Aparece una nota en El Imparcial (2-09-2009) que llama poderosamente la atención: Da juez auto de libertad a Noriega Soto, quien como usted recordará, la madrugada del 15 de marzo atropelló con su auto una carpa de campaña en Bahía Kino en la que dormían Denisse Fimbres Óquita y Víctor Quirós Beltrones acompañados de su mascota canina, matando a los tres.
Los detalles los puede ver en la oportuna nota de Arturo Cano publicada en el periódico La Jornada el día 19 de junio: http://www.jornada.unam.mx/2009/06/19/index.php?section=politica&article=011n1pol
Al respecto, Max Gutiérrez Cohen, presidente del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Sonora, explica que las familias de las víctimas del homicida culposo “le otorgaron el perdón”, y agrega que “el proceso concluye debido al desistimiento de la PGJE y no quedan antecedentes penales en su expediente”.
Con esto termina, a la luz de la conveniente facilidad de los juzgadores para olvidar los agravios cometidos por Fernando Noriega Soto, de 19 años, a bordo de un pickup Silverado 2008 en pleno festejo alcohólico esa Semana Santa playera, un proceso que se derivó del hecho que le costó la vida a una pareja enamorada. La legalidad está en venta y la justicia apenas se repone de la juerga que corre, en compañía de los vástagos de las respetables familias sonorenses, por los lugares de moda y las miserias de siempre.
Los padres que mueven cielo, mar y tierra con tal de que sus junior no paguen por los delitos cometidos se ven representados por el empresario socio fundador de Lanix, en una trama en la que participan desde simples policías patrulleros, peritos médicos con mano temblorosa a la hora de medir el alcohol en la sangre (¿azul?) de los presuntos, agentes del ministerio público y jueces comprensivos, además de sacerdotes chingüengüenchones que con espíritu clasista recomiendan a los feligreses de clases modestas perdonar las culpas de los hijos de los señores del billete, benefactores sin duda de la educación privada al servicio de los valores que la sociedad, aunque desigual, debe asumir como propios.
Las marchas por la justicia, ante la nubecilla de impunidad que flota en el ambiente sonorense y las proclamas por la conducción vehicular responsable, son ahora parte de la experiencia colectiva que nos hace ser más humanos, más conscientes de que, como comunidad, tenemos que convivir tiburones y sardinas; los compadres del gobernador y los compadres de Juan Pérez, no son iguales, pero ambos se reputan ciudadanos de pleno derecho, hasta que la ley representada por las autoridades que se motejan competentes se aplica al gusto del cliente, porque en este mundo, del tamaño del sapo depende la pedrada.
Desde la Semana Santa de 2009, hasta la fecha, se pueden contar los desaguisados legales, la comodidad de la justicia a domicilio, las enormes distancias entre los vericuetos de la acreditación formal y legal de delitos y la verdad y realidad cotidiana que de una u otra manera padecemos todos. La prensa nos informa la buena nueva, el perdón legal de los pecados mortales que se cometen al pasar por encima de dos seres humanos (y un can acompañante) que no calificaron para la persecución de oficio de un delito: homicidio culposo. Triunfa, al parecer, el diálogo y la concertación y los buenos oficios de los gestores del perdón dominical, la valoración social de los apellidos, la cuenta corriente y las salvedades que se estilan en eso de dar a conocer por los medios de información de importancia local, las manchitas y arrugas en el ropaje de los pirrurris que, andando el tiempo, postularán a cargos de importancia estatal o municipal.
El futuro se construye tomando en cuenta el daño moral y de imagen que puede ocasionar algo tan cotidiano como emborracharse a bordo de un auto de lujo, estar en la vida loca y pasar por algo que es blando, suena bofo aunque crocante y echa un líquido viscoso de color rojo. Las fuerzas concesionarias de la moral y las buenas costumbres están obligadas a que las manchas resultantes no se instalen en reputaciones florecientes, que para eso están los pobres, los usuarios de guarderías subrogadas, los sujetos inmorales (Bours dixit) que para todo pegan de gritos, como si fueran iguales a sus presuntos ofensores.
La justicia de lavanda inglesa reconoce como su lugar natural los salones refrigerados y la sofisticación del ocio motorizado vacacional, lo que excluye la periferia citadina, las barriadas en donde se vive y se muere sin tocar, ni de lejos, los beneficios de una ciudadanía secuestrada, manipulada, deformada por las gentes de bien, por los comensales en las mesas del poder. Los abusos, agresiones, asesinatos y otros desahogos de juventud son pecados menores cuando los apellidos actúan como criterio de exclusión. Cabe recordar que no es lo mismo ser frecuente en las páginas de “sociales” que en las de la nota roja.
El perdón farisaico es un bálsamo caro y de prestigio, en cambio la absolución producto de la restitución del daño y del arrepentimiento, resultan demasiado triviales para los que pueden comprar cerveza y justicia, en un solo paquete. ¿Para qué hablar de legalidad, siendo cosa de simples ciudadanos, de gente menor y no de cualquiera, rico o pobre, en la utopía de la igualdad ante la ley donde la moral no existe?
