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jueves, 8 de julio de 2010

Paseo por la mugre

Fue la urgencia, debo confesar. Fue el apremio de pagar con una puntualidad en grado de aproximación, lo que me llevó a salir de casa y arrostrar el infierno urbano de la ciudad de Hermosillo. En realidad, se pudiera mencionar un vago sentido de responsabilidad que no viene mucho al caso, con la institución bancaria que me atosiga con la necedad de una mosca, de un depredador volador que busca el punto flaco para hincar el probóscide, esa especie de popote que adorna su siniestra cabeza. Las llamadas empezaron a recibirse en horas impensadas: a las seis de la mañana, después de las ocho de la noche, los fines de semana, repitiéndose cada pocas horas, con el mismo mensaje y la misma actitud de parte del cobrador telefónico: el drama personal tiene por coordenadas un vampiro ajeno a las explicaciones, aclaraciones o puntualizaciones del cliente, y el anonimato del cobrador que se complace en endilgarle en mera oreja a su víctima, usuario o cliente, una larga parrafada que le informa sobre los horrores del saldo vencido, de la maldición de los intereses, de la horripilante suerte del crédito, de las muchas maldiciones gitanas que se lanzarán sobre la cabeza del incumplido que ose enfrentar la furia del banco que representa.

Le confieso que al principio traté de dialogar con ese mecanismo humanoide de cobro bancario. El sujeto acusaba una insistencia fuertemente centrada en la sordera, en alguna enfermedad auditiva que le impedía recibir las señales del error cometido contra el cliente cautivo en esa especie de fascinación auditiva que se produce cuando alguien marca nuestro número, contestamos y nos disponemos a comunicarnos con el semejante. Pronto se descubre que el error consiste en suponer que el otro es un semejante. En realidad es una víctima más del subempleo, después de haber sufrido una mutación demoniaca que lo robotiza, porque nadie en sus cabales puede hacer las veces de un maniático que atosiga a los demás, gozando del pequeño fuero del anonimato, de la distancia, de la impúdica protección de un membrete que ni siquiera es suyo, porque el banco contrata a agencias de cobranzas que asumen el empaque de cualquier hampón cinematográfico, aunque el cobrador telefónico es, a fin de cuentas, una triste mosca frente a una linterna que proyecta en la pared una imagen que no tiene ni puede tener.

Mientras tanto, la calle, el calor y las circunstancias, me permitieron ver una ciudad calcinada por el clima, empanizada por la política y la suciedad en calles y avenidas, pletórica de ruido y embarrada de una vulgaridad que, sin fijarse, puede ser acogedora. La insistencia de algunos propietarios de poner amplificadores fuera de sus locales, parte del supuesto de que llamar la atención es necesario porque la gente que pasa frente a ellos es retrasada mental y reacciona fácilmente ante sonidos. La oquedad cerebral permite suponer que el cráneo actúa como caja de resonancia con las mismas propiedades que la caja de un tambor y que, en consecuencia, hay que tundirlo a porrazos para que el mensaje llegue a su destino: la neurona atrofiada del posible cliente.

El centro de Hermosillo parece lleno de una compleja colección de seres humanos que deambulan en pos de alguna forma de atención: extremidades en ademán de pedir monedas bajo el argumento de la caridad; ojos que ven con hambrienta desesperación el paso de una clientela que ignora las ventajas de comprar el único remedio contra las cucarachas que sí funciona; oferta de pitahayas recién cosechadas; uvas, miel, ajos y chiltepines baratos; una abigarrada tropa de personajes que proyectan personalidades y circunstancias heterogéneas: cuerpos macilentos que exhiben los estragos de la marginación estadísticamente maquillada; pieles curtidas por el sudor, la mugre y el abandono económico y social; cabelleras en estado de estupefacción forzada por la ausencia de aseo y la estrechez voluble de los horarios del suministro de agua; rostros de notable anonimato que reflejan los efectos personales de la crisis económica; gorduras mórbidas que desplazan carbohidratos y lípidos empaquetados en vestuarios de bajo presupuesto y alta uniformidad; tatuajes que claman por una trascendencia negada por la marginalidad; orificios nasales y lobulares que dan un toque de excentricidad a la más plana de las vulgaridades; jóvenes uniformados con shorts y camisetas producidas en serie, con logotipos y dibujos repetidos hasta la náusea; decrepitudes respetablemente exhibidas como jalones de un Hermosillo que sigue ahí. La ciudad es una inmensa colcha confeccionada de múltiples deshechos, de estratificaciones sociales plastificadas por el uso y solamente rearmadas por el abuso: la ciudad reclama agua, transporte, seguridad, limpieza; simplemente gobierno.

El Mercado Municipal Número 1 concentra buena parte de la cultura del centro, su trajinar cotidiano, sus horizontes comerciales, su variopinta personalidad que atrae y asimila una multitud de rostros, costumbres, necesidades, hábitos, expectativas y formas de soportar la cruz propia sin chocar con la ajena. La tolerancia se transforma en empatía cuando el cliente se identifica como tal y el trato finalmente se logra. La venta recompone el ambiente y la actitud termina siendo cordialmente indiferente, con desparpajo formalizado en el trato circunstancial.

Actualmente se hacen simulacros de comunicación entre pueblo y gobierno, en forma de visitas al bario o la colonia, por parte del gobernador o el alcalde. En el caso del presidente municipal, se entiende la visita porque está en su espacio político-administrativo, pero en el caso del gobernador, la visita a la colonia o al barrio se antoja inapropiada porque invade la competencia de las autoridades municipales. El agua, el alumbrado, la limpia y recolección de basura, la nomenclatura, la seguridad pública, son rubros de atención municipal, y el gobernador mejor debiera dedicar sus esfuerzos a la dimensión estatal. El universo de problemas y soluciones municipales deviene catástrofe cuando las responsabilidades se transfieren, minimizan o ignoran.

La mugre de Hermosillo es cosa de todos, pero es innegable que de algunos depende más. Por ejemplo, de las autoridades legalmente electas para abordar los problemas de la ciudad, del medio rural municipal, de la interrelación entre ambos y del municipio con su entorno. Un paseo por el centro refleja algo de las circunstancias de la totalidad citadina, de la enfermedad de crecer sin fortaleza, de engordar sin compensar el exceso, de crecer en necesidades sin hacerlo en capacidad para satisfacerlas. El gobierno tiene en la mugre ambiente una responsabilidad inmediata, que no se limpia con declaraciones triunfalistas, con engaños o disimulos, con payasadas en el circo de tres pistas que es la política local y nacional. ¿Cuándo empiezan a limpiar?

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