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sábado, 28 de agosto de 2010

Esa tele que ves

Comentaba hace poco el amigo Ernesto Gutiérrez Ayala en su columna “En pocas palabras”, sobre los excesos en que caen los medios de comunicación al lanzar programas y comentarios que, a la luz del deber de informar o el propósito de divertir, resultan innecesarios y en cambio bastante agresivos para la mente de los más jóvenes. La televisión con total desparpajo promueve valores que no necesariamente son compartidos por la gran mayoría de los televidentes; la vulgaridad sustituye la inteligencia del comentario y las actitudes suponen la proyección de un ambiente prostibulario en el que, desde la comodidad del hogar, se pretende sumergir a los espectadores. Tanto en la radio como en la televisión, el lenguaje soez, la ramplonería y el lugar común manejados en forma chabacana permiten suponer que el cerebro del emisor se encuentra en avanzado estado de descomposición, y que sus emanaciones se traducen en intentos procaces de comunicación que no atina más que a caer en garras de la coprolalia, la anemia conceptual y el plano valorativo de alcantarilla.


Las imágenes dan cuenta de lo que pudiera ser un desliz por las aguas de la pornografía, como si fuera un anzuelo para atrapar incautos libidinosos acostumbrados a la virtualidad por obvia omisión de la realidad. La enfermiza propensión a la permisibilidad televisiva supone, como dice Ernesto, la evasión o la ausencia de autoridades que vigilen la moral pública, pero también una sociedad que ha avanzado hacia la pérdida de los escrúpulos morales, que una vez rota la solidaridad familiar en el cuidado de los hijos, se declara ayuna de compromisos con el futuro de los más jóvenes.

La cada vez menor sensibilidad social se transfigura en libertades reclamadas por las minorías, con lo que los reclamos sociales de protección de la familia son reprimidos con adjetivaciones ofensivas: “retrógradas”, “ignorantes”, “conservadores”, “homofóbicos” y otros calificativos considerados impactantes en la geografía de lo políticamente correcto. Los despropósitos televisivos ilustran acerca de la modernidad, por una parte, con imágenes y lenguaje crudo, sangriento o francamente pornográfico; luego sigue la cartelera de programas a tono con las modas que se trata de imponer desde el exterior con el cómplice jolgorio de algunos grupos interesados en auto-reivindicaciones facilonas: Enfermeras drogadictas, homosexuales que aconsejan sobre moda, familias modernas de acuerdo al nuevo canon que considera normal la unión de personas del mismo sexo, en medio de impulsos empresariales que reorientan la escritura de guiones para cine o televisión en la búsqueda de ese nicho de mercado actualmente en disputa.

Desde luego que las críticas se presentan más duras si se trata de reacciones por parte de grupos católicos o evangélicos, porque toda oposición o contradicción al modelo familiar que se promueve es atacada, perseguida y probablemente castigada con saña neo-inquisitorial. Las brujas actuales son las que tienen pacto con el Dios judeocristiano, y deben ser quemadas en la hoguera del hedonismo y las apariencias de modernidad, a nombre de la tolerancia y la diversidad. La moral, como se ve, depende de los estudios de mercado y las políticas de promoción de los productos. En este caso, nuestra televisión trata de posicionarse en las preferencias proyectadas por las empresas encuestadoras, bajo el supuesto de que la mente del consumidor se debe modelar gracias a la publicidad y la mercadotecnia.

El señalamiento de Ernesto Gutiérrez, viejo lobo de mar en las aguas del periodismo local y regional, es un llamado de atención, que quizá signifique la expresión de una posición de defensa de lo nuestro, en la medida en que otros comunicadores conserven la cabeza en su lugar y opinen de manera independiente, sin dejar de lado sus sentimientos y opiniones sobre lo que es, a todas luces, un asalto a la familia, a los valores que le sirven de sustento, a la ejemplaridad de los padres y a la idea de mundo que algunos consideramos válida y digna de sobrevivir; aunque muchos opinantes preferirán ocultar su posición sobre los temas candentes para no comprometerse y se escudarán en una objetividad absolutamente cosmética, en el manejo de encuestas, por el temor a poner en evidencia su manera de pensar y hacerse responsables de ella. Después de todo, el no-compromiso también es una posición, pero cabe recordar que no hay ciencia sin conciencia.

Aunque estamos en un país donde la justicia y la razón se conceden al mejor postor, resulta útil reflexionar sobre el destino posible que compartimos los habitantes de esta nave llamada México. El timón no lo pueden llevar los vendedores de espejitos y cuentas de colores, los engañabobos, los demagogos de siempre, los enanos mentales que venden hasta el apellido si hubiera alguien que se los compre. Si de ellos depende la oferta, recuerde que de usted depende la demanda.

En todo caso, cambie de canal o apague la tele o el radio, tome un libro y dedíquese a imaginar, a reconstruir la trama, a ponerle colores a los paisajes, profundidad a los diálogos, y sea el arquitecto de su propio entorno familiar. Conviértase en maestro, enseñe a sus hijos a mandar a la porra lo que sea estúpido, ilógico y ridículo. Revise con ellos el material de la escuela, enséñeles a interpretar los textos, señale el trasfondo de las omisiones, las exageraciones, los errores no tan involuntarios, la trama babeante de la enajenación formalizada por el gobierno en turno. Sea independiente y aprenda a disfrutarlo y, sobre todo, comprométase con su propio futuro.

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