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jueves, 28 de abril de 2011

Que la gente se muere

Ayer por la noche me enteré en una plática casual con un familiar que mi amigo Fernando (Quito) Preciado Ibarra, había muerto. Al parecer tenía cáncer. La última vez que lo vi fue hace cinco años, en una visita que me hizo debido a que tenía vacaciones en su trabajo y había venido a su ciudad natal a pasar unos días visitando familiares y amigos. Tanto de los primeros como de los últimos el número se había reducido por razones de edad, enfermedad o cambio de domicilio. La ciudad de Hermosillo había cedido espacios al olvido gracias a la tenacidad de las administraciones municipales que prefieren el derrumbe a la restauración, la novedad a la historia, la uniformidad a los rasgos que cimentan la memoria y resaltan recuerdos, voces, olores, situaciones y mecanismos de identificación e identidad compartida, de suerte que la visita esporádica a la fuente de la memoria familiar encontraba el panorama cada vez más despoblado, la tierra más reseca, los rostros más desdibujados y la nostalgia cada vez más ayuna de referentes tangibles.


El traslado desde Maywood, California a nuestra ciudad significaba, en todo caso, una inmersión a su propia memoria, al significado profundo de sus vivencias, al rescate de girones de vida que quedaron abandonados en alguna cuneta existencial, en algún recodo del camino en pos de una vida digna de ser vivida. 40 años atrás, mi casa fue el refugio del joven migrante ilegal en su última noche hermosillense. El nuevo día supo a carretera, a escape de autobús, a ilusiones de empleo e ingreso más allá de la frontera. El “otro lado” le dio empleo, familia, viudez, un nuevo comenzar y los hijos que ahora hablan español como segundo idioma. Allí escribió un nuevo capítulo de la larga saga del “sueño americano”, con faltas de ortografía, con manchas en el papel, con angustias procesadas en el Moulinex de la cotidianidad del ilegal, con la paciencia y el tesón del que sabe dejar correr el tiempo mientras ahorra. El empleo y el ingreso se vio coronado con la ciudadanía que se consigue luchando y concediendo parcelas de identidad negociadas mediante los mecanismos de adaptación al american way life. Logró el reconocimiento laboral y el tiempo de retiro en una empresa productora de carnes frías. Su ciclo familiar estaba completo al llegar a ser abuelo. Un abuelo orgulloso y satisfecho.

Parecen más que lejanos aquellos días en que la Zapatería La Indita, vecina de la Librería Excélsior de Edel Castellanos y ubicada frente a la Botica El Elefante donde despachaba Rubén Mario Serrano, formaban parte de nuestro recorrido de secundarianos. La calle Matamoros, Serdán, Rosales, el Boulevard Rodríguez y el rumbo de Catedral y las calles del Centenario significaron coto de caza juvenil, universo por explorar y conquistar, ocupando el lugar de referencia principal la Escuela Secundaria de la UNISON convertida en escenario académico y en espacio lúdico de los años sesenta. Del edificio de la secundaria al Gimnasio Universitario, del Paty Queen a los talleres de Artes y Oficios, del Cerro de la Campana a Villa de Seris, se trazaban las rutas de la aventura cuando prófugos de las aulas nos íbamos a “dar la vuelta” con cargo a la asistencia escolar y con abono a nuestra autoestima adolescente. Hermosillo era generoso espacio de diversión sin los riesgos que ahora entrañan las exploraciones nocturnas.

Éramos una parvada inquieta y divertida que navegaba entre el deporte y la vagancia, entre el respeto a los adultos y la afición por las fiestas y la búsqueda de la chica que pudiera protagonizar nuestros sueños. La “mano sudada” y las fórmulas de cortesía y el cuidado de la apariencia tenían como punto de convergencia los noviazgos de temporal y la magnificación de los logros, reales o virtuales, entre los camaradas de aventuras. La novia era, siempre, la noviecita santa, la Dulcinea de cada caballero de la triste figura en que nos convertíamos en las interacciones con el sexo opuesto. De la duración del romance no se puede hablar mucho, porque la inconstancia del adolescente obliga a la mudanza y a la generación de su propia fecha de caducidad. Pero la vida era bella y fluía por los canales de la armonía familiar.

Fernando se enamoró de una gentil muchacha que trabajaba en la Zapatería Varela, ubicada en la esquina de Yáñez y Yucatán. Dejó la escuela, se fue al otro lado, vino por su prometida y fundó una familia allende la frontera, en otro país que, aunque vecino, significa otra vida y otra manera de entenderla. Creo que fue feliz. Descanse en paz, y con él ese sentimiento de ausencia, de desesperanzada certidumbre ante la muerte de un amigo entrañable y un magnífico ser humano.

