Desde el viernes nos dedicamos a la lectura, sin dejar de intentar una actividad caída en desuso por obra de la inter-conectividad mundial: la conversación. El choque fue terrible, traumático, se cernía sobre nosotros una sombra terrorífica que trabajosamente identificamos como intimidad, la cual es difícilmente abordable o asumible en aras de la maravilla del Internet.
El viernes se declaró en problemas la conexión a internet y el correo dejó de ser accesible, a pesar de los intentos y exorcismos tales como salir y reingresar a la página de Yahoo!, reiniciar el ordenador (computadora pues), maldecir furiosamente a la compañía proveedora (Megacable), mirar fijamente a la pantalla en espera de un atisbo de comprensión por parte del cerebro electrónico que ahora controla nuestras vidas y milagros, pero nada. Nadita de nada.
Lo que prometía ser un fin de semana interminable tranquilamente pasó, La lectura se impuso de manera silenciosa, natural, casi gozosa y definitivamente envolvente y placentera. Leer durante toda una mañana sin casi interrupciones fue recuperar experiencias de hace, digamos, veinte años, con el añadido de la reflexión sobre el tema, las derivaciones memoriosas sobre aspectos relacionados y el retorno de imágenes y conceptualizaciones que en mi vida estudiantil fueron asideros y plataformas de despegue.
El viernes tomamos la decisión de reportar el desperfecto-desconexión al teléfono que pone a disposición de los clientes la empresa de cable, teléfono e internet que nos cobra con religiosa puntualidad aunque con una inexactitud perversa e intransigente, que ha merecido idas y venidas a la sede de los poderes corporativos en Hermosillo, con contrato en mano, a fin de gestionar el cobro pactado para el servicio teóricamente proporcionado, con el resultado de que, tras formar filas interminables, repetir el reclamo como mantra salvador de abusos en el cobro, nos devuelven la promesa de que realizarán los ajustes del caso.
El asesor, tras el marcado de opciones de servicio y un intermedio musical, se puso al teléfono y empezó a hacer preguntas, efectuó el registro correspondiente, asignó un número de folio y finalmente prometió la visita de un técnico en un plazo de entre 24 y 72 horas.
El lunes, término del plazo para la visita del técnico, llegó con la puntualidad con que llegan los días de la semana, a diferencia del famoso técnico que hizo gala de una más que indeseable ausencia. La nueva llamada al proveedor del cable se hizo forzosa.
La llamada transcurrió con las preguntas y recomendaciones previsibles, en donde no faltaron las de “haga clic en Inicio y se abrirán las opciones…”, en una larga secuencia donde uno parece sumergirse en las reconditeces de la informática llevado de la mano invisible de un cerebro que opera en un lenguaje de ceros y unos, críptico y así elementalmente simplón. Las opciones señaladas fueron activadas, los cuadros de diálogo en sucesión fantástica se fueron abriendo y las opciones fueron reduciéndose a una sola: “reinicie y si persisten los problemas vuelve a llamar”.
Los problemas tan persistieron que permanecieron iguales, con ejemplaridad propia del bizantinismo burocrático de que hacen gala las empresas monopólicas tercermundistas. El cliente, finalmente, es el sujeto pasivo de una conspiración contra la inteligencia, contra la autoestima del que hace posible que los negocios funcionen como generadores de ganancias y no como proveedores de servicios pactados en un contrato que, leído con propiedad, obliga a ambas partes.
Hicimos otra llamada, donde el guión de preguntas y recomendaciones se repitió con pasmosa fidelidad, sólo que la dama tras la línea no consideró la opción de mandar al técnico, porque, según ella, había señal y “los técnicos sólo acuden cuando no hay señal”. La amable pero ausente gárgola telefónica propuso que revisáramos el equipo porque probablemente ahí estaba el problema (¡claro, en la línea de Megacable no!). La inútil aunque ilustrativa consulta-asesoría telefónica terminó y la desconexión quedó para constancia de la eficiencia de los servicios contratados.
Considerando que cada llamada era atendida por personas distintas y que cada una de ellas planteaba una solución solamente acreditable en el mundillo particular del emisor, decidimos volver a llamar. La persona que contestó siguió al principio la rutina ya planteada, pero se percató de que el registro de la señal ponía que se estaba usando la banda ancha, por lo que preguntó si se estaba usando un programa para bajar música. El “no” de respuesta permitió suponer que había robo de señal y prometió que el técnico pasaría a revisar en un plazo de 24 a 72 horas. Como usted lo imaginará, estamos, como muchos, esperando al personal de la empresa que nos promete conectarnos en un paquete triple de servicios por cable.
Mientras tanto, nuestra idea de comunicación ha vuelto a los sistemas básicos que sin interrupciones ha usado la humanidad para expresar su existencia y afrontar sus retos, con esto hemos retomado la posibilidad de la lectura, la conversación, la escritura y el compartir ideas y opiniones de lo que nos pasa en este mundo transculturalizado, persistentemente engañoso en una mediocridad informatizada, donde la patanería y el humor chabacano llena la banda sonora de nuestra dependencia tecnológica. Por fortuna, nos quedamos sin internet, la seductora lobotomía por la que pagamos sin chistar.
