minusvalía que atenaza las conciencias de cada vez más ciudadanos. La delincuencia es una expresión clara de la indefensión de los ciudadanos ante los fenómenos del desempleo y la falta de ingresos. Los llamados “macheteros” son personas excluidas de la educación, la salud y la seguridad social; son los desechos humanos del sistema económico dominante, que excluye y destruye. El imperativo actual es recuperar la confianza ciudadana y reorientar el quehacer económico de la entidad. El gobierno debe afrontar y prevenir la inseguridad de acuerdo al marco normativo vigente, recordando que sin estabilidad laboral y retribución digna no pude haber seguridad pública.


Ya basta de esa obscena trama de complicidades que destruyen nuestro tejido social y permiten la injerencia extranjera en asuntos que deben ser de la competencia exclusiva de los mexicanos. ¿Sonora es un estado libre y soberano? ¿Sonora es respetuosa del estado de derecho? ¿Se va a seguir perdiendo el tiempo con iniciativas absurdas y poses mediáticas, o se actuará en consecuencia? Tiempo de demostrarlo.