
Si bien es cierto que Calderón es repudiado hasta en Alemania, por las atrocidades cometidas contra civiles inocentes, repentinamente criminalizados por la lengua rapidísima del ejército y demás cuerpos policiales, lleva algo de razón en eso de pintar raya con los arizonenses, metidos en el uniforme de las SS nazis y adornados con los gorros puntiagudos del KKK. Nada tenemos que hacer en Arizona y la costumbre tan patéticamente sonorense de ir a la primera provocación al “otro lado”, debe revisarse detenidamente: nos debe quedar claro que no somos arizoneneses honorarios, sino simples mexicanos de un estado fronterizo que hasta la primera mitad del siglo XIX fue parte de México, y nos fue robado, tranzado, quitado, con las artes tradicionales de nuestros güeros vecinos: el viejo truco de aparentar un conflicto o profundizar alguno previo y sacar provecho de la fuerza militar y del dinero que ablanda conciencias y borra memorias.
En este sentido, las visitas de compras a Arizona deben ser sustituidas por paseos comerciales domésticos o, en su defecto, al centro y sur del país. Claro que la idea de comprar en el país puede resultar sorprendente para ciertos estratos económicos sonorenses, pero los costos de ser mexicanos son, o deben ser, pagados por todos los que se ostenten legalmente nacionales, más si su aspecto revela clara o vagamente matices cobrizos, nariz gorda y chata, pelambre lacia e hirsuta, vientre abultado y estatura más bien chaparra.
La propensión al maquillaje extremo que da el dinero o la apariencia de tenerlo, afecta la percepción de la propia identidad, convierte a un sapo cervecero en un adonis anglosajón; transforma el color cucaracha en bronceado adquirido en Malibu, Hawaii, o cualquier playa gringa constituida escaparate de las gentes bonitas, portadoras de T-Shirts y shorts floreados, lentes para el sol Ray-Ban y accesorios de ajotolonada novedad. La crema bronceadora encubre los horrores de la genética y la ficción queda completada con un chapurreado spanglish como medio para expresar la pedantería tercermundista de acomplejados viajeros de fin de semana. Pero, al final los rigores de la historia personal terminan por imponerse y la racista gobernadora republicana Jan Brewer nos vuelve a la realidad: el color de la piel y los rasgos faciales son la primera causa de sospecha de extranjería, la palanca de impulso a la represión racista, la justificación del odio que se le tiene al extranjero tercermundista, aunque se encuentre apachurrado en el fondo, el aprecio con que cuenta el dinero que derrama Sonora sobre el comercio arizonense gracias a la ilusión momentánea de no ser lo que somos.

México y Sonora se convierten en zonas de ilegalidad y de expulsión de la población por motivos de pobreza, mientras que Arizona hace ejercicios de contención sin considerar la relación bilateral, e ignorar pragmáticamente la profundidad de los impactos del problema económico y de seguridad pública que genera la dependencia económica y política entre dos estados de dos países con lógicas distintas, y que inútilmente se ha tratado, desde hace más de 50 años, de disimular con la absurda cobertura de una comisión bilateral que simplemente no se justifica, dadas las asimetrías que existen entre nosotros.
Hablar de integración económica y de sociedad comercial equitativa es una broma pesada que solamente maquilla las verdaderas dimensiones de la dependencia, de la anexión silenciosa que sufrimos, de la ridícula pretensión de hacer convivir tiburones con sardinas.
En suma, la relación Sonora-Arizona alcanza ahora su verdadera cara. Reconozcámoslo de una vez: más nos vale dedicarnos a defender lo nuestro, impulsar nuestra economía, generar y defender el empleo y, sobre todo, entender de una vez que somos mexicanos y que, además, debemos serlo de pleno derecho, actores políticos y económicos que, una vez descubierto que la luna no es de queso, la responsabilidad de nuestro estado depende solamente de nosotros. ¡A la porra Arizona, viva Sonora!
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