1 comentario:

Unknown dijo...

Yo soy Miriam, la hija mayor de Fernando Preciado Ibarra, mejor conocido como "Quito" en Hermosillo, Sonora. Me dio mucho gusto encontrar este artículo que habla de mi "papi" con mucho respeto y nostalgia. Lo encontré al muy poco tiempo después de que él murió, hace tres años, pero hasta hoy tengo el valor de hacer este comentario. Me encantó leer sobre su vida adolescente que vivió junto sus amigos durante una época de su vida del que a él le gustaba compartir con nosotros, sus cuatro hijos. Nos encantaba oír sus aventuras que vivió con sus amigos, a quienes conocíamos de nombre a través de sus historias. Al ver quién había escrito el artículo, pronto reconocí el nombre de su estimado amigo, del que mi papá recordaba con mucho cariño como "Arredondo". Nunca lo conocí en persona, pero su nombre, al igual a los de sus otros amigos de adolescencia, como "el Ruben Mario", siempre fue pronunciado en nuestra casa, como si fuera amigo del que personalmente conocíamos y que frecuentaba nuestro hogar. Mi papi sí fue feliz al lado de mi mamá, Irma, que en paz descanse. De ese hermoso matrimonio nacieron 3 hijos, 2 niñas y un niño: Miriam, Cynthia, y Fernando. Fuimos felices por poco tiempo, hasta que recibimos un golpe de la vida demasiado fuerte y triste: la muerte de nuestra mamá, el amor de su vida, a su corta edad de 31 años, la misma edad de él. Mi papá sufrió mucho su muerte. Yo solo tenía 5 años, Cynthia 2, y Fernando 5 meses cuando pasó esta desgracia, pero lo recuerdo tan vivamente. Vi a mi padre sufrir y llorar por su "Chiquis". Realmente no sé de dónde sacó las fuerzas para seguir adelante, porque él quedó destrozado después de la inesperada muerte de mi mamá. Con el tiempo y la rutina del trabajo él logró sacarnos adelante. Su cara siempre mostraba rasgos de su tristeza y sufrimiento y su pelo empezó a mostrar unas canas a su joven edad. Siempre fue muy cumplido y responsable en su trabajo nocturno. Él no faltaba al trabajo, aunque estuviera enfermo con alta calentura o sufriera de sus dolores de cuerpo causados por el frío de la compañía. Su dedicación al trabajo era única. Nunca nos faltó nada. Después conocíó a la mujer quien fue su segunda esposa, Emilia. Con ella formó un hogar y de ese matrimonio llegó Luis Eduardo, su cuarto hijo. A través de los años, nuestro padre, "Quito", siempre nos inculcaba que teníamos que estudiar una carrera universitaria, ya que ese fue su sueño que no cumplió. Siempre decía que cada navidad él lloraba, por no haber terminado su carrera. Yo, desde entonces, me propuse a ser buena estudiante y cumplir el sueño que él no pudo cumplir. Lo logré y fui la primera en mi familia de graduarme de una universidad: University of California Riverside. En mi graduación, él era el padre más orgulloso presente, al igual cuando me gradué al cumplir mi maestría. Luis, el hijo menor, siguió otro camino. El también quiso cumplir otro sueño que nuestro papi tuvo de joven: ser militar. Mi hermano ingresó al ARMY. Tuvo experiencias en diferentes partes del mundo, como Alemania, Bosnia e Iraq. Tuvo la oportunidad de también estudiar una carrera en Westpoint. Aun sigue su carrera en la milicia como capitán y pronto cumplirá otro sueño de nuestro papi: estudiar leyes. El "Quito" también fue abuelo. Tenía siete nietos que lo hicieron muy feliz. Después de morir nacieron dos más, que desde el cielo él ve. A través de sus hijos y nietos nuestro papi aun vive. Tal vez él no pudo cumplir sus propios sueños, pero sus hijos lo honoran a él cumpliendo lo que él no pudo. Es un orgullo para nosotros haberlo tenido como padre, y aunque se nos fue muy pronto, siempre lo tenemos presente en nuestros recuerdos y corazones. Gracias, Sr. Arredondo por haber escrito este artículo de mi papi. Él no fue perfecto, pero estoy de acuerdo con usted, él fue un magnífico ser humano. Y por favor, perdone mi español de segundo idioma. ;)
Miriam Preciado