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domingo, 4 de julio de 2010

Guardando las proporciones

La muerte ha estado en estos días ocupada febrilmente, activa como codo de violinista y democrática como aire de cantina, como diría Humberto G. Tamayo, genial epigramista mexicano. La calaca suena su osamenta al ritmo de vals, rock, rap, salsa, danzón, tango o hip-hop. Mueren jóvenes que cayeron por los rumbos de una fiesta donde los fuegos de artificio se mezclaron con la cadencia monótona de las ametralladoras, de los fusiles de asalto, de las pistolas automáticas y de los clásicos revólveres de accionar nostálgico y pausado. Mueren adultos y viejos al mandar de la ráfaga que no distingue sexo, edad o modito de andar.

Fallecen, fenecen, se extinguen, desaparecen, cuelgan los tenis, pasan a mejor vida, y son protagonistas de sentidos decesos, partidas prematuras, pases a mejor vida, viajes sin retorno, con boleto sólo de ida, con destino al más allá, al valle de las sombras, a la diestra del señor, al cielo, a la eternidad, a la historia que atesora lo que fue y lo que pudo ser el vecino, el pariente, el compañero, la imagen que nos devuelve el espejo, el holograma vital que reproduce los detalles de la forma que hay que recordar. La parca, la madre tenebrosa, la huesuda, recoge al humano sin falta, con puntualidad astronómica, sin excusas ni pretextos, antes, después, o durante el tiempo en que se piensa la posibilidad de la muerte y se convierte en realidad tangible, y así, inescrutable.

La muerte de José Saramago conmovió a muchos habitantes del primer mundo, a europeos y americanos cuyo refinamiento cultural tenía por base la educación universitaria o alguna equivalencia. Su obra fue polémica y al mismo tiempo admirable. En otros escenarios, la desaparición física de Carlos Monsiváis reabrió la herida de los amantes de la literatura, esta vez más centrada en el acontecer urbano, en la política que se vive en las calles de barrios que nos parecen conocidos, en la cultura que se respira en el salón de baile, en el lugar sin límites de la vecindad, de la explanada del zócalo de la ciudad más grande del mundo, en la marcha reivindicatoria de derechos ciudadanos, en el espacio en el que podemos o no converger pero que no nos es extraño ni inaccesible.

El 2 de julio de 2010 recibimos la noticia de que otro grande de las letras populares mexicanas ha fallecido, muerto, desaparecido, colgado el tenis, o pirado, esta vez en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, a los 92 años y de cáncer de garganta. Armando Jiménez Farías, arquitecto y escritor egresado del Instituto Politécnico Nacional y nacido en Piedras Negras, Coahuila, el 10 de septiembre de 1917. Para mayores señas, se trata del autor del libro “Picardías Mexicanas”, con 143 ediciones y más de cuatro millones de ejemplares vendidos. Fue autor de muchos proyectos arquitectónicos deportivos y de 17 libros, así como colaborador de 16 periódicos y revistas, rescatista de arte popular y recopilador de un “Cancionero mexicano”, que reúne cuatro mil canciones populares.

El creador del ya legendario “gallito inglés”, penetró en el alma nacional y pintó de colores la imaginación popular convertida en retruécano, latigazo verbal de críptica factura e insospechadas dimensiones lúdicas. El albur como forma comunicativa para iniciados, para simples mirones en calidad de víctimas propiciatorias de la venganza del ingenio contra la posible superioridad física, pero desprovista de la agilidad mental y la picardía ladina y multiforme que se escapa en un recodo de la charla, en un silencio cómplice, en una fuga que se vale del doble o triple sentido de una palabra, de una frase, de un pensamiento que juega con sus propias interpretaciones.

Armando Jiménez, arquitecto de espacios deportivos y de giros asombrosos de la lengua nacional, nos ha dejado, se ha ido, pirado, muerto, fallecido, en un viaje sin retorno, con boleto de ida, en el giro sutil y sorprendente de un albur jugado con la muerte, que guarda las proporciones y que al final da a cada cual su parte de eternidad. Descanse en paz…

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