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domingo, 24 de julio de 2016

Comisión federal de apagones

                                                 “La moda, es decir, la monotonía del cambio” (Unamuno).

La famosa e inefable CFE, empresa de clase mundial (sic), anuncia a sus clientes cautivos de Sonora y Sinaloa que suspenderá “dependiendo de la demanda” la provisión del fluido eléctrico para evitar daños por sobrecarga a la red noroeste. Es decir, Hermosillo, Guaymas, Cd. Obregón y Navojoa dejarán de tener “luz” cualquier día y hora de la semana, a fin de evitar “daños” en la red, pero como los cortes son profilácticos sólo serán de 20 minutos, según afirma la “empresa productiva” al borde de un ataque de anemia trasnacional, no sin antes ofrecer disculpas “por las molestias que esta situación puede provocarles”.

Es claro que los cortes de energía son una especie de daño colateral necesario y obligado por la simple razón de que de alguna manera se tienen que visualizar las ventajas de la Reforma Energética, sin dejar del todo claro si éstas son para las trasnacionales del tipo Iberdrola, o si lo son para las empresas antes nacionales que producían bienes y servicios públicos bajo los supuestos de cobertura, calidad, generalidad y continuidad.

Como quiera que se vea, la CFE disminuye su capacidad productiva en aras de crear espacios de participación, competencia y ganancia a las empresas nuevas que ingresan en el mercado eléctrico nacional una vez que se declaró como una simple broma histórica la nacionalización de la electricidad por Adolfo López Mateos en 1960. Desde que el país ingresó a la modernidad, entendida como la serie de medidas necesarias para achicar el Estado mexicano en beneficio de las trasnacionales extranjeras, los esfuerzos por ceder y conceder servicios y recursos al capital extranjero y reforzar la dependencia en sectores antes considerados estratégicos para el desarrollo, se ha convertido en el dogma de fe neoliberal que cada gobierno emanado del PRI-PAN debe seguir al pie de la letra.

En ese sentido, la mentalidad nacional debe cambiar y abrirse a las modas, deseos, caprichos, inclinaciones y perversiones externas, para crear una base de entendimiento que inspire confianza a los inversionistas y replantee las prioridades nacionales: ayer era el crecimiento y desarrollo agrícola e industrial, la soberanía alimenticia, la distribución del ingreso y la seguridad social como factores de progreso y estabilidad política, mientras que ahora lo son la desnacionalización y privatización de la producción, la educación, la salud, la seguridad y los servicios públicos; el matrimonio igualitario, la intervención de organismos extranjeros en la administración de justicia y los cada vez más curiosos criterios de constitucionalidad de las normas.

Por ejemplo, para el mexicano promedio debe quedar claro que la reforma educativa es “la que el México del siglo XXI necesita”, y que los maestros “son delincuentes” si por alguna razón manifiestan algún tipo de inconformidad ante la amenaza de ver evaporados sus derechos laborales. La palabra mágica “evaluación” debe ser suficiente para persuadir a todo mundo de que la calidad que se persigue bien puede estar lejana de los objetivos puramente académicos, pero cercana a la domesticación laboral y a las infinitas emociones de ser un trabajador tan desechable como prescindible, tan sustituible como criminalizable.

En otra dimensión del modelo trasnacional de transformación social aplicado a México, a nadie debe extrañar y menos cuestionar el mensaje que llevan programas de televisión como “De Charlie a Carli”, “Un marido y cuatro esposas”, “Trans-historias” o “Mis cinco esposas”, surtidos con festivo desparpajo por TLC-Discovery. Es obvio que la familia mexicana y sus valores tradicionales pueden lucir avejentados ante las novedades de la reingeniería familiar y social impulsada por el mundo anglosajón y sus intereses económicos, de suerte que el gobierno se empeña en hacer pasar de la tele a la realidad nacional los supuestos esenciales de la apertura comercial y conductual que el sistema financiero internacional espera y demanda.

¿Qué sería de México si conservara sus principios y valores? ¿Qué pensarían los gringos ante la resistencia nacional de modernizar la familia? ¿Los gringos podrían soportar la decepción de tener por vecino un país con dignidad y alta autoestima? Igualmente, malo sería sostener la provisión de bienes y servicios estratégicos bajo el control total o mayoritario estatal e impulsar un modelo de desarrollo propio, basado en nuestros recursos, la experiencia y pertinencia de las instituciones y en la productividad nacional, para poder desarrollar nuestra industria y competir en mejores condiciones.

Como quiera que sea, los apagones de la CFE nos advierten de los costos de no reinvertir en infraestructura y tecnología y ceder los espacios comerciales más jugosos a las empresas trasnacionales. En este contexto, la visión de mundo y realidad debe ser complementaria a la subordinación política y económica, por lo que resulta lógica la reforma educativa y la compulsiva promoción de la diversidad sexual como objetivo incuestionable del nuevo estado mexicano. Por un lado, se tiene la claudicación del Estado en sus obligaciones constitucionales y, por otro, una labor legislativa que garantiza la subordinación nacional ante los imperativos económicos, políticos y culturales extranjeros.

Se podrá alegar que en México falta una cultura de tolerancia, pero en ningún momento se trabaja para lograr condiciones de equidad entre el medio urbano y el rural, y entre los ricos y la serie de capas sociales que estratifican la miseria. La pobreza es considerada como un mal endémico que a nadie debe extrañar, de suerte que su “normalidad” no es objeto de cuestionamiento que amerite acciones firmes y de largo plazo, menos de vistosas marchas que exhiban pancartas, banderas y consignas contra lo que debiera avergonzarnos profundamente como sociedad. Nos conformamos con discursos y medidas asistencialistas, con becas y empleo temporal, con cursos de capacitación sin conexión con el mercado, con campañas mediáticas efímeras y de corte electorero.


Los apagones de la CFE son, en este caso, unas de las señales externas de una nación de precaristas recolonizada por el capital extranjero. Siendo así, ¿debemos sufrir pacientemente el calor y la abyección de ser una nación de simples consumidores de lo que renunciamos a producir, y pagar los costos de esa “modernidad”? ¡Un cuerno!

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