El viernes se declaró en problemas la conexión a internet y el correo dejó de ser accesible, a pesar de los intentos y exorcismos tales como salir y reingresar a la página de Yahoo!, reiniciar el ordenador (computadora pues), maldecir furiosamente a la compañía proveedora (Megacable), mirar fijamente a la pantalla en espera de un atisbo de comprensión por parte del cerebro electrónico que ahora controla nuestras vidas y milagros, pero nada. Nadita de nada.
Lo que prometía ser un fin de semana interminable tranquilamente pasó, La lectura se impuso de manera silenciosa, natural, casi gozosa y definitivamente envolvente y placentera. Leer durante toda una mañana sin casi interrupciones fue recuperar experiencias de hace, digamos, veinte años, con el añadido de la reflexión sobre el tema, las derivaciones memoriosas sobre aspectos relacionados y el retorno de imágenes y conceptualizaciones que en mi vida estudiantil fueron asideros y plataformas de despegue.
El viernes tomamos la decisión de reportar el desperfecto-desconexión al teléfono que pone a disposición de los clientes la empresa de cable, teléfono e internet que nos cobra con religiosa puntualidad aunque con una inexactitud perversa e intransigente, que ha merecido idas y venidas a la sede de los poderes corporativos en Hermosillo, con contrato en mano, a fin de gestionar el cobro pactado para el servicio teóricamente proporcionado, con el resultado de que, tras formar filas interminables, repetir el reclamo como mantra salvador de abusos en el cobro, nos devuelven la promesa de que realizarán los ajustes del caso.
El asesor, tras el marcado de opciones de servicio y un intermedio musical, se puso al teléfono y empezó a hacer preguntas, efectuó el registro correspondiente, asignó un número de folio y finalmente prometió la visita de un técnico en un plazo de entre 24 y 72 horas.
El lunes, término del plazo para la visita del técnico, llegó con la puntualidad con que llegan los días de la semana, a diferencia del famoso técnico que hizo gala de una más que indeseable ausencia. La nueva llamada al proveedor del cable se hizo forzosa.
La llamada transcurrió con las preguntas y recomendaciones previsibles, en donde no faltaron las de “haga clic en Inicio y se abrirán las opciones…”, en una larga secuencia donde uno parece sumergirse en las reconditeces de la informática llevado de la mano invisible de un cerebro que opera en un lenguaje de ceros y unos, críptico y así elementalmente simplón. Las opciones señaladas fueron activadas, los cuadros de diálogo en sucesión fantástica se fueron abriendo y las opciones fueron reduciéndose a una sola: “reinicie y si persisten los problemas vuelve a llamar”.
Los problemas tan persistieron que permanecieron iguales, con ejemplaridad propia del bizantinismo burocrático de que hacen gala las empresas monopólicas tercermundistas. El cliente, finalmente, es el sujeto pasivo de una conspiración contra la inteligencia, contra la autoestima del que hace posible que los negocios funcionen como generadores de ganancias y no como proveedores de servicios pactados en un contrato que, leído con propiedad, obliga a ambas partes.
Hicimos otra llamada, donde el guión de preguntas y recomendaciones se repitió con pasmosa fidelidad, sólo que la dama tras la línea no consideró la opción de mandar al técnico, porque, según ella, había señal y “los técnicos sólo acuden cuando no hay señal”. La amable pero ausente gárgola telefónica propuso que revisáramos el equipo porque probablemente ahí estaba el problema (¡claro, en la línea de Megacable no!). La inútil aunque ilustrativa consulta-asesoría telefónica terminó y la desconexión quedó para constancia de la eficiencia de los servicios contratados.
Considerando que cada llamada era atendida por personas distintas y que cada una de ellas planteaba una solución solamente acreditable en el mundillo particular del emisor, decidimos volver a llamar. La persona que contestó siguió al principio la rutina ya planteada, pero se percató de que el registro de la señal ponía que se estaba usando la banda ancha, por lo que preguntó si se estaba usando un programa para bajar música. El “no” de respuesta permitió suponer que había robo de señal y prometió que el técnico pasaría a revisar en un plazo de 24 a 72 horas. Como usted lo imaginará, estamos, como muchos, esperando al personal de la empresa que nos promete conectarnos en un paquete triple de servicios por cable.
Mientras tanto, nuestra idea de comunicación ha vuelto a los sistemas básicos que sin interrupciones ha usado la humanidad para expresar su existencia y afrontar sus retos, con esto hemos retomado la posibilidad de la lectura, la conversación, la escritura y el compartir ideas y opiniones de lo que nos pasa en este mundo transculturalizado, persistentemente engañoso en una mediocridad informatizada, donde la patanería y el humor chabacano llena la banda sonora de nuestra dependencia tecnológica. Por fortuna, nos quedamos sin internet, la seductora lobotomía por la que pagamos sin chistar.
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