“El trabajo se expande hasta llenar el tiempo
disponible para que se termine” (Ley de
Parkinson).
Al parecer, nuestro subdesarrollo
político y cívico ha llegado a extremos kafkianos, donde la idea de una celosa
defensa de la transparencia y la rendición de cuentas están más de lado de las
apariencias que de la realidad. Sin embargo, vale la pena pensar en que los
esfuerzos por retocar el maquillaje oficial son compartidos por los sujetos
obligados y por otros que no son, pero aparentan ser parte del tinglado
gubernamental. Es decir, tenemos funcionarios públicos que deben sujetar su
actuación al marco legal vigente y son los obligados legalmente a acatar las normas
de sus empleos o cargos, sin embargo, en los últimos tiempos se han creado comisiones
y comités ciudadanos que los acompañan con ánimo fiscalizador, y que, de
repente parecen ser cuasi-funcionarios públicos que llegan con la cobertura de
una ciudadanía activa y terminan siendo, en la práctica, parte del aparato
estatal.
Actualmente se debate en las redes
sociales la existencia de un comité ciudadano ligado al sistema anticorrupción,
que de entrada enfrenta la disyuntiva de llegarse 80 mil pesos mensuales por
miembro por el solo hecho de estar por ahí, supervisando las acciones del ente
público creado para abatir los logros de la leperada y las transas bendecidas
en el anterior y que en este sexenio se proponen conjurar. Hay voces que
proponen que la paga sea voluntaria, es decir, que el “comisionado” decida si
va a recibir el dinero o no. ¿Unos creerán merecer un ingreso adicional nada
despreciable y otros pueden tranquilamente declinar? ¿Pago a ciudadanos por
vigilar o supervisar a un ente público?
Y eso, ¿no es dar carácter de negocio o fuente de ingresos al combate a
la corrupción?
Si bien es cierto que la participación
ciudadana es fundamental en las acciones del gobierno, existen límites claros
entre lo que es la acción ciudadana y lo que es el gobierno. Habiendo leyes y
estructuras que componen el gobierno de las entidades, y estando definidas sus
facultades, competencias y funciones por las propias leyes, empezando con la
Constitución, ¿qué necesidad hay de que los ciudadanos intervengan en los asuntos
corrientes del gobierno y la administración pública de manera ordinaria? Se
puede argüir que es la ciudadanización de los órganos públicos y que la
política es asunto de todos. Cierto, pero la ciudadanía una vez que elige a sus
representantes y éstos forman gobierno, sus acciones quedan sujetas a las leyes
y a los mecanismos de control y evaluación que requieren para que sean
eficientes y eficaces.
En este caso, cada órgano y cada
funcionario debiera, en apego a la ley, cumplir cabal y estrictamente con sus
funciones, porque es lo que espera y exige la ciudadanía que decidió en
elección pública y democrática a sus gobernantes, porque la nuestra es una
república democrática, representativa y popular. Si están planteadas las reglas
que obligan al gobierno a cumplir con su papel, ¿para qué queremos comités o
comisiones adicionales y paralelas a las oficinas públicas del caso? ¿Por qué
crear estructuras nuevas y costosas antes que hacer valer las existentes?
Lo que ocurre es, por una parte, una
situación de desconfianza patológica hacia el quehacer público y sobre la
validez de las normas que rigen la conducta de los servidores públicos y,
diría, de la clase política en general. Desde luego que esa desconfianza no
surgió de la noche a la mañana, sino que se fue profundizando gracias a la
venalidad, deshonestidad, manipulación y engaño permanente de los funcionarios
hacia el pueblo elector. La clase política instauró, con sus acciones, una cleptocracia palurda y desvergonzada que
se sintió (y se siente) dueña y señora de los cargos y los recursos estatales y
nacionales, situación que provocó medidas o reacciones que se han traducido en
comisiones, comités y otras manifestaciones de desconfianza organizada que dan
cuenta de que en los asuntos públicos la visceralidad tiene futuro porque
permite desahogos y acciones como tiros de escopeta con balas de salva. En vez
de aplicar la ley, tal cual, se amplía la nómina de involucrados bajo el manto
de la ciudadanización de tareas que son y deben ser de la exclusiva
responsabilidad del sector público, justamente para evitar caer en el supuesto
de que ampliar la nómina para “administrar la corrupción” no es participar en
ella.
Esta expresión no de democracia, sino de
vulgar democratismo, deja sin resolver los problemas estructurales de un
sistema diseñado para el saqueo privado de los recursos públicos, pero aún a
sabiendas de esto, los ciudadanos prefieren maquillar la corrupción mediante la
inclusión de convidados que observen desde la periferia los dichos y los hechos
que sean ilegales o improcedentes. Se crean comisiones para integrar otras
comisiones; se eligen miembros para que a su vez elijan a los integrantes de
alguna comisión ciudadana que vigilará tal o cual función. Y además tendrán
derecho a paga.
Los comités, comisiones o consejos
ciudadanos son formas perversas de involucrar a personas en acciones que son
responsabilidad del sector público, con fines de legitimación y no de la puesta
en orden y al día de las dependencias competentes. Esto, me parece, no es más
que una nueva forma de distracción en el marco de relaciones signadas por una
profunda corrupción estructural, pero que, sin embargo, se niegan a cambiar en
serio. Los ciudadanos debieran, en todo caso, poner un hasta aquí a este
sistema de simulación y actuar políticamente, por ejemplo, organizar la
resistencia civil, la protesta organizada, las acciones coordinadas de alcance
estatal y nacional cuando el caso lo amerite y, sobre todo, la participación
fuerte y decidida por cambiar el rumbo de la nación y la entidad en las
elecciones. Es evidente que seguir votando por los mismos no va a resolver el
problema de corrupción e injusticia, por más comisiones, consejos o comités que
se cuelguen a las dependencias del gobierno. ¿Votarías por los mismos, o nos seguiremos
lamentando y tragando el invento de los consejos ciudadanos? De lo que se trata es de cambiar las cosas, no
de legitimarlas.
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