“Los estados
más corruptos son los que más leyes tienen” (Tácito).
Como se sabe, las llamadas “elecciones
de Estado” confirman la poca confianza que el gobierno tiene en el buen juicio
de los votantes. El ejercicio del poder político y la autoridad administrativa
corren peligro fatal al dejar al libre juego de las voluntades ciudadanas
asuntos tan delicados y trascendentes como lo son los atinentes a la sucesión
gubernamental en el país. ¿Se imagina usted si los habitantes del municipio, el
estado o la nación pudieran elegir a sus gobernantes? Seguramente caerían
prestigios y fortunas, colapsarían los mercados y la confianza de los
inversionistas extranjeros se vería agobiada por la incertidumbre de verse
frente a fuerzas capaces de poner a la cabeza de sus prioridades el bien común
y la defensa del patrimonio local y nacional. Los riesgos y, es más, los
peligros de la libertad electoral tienen como fuente la idea de democracia que
el sistema mismo proclama, pero como una manera ilustrativa del estado ideal de
la cosa pública. Nada para tomarlo tan a pecho.
Seguramente la sabiduría de los
gobernantes (municipales, estatales y nacional) llega a recomendar que debemos
distinguir entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace, como el
desdoblamiento conceptual-factual necesario y urgente para el sostenimiento de
la democracia, las buenas relaciones parasitarias con los gringos y la armonía
entre gobierno e inversionistas canadienses, orientales, españoles y alemanes.
Nada se logra con oposiciones populistas o de gusto trasnochado; nadie gana con
el encumbramiento de ideologías progresistas cuya rigidez no permite la
negociación y el acuerdo mutuamente conveniente; todo se puede arruinar cuando
el peso de la ideología plasmada en los documentos básicos del partido impide
abrazar buenos acuerdos o pactos de sobrevivencia electoral y de cogobiernos
posibles o probables.
¿De qué le serviría al país meterse en
el corsé de la transparencia y la anticorrupción cuando se construyen imperios
y engordan cuentas bancarias y paquetes accionarios con la sana y suculenta
costumbre de pactar, tranzar, convenir, acordar y callar? La derrama de
inversiones en terrenos, negocios y salvaguardas con diverso grado de opacidad
han logrado paz, tranquilidad y prestigio social en muchas familias, que a su
vez acuerdan, pactan, tranzan y convienen alianzas comerciales y familiares con
otros núcleos de interés, generando blindajes transexenales y barreras sólidas
contra la inquisición pública. El sistema se mantiene a flote cuando los
involucrados comparten intereses y recursos.
En este venturoso estado de beatífica
paz y control de daños, ¿imagina usted que haya algo que ponga en evidencia el
juego que se maneja en las profundidades de oficinas y residencias? ¿Qué tan si
llega a alcalde, gobernador o presidente otro que no sea del grupo, que no
comparta el hambre por las riquezas, las influencias, la tolerancia a las
corruptelas y al disfrute de las palmadas amistosas de los gringos y demás
depredadores disfrazados de inversionistas y benefactores?
¿Usted cree que el sistema, tan bien
aceitado y funcional, va a permitir que algún intruso con ideas progresistas,
de un chocante tinte populista, o abanderado de ideas de legalidad, honestidad
y justicia, llegue al poder? ¿Será posible que suelten la presa y reconozcan el
triunfo electoral logrado por una mayoría de votos de ciudadanos deseosos del
cambio, hartos de más de lo mismo, cansados de ser víctimas y destinatarios de
cuantos abusos y excesos se produzcan por una mala administración? ¿Piensa que
el sistema no hará hasta lo imposible por seguir drenando la sangre de los
ciudadanos con la contención salarial, el alza de los precios de bienes y servicios,
el saqueo de los recursos públicos, el tráfico de influencias y el entreguismo
más pedestre y prostibulario al extranjero?
Pues, en la medida en que la gente común
se entere de que el ciudadano tiene el poder de cambiar las cosas y que el voto
debe ser efectivo y defendido por las vías legales y de resistencia pacífica
masiva, sin límite de tiempo, tendrá la visión de que otro país es posible. El sistema
puede intentar convencernos de que la exaltación por el reciente proceso del
Estado de México es producto de un simple tropiezo electoral, pero debemos
entender que la línea del progreso y la madurez democrática empieza a dibujarse
a partir de una sana autocrítica que nos permita llamar las cosas por su
nombre: el tropiezo es fraude, la democracia no es cosa de repartir despensas,
vales, tarjetas o amenazas, sino el libre y razonado ejercicio de deberes y
derechos. El nombre de las cosas y los cargos está ligado al de personas y
contextos, empecemos por llamar ratero y tranza al ratero y tranza; corrupto al
corrupto y corruptor al que manipula y permite el “tropiezo electoral”, para intentar
hacerlo pasar como un problema de percepción que, tras el sereno análisis de
los datos, se recordará como anécdota y no como asalto en despoblado.
Empecemos…
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