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viernes, 23 de diciembre de 2011

La cena de Nochebuena

Desde luego que las cenas navideñas son una tradición que se debe preservar. Lo malo es que las condiciones generales de la economía hacen selectiva la práctica y definen dos tipos de asiduos: los que se quedan chiflando en la loma y los privilegiados que cenan. Entre estos últimos podemos encontrar los que trabajosamente lo hacen y los que cuentan con facilidades dignas de generar la envidia de muchos. Como toda clasificación, seguramente usted tiene una mejor, pero por lo pronto nos quedamos con ésta.


La expresión “chiflando en la loma” revela carencias que son señaladas como extremas, es decir, que no se cuenta con recursos, que no es posible realizar alguna actividad supuestamente accesible. Chiflar en la loma significa no poder.

Los que se quedan chiflando en la loma. Considerando el éxito de la economía calderonícola, cada vez más familias dejan de preparar la cena navideña con los platillos dispuestos por la tradición, con lo que el atraso económico impacta y determina los usos y costumbres del pueblo. Así, pasamos de lo económico a lo cultural, en una transformación que interesa al aparato digestivo a la vez que a la autoestima. Al reducir el margen de maniobra económico, la gente se ve forzada a disminuir la cantidad y la calidad de los productos afectando la oferta de los mismos y evitando el mantenimiento de niveles operativos de las empresas al disminuir la demanda, lo que eventualmente se traduce en recortes de personal y ruina del negocio.

Si tomamos en cuenta la disminución en términos reales del salario y el incremento de los costos de los alimentos, por encarecimiento de los insumos y aumento de los gastos de trasporte, entre otros, la cena navideña se convierte en un lujo, lo que traducido políticamente es un mecanismo de exclusión que dibuja la línea entre ciudadanos de primera y de segunda. Es obvio que el choque emocional de no tener recursos para celebrar conforme ciertos patrones culturales, genera una sensación de minusvalía que no se supera en forma inmediata, sino que se puede traducir en una visión rencorosa de la situación que afecta a cada vez más.

Considerando que la cena de navidad no es solamente la satisfacción de una necesidad física sino que tiene una gran carga afectiva y religiosa, la privación o limitación redunda en perjuicio de una cierta manera de ver la vida de acuerdo a valores considerados trascendentes.

Los privilegiados que cenan. La cena navideña es una tradición que une a la familia y permite la generosidad en el compartir alimentos y bebidas, así como los obsequios personales que conllevan los mejores deseos acerca del progreso ajeno y el placer de compartir los logros del año. Son momentos de alegre convivencia cuya base indiscutible es materializada en los bienes compartidos en torno a una mesa que nos iguala y reúne, que refrenda los lazos familiares y alienta la solidaridad. Sin duda las viandas compartidas son una parte sustancial en la atmósfera navideña.

Los que trabajosamente cumplen con la tradicional cena y reunión familiar están al límite de sus posibilidades de sostener algo que se torna oneroso, cada vez más difícil de alcanzar debido a los factores externos ligados al costo de la vida. El efecto emocional de esto desdibuja los buenos deseos y la generosidad que la temporada inspira, además de los reclamos publicitarios que nos hacen actuar orientados al consumo. El caer en el razonamiento de que el ingreso no es suficiente y que hay que limitar los gastos, obliga a recortar parcelas de convivencia difícilmente sostenibles, lo que genera desazón y un sentimiento de pobreza que se recrudece en la medida en que visualizamos la diferencia entre lo que tenemos y lo que necesitamos.

En cambio, los que cuentan con facilidades para celebrar tienen como primera respuesta la envidia de muchos. Lo anterior se debe a que como sociedad se tiende a la abstracción y a la generalización dentro de una determinada categoría de fenómenos. Son los ricos y los pobres, los que tienen y los que no.

En una sociedad donde la pobreza tiende a generalizarse, es obvio que la capacidad adquisitiva que permanece incólume ante la baja de los salarios y el aumento de los precios despierte cierta animosidad. Cuando hay carencias se afecta la moral pública y la ética personal, así que deja de haber “envidia de la buena” para quedar simplemente en envidia que corroe las entrañas y busca alguna forma de resarcimiento. Como la necesidad carece de reglas o leyes, la criminalidad aflora y se extiende hasta llegar a ser una conducta socialmente predominante. El crimen organizado o no es una respuesta esperada cuando las oportunidades se esfuman y la sociedad es excluyente.

Se puede concluir que la cena navideña también expresa en su realización las contradicciones sociales que el mercado no puede ocultar sino que las estimula y magnifica. Las viandas compartidas son una promesa de trascendencia espiritual y al mismo tiempo el germen de las transformaciones sociales, por lo que no se puede separar el cuerpo del alma, el cerebro del pensamiento que nos permite conceptualizar y establecer la diferencia entre el bien y el mal, en tanto expresiones conductuales ligadas a nuestra práctica cotidiana.

La miseria de un pueblo difícilmente tendrá por fruto la manifestación de la solidaridad, el respeto, la sana convivencia y el respeto a las leyes, sino el egoísmo más primitivo, la lucha por la sobrevivencia y el empobrecimiento de la espiritualidad. En consecuencia, le deseo que pueda cenar en la nochebuena y así gozar de las lecciones de generosidad de la navidad.

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