Lugar emblemático cerca del Pentágono, en el centro neurálgico del poderío militar estadounidense, el cementerio de Arlington recibe la brisa nostálgica del río Potomac, de los estertores del ejército confederado, de las acciones militares que Estados Unidos llevó a cabo en todas partes del mundo, siendo relevantes en los campos europeos y asiáticos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, durante Corea, Vietnam, durante los episodios recurrentes en América Latina y el Caribe, durante la Guerra del Golfo, durante la invasión a Afganistán, a Irak… Durante la inacabable agresión de las fuerzas armadas estadounidenses a todos en cualquier época. Allí, en Arlington, están los muertos conocidos y desconocidos de la Guerra Civil, y los que se agregaron en los escenarios internacionales lejos de las fronteras de Estados Unidos pero a su nombre bajo la excusa de la defensa de la democracia y las libertades que sistemáticamente se niegan al interior y a través gobiernos peleles en todo el mundo.
Ha sido la amenaza del fascismo, del comunismo, los obstáculos al avance de los monopolios, la imposición del libre mercado como síntesis de lo política y económicamente correcto, también ha sido el tráfico de drogas, el de armas, sin olvidar la imposición de personas e intereses al frente de los gobiernos de la periferia. La razón de fuerza se transformó rápidamente en argumento político y humanitario: había que intervenir contra la voluntad de pueblos ajenos en los asuntos internos de los demás, en contra de la soberanía nacional y el derecho internacional. Los pretextos, las razones, los argumentos han sido varios, pero la constante en este discurso de auto exculpación ha sido la defensa de ideales que, en abstracto, cualquiera de alguna manera puede compartir. La ubicuidad y ambigüedad de las excusas para intervenir en los asuntos ajenos va revelando una mentalidad esquizoide, una doble moral que intenta a cada paso legitimar la agresión, la destrucción de bienes y seres humanos, el sometimiento de pueblos enteros a la voluntad de las armas y el interés económico privado que basa su éxito en la depredación de los recursos ajenos.
Arlington representa el lugar más venerado de un país invasor por excelencia, de un tirano hipócrita que se conduele de la libertad de los demás y fabrica cárceles y cadenas para repartir en el mundo, a la par que compromete la soberanía nacional de los otros mediante la cooperación y colaboración que ofrece en materia de seguridad, armamento, financiamiento y asistencia política y militar, sin olvidar las bombas de tiempo económicas que siembra en forma de tratados o acuerdos de libre comercio y otras formas de compromiso para los que no pueden resistirse a sus ofertas e invitaciones. Arlington es, para el militarismo gringo y su cauda enorme de intereses financieros, un lugar altamente venerado, porque representa una parte de los costos de su hegemonía internacional encubiertos en forma de un heroísmo instrumental, es decir, convierte en victimarios a los que son, en realidad, víctimas de la manipulación ideológica y política que los convierte en agresores de pueblos ajenos, y que en el empeño invasor han tenido la desgracia de morir. Los muertos de Arlington, en su enorme mayoría, son instrumentos averiados de un gobierno criminal, del más grande genocida internacional que ha conocido la historia.
La mayoría de los muertos de Arlington son, en los 2.53 kilómetros cuadrados del cementerio, una pequeña parte del inmenso conjunto de los muertos que son clasificados por el alto mando estadounidense como “daños colaterales”, aquellos muertos que lo son por estar donde no debían, y que lograron recibir una bala, un pedazo de metralla, la onda expansiva que los convirtió en pedacero humano que se desperdiga en el suelo y queda en la memoria del soldado, del infante de marina gringo como parte del anecdotario que lleva a casa y a sus pesadillas, a sus razones para consumir alcohol y drogas fumadas o untadas, aspiradas o inyectadas, como medida terapéutica contra los horrores de su propia deshumanización. Arlington es, también, un monumento a la ferocidad de un sistema que destruye a sus propios instrumentos.
Pues resulta que, en ese lugar de oprobio humanitario y de heroísmo instrumental, Felipe Calderón Hinojosa, presidente formal de México, rindió homenaje al imperialismo. El representante de una nación que ha sufrido en carne propia las agresiones sistemáticas de Estados Unidos desde el siglo XIX, besó la bota del invasor, el látigo del tirano, la espada del verdugo, la cadena y los grilletes que aprisionan al mundo unipolar que sufrimos, y que afectan sustancialmente las posibilidades de crecimiento y desarrollo de América Latina. Allí, los colores nacionales se cubrieron de mierda, de vergüenza indecible, de una docilidad vacuna, de la sustancia babosa de la indignidad más gratuita.