En Sonora, basta con declarar que “nada ni nadie por encima de la ley”, para que sea real, independientemente de la aplicación estricta de la misma. Del dicho al hecho hay, como queda demostrado, mucho trecho.
Los detalles los puede ver en la oportuna nota de Arturo Cano publicada en el periódico La Jornada el día 19 de junio: http://www.jornada.unam.mx/2009/06/19/index.php?section=politica&article=011n1pol
Al respecto, Max Gutiérrez Cohen, presidente del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Sonora, explica que las familias de las víctimas del homicida culposo “le otorgaron el perdón”, y agrega que “el proceso concluye debido al desistimiento de la PGJE y no quedan antecedentes penales en su expediente”.
Con esto termina, a la luz de la conveniente facilidad de los juzgadores para olvidar los agravios cometidos por Fernando Noriega Soto, de 19 años, a bordo de un pickup Silverado 2008 en pleno festejo alcohólico esa Semana Santa playera, un proceso que se derivó del hecho que le costó la vida a una pareja enamorada. La legalidad está en venta y la justicia apenas se repone de la juerga que corre, en compañía de los vástagos de las respetables familias sonorenses, por los lugares de moda y las miserias de siempre.
Los padres que mueven cielo, mar y tierra con tal de que sus junior no paguen por los delitos cometidos se ven representados por el empresario socio fundador de Lanix, en una trama en la que participan desde simples policías patrulleros, peritos médicos con mano temblorosa a la hora de medir el alcohol en la sangre (¿azul?) de los presuntos, agentes del ministerio público y jueces comprensivos, además de sacerdotes chingüengüenchones que con espíritu clasista recomiendan a los feligreses de clases modestas perdonar las culpas de los hijos de los señores del billete, benefactores sin duda de la educación privada al servicio de los valores que la sociedad, aunque desigual, debe asumir como propios.
Las marchas por la justicia, ante la nubecilla de impunidad que flota en el ambiente sonorense y las proclamas por la conducción vehicular responsable, son ahora parte de la experiencia colectiva que nos hace ser más humanos, más conscientes de que, como comunidad, tenemos que convivir tiburones y sardinas; los compadres del gobernador y los compadres de Juan Pérez, no son iguales, pero ambos se reputan ciudadanos de pleno derecho, hasta que la ley representada por las autoridades que se motejan competentes se aplica al gusto del cliente, porque en este mundo, del tamaño del sapo depende la pedrada.
Desde la Semana Santa de 2009, hasta la fecha, se pueden contar los desaguisados legales, la comodidad de la justicia a domicilio, las enormes distancias entre los vericuetos de la acreditación formal y legal de delitos y la verdad y realidad cotidiana que de una u otra manera padecemos todos. La prensa nos informa la buena nueva, el perdón legal de los pecados mortales que se cometen al pasar por encima de dos seres humanos (y un can acompañante) que no calificaron para la persecución de oficio de un delito: homicidio culposo. Triunfa, al parecer, el diálogo y la concertación y los buenos oficios de los gestores del perdón dominical, la valoración social de los apellidos, la cuenta corriente y las salvedades que se estilan en eso de dar a conocer por los medios de información de importancia local, las manchitas y arrugas en el ropaje de los pirrurris que, andando el tiempo, postularán a cargos de importancia estatal o municipal.
El futuro se construye tomando en cuenta el daño moral y de imagen que puede ocasionar algo tan cotidiano como emborracharse a bordo de un auto de lujo, estar en la vida loca y pasar por algo que es blando, suena bofo aunque crocante y echa un líquido viscoso de color rojo. Las fuerzas concesionarias de la moral y las buenas costumbres están obligadas a que las manchas resultantes no se instalen en reputaciones florecientes, que para eso están los pobres, los usuarios de guarderías subrogadas, los sujetos inmorales (Bours dixit) que para todo pegan de gritos, como si fueran iguales a sus presuntos ofensores.
La justicia de lavanda inglesa reconoce como su lugar natural los salones refrigerados y la sofisticación del ocio motorizado vacacional, lo que excluye la periferia citadina, las barriadas en donde se vive y se muere sin tocar, ni de lejos, los beneficios de una ciudadanía secuestrada, manipulada, deformada por las gentes de bien, por los comensales en las mesas del poder. Los abusos, agresiones, asesinatos y otros desahogos de juventud son pecados menores cuando los apellidos actúan como criterio de exclusión. Cabe recordar que no es lo mismo ser frecuente en las páginas de “sociales” que en las de la nota roja.
El perdón farisaico es un bálsamo caro y de prestigio, en cambio la absolución producto de la restitución del daño y del arrepentimiento, resultan demasiado triviales para los que pueden comprar cerveza y justicia, en un solo paquete. ¿Para qué hablar de legalidad, siendo cosa de simples ciudadanos, de gente menor y no de cualquiera, rico o pobre, en la utopía de la igualdad ante la ley donde la moral no existe?
En Sonora, basta con declarar que “nada ni nadie por encima de la ley”, para que sea real, independientemente de la aplicación estricta de la misma. Del dicho al hecho hay, como queda demostrado, mucho trecho.
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