La humilde familia llegó con paso lento, como imaginando ser parte de un ritual sagrado, con la sencillez de quien es auténtico y no se fija en la aprobación o reprobación de los demás para hacer lo que cree correcto. Los pasos seguros reflejaban una respetuosa determinación que matizaba el dolor solidario que sentían por los muchos niños que murieron en la guardería ABC de Hermosillo, por las muchas familias que fueron despojadas del hijo, el sobrino, el nieto, el hermano o la hermana ahora sepultados bajo la frialdad del gobierno, bajo los reflectores distractores y las abundantes explicaciones, recriminaciones, declaraciones, evasiones y dilaciones al ejercicio de la ley, por las respuestas no dadas al reclamo simple de justicia.
Los ojos atentos y humedecidos por una pena largamente instalada y sin reposo, permitían asomar un destello de furia, de indignación ciudadana, de rechazo a la podredumbre oficial que protege culpables y que busca chivos expiatorios, dejando sin castigo a la negligencia hoy de todos conocida, a la codicia llevada a extremos criminales que depreda, manipula, finge y pretende engañar a todos pero que, en realidad, no convence a nadie. El gobierno neoliberal de Calderón y de Bours son reos de negligencia criminal y de voracidad sin límites.
La familia se paró frente al improvisado altar que la buena voluntad erigió en la Plaza Zubeldía, y atrás se dejaba ver un monumento hecho de cilindros y de memoria luctuosa, rodeado de muchos pares de zapatitos, botitas, chancletas, entre otros ejemplares de calzado que jamás otro niño volverá a usar, como jamás se verán en ellos otros raspones ni serán manchados de polvo o lodo en juegos infantiles que se fueron para siempre y que ahora son despojos memoriosos de otros juegos, de otras circunstancias, de pequeñas vidas que fueron promesa, posibilidad, esperanza y orgullo paterno.
Cruzando la calle, las escalinatas del museo de la Universidad sirven de asiento de muchas veladoras que son encendidas por visitantes que llegan cuando cae la noche, cuando los recuerdos adquieren una dimensión fantasmagórica, cuando la memoria repasa los acontecimientos del día y la tristeza ejerce las funciones de ser el puente, el lazo que une a muchas gentes y crea un espacio común de silencio en el tráfago citadino, en la furiosa carrera hacia el semáforo, en la neurosis de cruzar la calle, de huir hacia los espacios más abiertos de otra memoria y otros muertos.
El espacio luctuoso entre el Museo y Biblioteca y el Campus de la Universidad de Sonora, es lugar de visita de hermosillenses de los estratos socioeconómicos más variados, aunque quizá sea más preciso decir que se trata de personas de condición modesta, cercana al dolor de la pérdida de un menor a cargo de una guardería instalada en cualquier bodega, con funciones de almacenaje de infantes mientras los padres trabajan para algún patrón con cuotas al corriente en el Seguro Social, en una puesta en escena que sirve para demostrar estadísticamente que los trabajadores y sus familias gozan de la protección de un Estado que subroga sus obligaciones bajo el amparo de las leyes del mercado.
Los humildes trabajadores que dejaron a sus hijos ese día 5 de junio para ir a trabajar, salieron confiados de que los volverían a ver al final de la jornada, que ese día sería igual al anterior, que nada alteraría la dinámica familiar y que su pobreza y desprotección simulada por la política de privatizaciones neoliberales, sería igual que siempre. Pero nada les garantizaba que esa monótona mañana no sería alterada; que los pendones de propaganda política llamando a votar por el PAN o por el PRI se sacudirían por otros vientos, que el discurso de los candidatos dejaría de tener las cualidades enervantes que magnifica el dinero y los espacios privilegiados, que su contenido sería otro, alterado por la realidad, por ese aterrizaje violento, abrupto, terrible que se define por la tragedia de muchos, gracias a la voracidad criminal de algunos.
En la plaza Zubeldía, la visita concluye. La familia proletaria regresa a su hogar, con la memoria dolida y el alma exhausta. Al alejarse, resuena el reclamo que el pueblo lanzó con gritos y pancartas frente a palacio de gobierno: ¡Asesinos, asesinos, asesinos…! La razón exige lo que el derecho parece evadir en estas circunstancias: La renuncia inmediata del gobernador, del presidente municipal, de los funcionarios federales y locales que son, salvo prueba en contrario, cómplices del asesinato de los niños, por la negligente voracidad de un gobierno y un sistema que debe terminar.
La noche cae en Hermosillo, pero la paz no llega ni el recuerdo deja de atenazar el corazón de los ciudadanos, altamente ofendidos, arteramente traicionados por el gobierno de Calderón, de Bours, de Gándara, de los ricos y súper-ricos a la sombra del poder público. La convicción de que deben renunciar a sus cargos es, por ahora, la expresión de lo menos que pueden hacer por el pueblo. ¿Pudieran regalarnos esta noticia hoy, o mañana temprano, por favor?
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