Con este tipo de actos de sumisión y vasallaje, sin duda alguna Calderón ha demostrado su falta de integridad como mexicano y como gobernante. Debe renunciar de inmediato, como asunto de dignidad nacional. Así sea.
Ha sido la amenaza del fascismo, del comunismo, los obstáculos al avance de los monopolios, la imposición del libre mercado como síntesis de lo política y económicamente correcto, también ha sido el tráfico de drogas, el de armas, sin olvidar la imposición de personas e intereses al frente de los gobiernos de la periferia. La razón de fuerza se transformó rápidamente en argumento político y humanitario: había que intervenir contra la voluntad de pueblos ajenos en los asuntos internos de los demás, en contra de la soberanía nacional y el derecho internacional. Los pretextos, las razones, los argumentos han sido varios, pero la constante en este discurso de auto exculpación ha sido la defensa de ideales que, en abstracto, cualquiera de alguna manera puede compartir. La ubicuidad y ambigüedad de las excusas para intervenir en los asuntos ajenos va revelando una mentalidad esquizoide, una doble moral que intenta a cada paso legitimar la agresión, la destrucción de bienes y seres humanos, el sometimiento de pueblos enteros a la voluntad de las armas y el interés económico privado que basa su éxito en la depredación de los recursos ajenos.
Arlington representa el lugar más venerado de un país invasor por excelencia, de un tirano hipócrita que se conduele de la libertad de los demás y fabrica cárceles y cadenas para repartir en el mundo, a la par que compromete la soberanía nacional de los otros mediante la cooperación y colaboración que ofrece en materia de seguridad, armamento, financiamiento y asistencia política y militar, sin olvidar las bombas de tiempo económicas que siembra en forma de tratados o acuerdos de libre comercio y otras formas de compromiso para los que no pueden resistirse a sus ofertas e invitaciones. Arlington es, para el militarismo gringo y su cauda enorme de intereses financieros, un lugar altamente venerado, porque representa una parte de los costos de su hegemonía internacional encubiertos en forma de un heroísmo instrumental, es decir, convierte en victimarios a los que son, en realidad, víctimas de la manipulación ideológica y política que los convierte en agresores de pueblos ajenos, y que en el empeño invasor han tenido la desgracia de morir. Los muertos de Arlington, en su enorme mayoría, son instrumentos averiados de un gobierno criminal, del más grande genocida internacional que ha conocido la historia.
La mayoría de los muertos de Arlington son, en los 2.53 kilómetros cuadrados del cementerio, una pequeña parte del inmenso conjunto de los muertos que son clasificados por el alto mando estadounidense como “daños colaterales”, aquellos muertos que lo son por estar donde no debían, y que lograron recibir una bala, un pedazo de metralla, la onda expansiva que los convirtió en pedacero humano que se desperdiga en el suelo y queda en la memoria del soldado, del infante de marina gringo como parte del anecdotario que lleva a casa y a sus pesadillas, a sus razones para consumir alcohol y drogas fumadas o untadas, aspiradas o inyectadas, como medida terapéutica contra los horrores de su propia deshumanización. Arlington es, también, un monumento a la ferocidad de un sistema que destruye a sus propios instrumentos.
Pues resulta que, en ese lugar de oprobio humanitario y de heroísmo instrumental, Felipe Calderón Hinojosa, presidente formal de México, rindió homenaje al imperialismo. El representante de una nación que ha sufrido en carne propia las agresiones sistemáticas de Estados Unidos desde el siglo XIX, besó la bota del invasor, el látigo del tirano, la espada del verdugo, la cadena y los grilletes que aprisionan al mundo unipolar que sufrimos, y que afectan sustancialmente las posibilidades de crecimiento y desarrollo de América Latina. Allí, los colores nacionales se cubrieron de mierda, de vergüenza indecible, de una docilidad vacuna, de la sustancia babosa de la indignidad más gratuita.
Con este tipo de actos de sumisión y vasallaje, sin duda alguna Calderón ha demostrado su falta de integridad como mexicano y como gobernante. Debe renunciar de inmediato, como asunto de dignidad nacional. Así sea.
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