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jueves, 10 de mayo de 2012

¡Oh Julia!

Como para cualquier espectador, la tele resulta un lugar común y obligado por los apetitos lúdicos de los consumidores de imagen y sonido comerciales, debidamente empaquetados y ofrecidos por las compañías de primeros auxilios analógicos o digitales, que se convierte en refugio de corazones solitarios, de cerebros al borde de un ataque de conocimientos, de ocupaciones ilusorias y del dolce far niente. El domingo 6 de mayo no fue la excepción.

Normalmente la programación del fin de semana es plana, aburrida, repetitiva, hartante, soporífera, vacua y con un fuerte olor a déjà vu. Las limitadas opciones permiten a las neuronas descansar del trajín cotidiano, mientras que el espíritu tiende a marchitarse y se “achora”, se pone pachucho, tristón, languidece por falta de alimento y cae víctima de feas convulsiones donde la razón juega con los dados cargados de la imaginación. El espectáculo estelar era el “debate” entre los aspirantes a la presidencia de la república y el formato insinuaba una pasarela estática de tipo pavloviano, donde por cada pregunta vendría una respuesta que sería calificada por los medios de comunicación y cuyo testigo de calidad sería el auditorio sentado y expectante.

Con morbosa curiosidad muchos se acodaron en las mesas del comedor, cocina, o simplemente se desparramaron en el sofá, sillones, sillas, cojines o simples adiposidades corporales, con el fin de ver el primer asalto de un encuentro de máscara contra cabellera, donde podría haber insultos, recriminaciones, trapitos ventilados frente a cámaras como en cualquier reality show que se respete. La familia mexicana, llena de emoción y con los colores de su equipo en cuerpo, rostro y corazón, armada de frituras, tacos o comida rápida frente al televisor.

El espectáculo comienza con las palabras introductorias de una moderadora que informa acerca de los misterios del formato, la complejidad del juego de urnas y el orden de participación que en seguida resultó ser más aleatorio de lo que nadie se hubiera imaginado, los detalles del tiempo disponible y la presentación de los temas y subtemas. La introducción pasó rápido como si fuera sensible a su carácter de irrelevante y apareció una monada de mujer, sublime en su porte y con actitud de “hagamos como que no estoy en el escenario pero a que no pueden dejar de verme”: Julia Orayen.

Las miradas siguieron su altivo y sinuoso paso que llenó el escenario donde el telón de fondo eran cuatro personajes divididos en una opción nacionalista y una trilogía neoliberal, que develó al público los misterios del aprendizaje rápido de los lugares comunes, que suelen ser socorridos por la modorra cursilona del teleadicto promedio mexicano. López Obrador proyectó su malestar hacia el modelo neoliberal y la mafia que controla los mecanismos del poder en México; los otros, simplemente fueron variaciones de lo mismo: amenazas privatizadoras y continuismo apátrida.

Pero, no nos distraigamos. La bella actuó como catalizador de la misoginia imperante, de la absurda moralidad que niega lo que se ve y ofrece disculpas por hacerla evidente. La modelo hizo su trabajo y es imposible sostener la acusación de que trivializó lo que es, esencialmente, mediático. Julia, imponente, mostró lo que es la belleza latinoamericana, las maravillas de una juventud que luce lo que tiene, sin diseñadores de imagen, sin discursos acartonados, sin la disonancia entre lo que se es y lo que se quiere ser, sin argüir ser “diferente”, sin arrojar lodo al político desde la política, sin tareas cumplidas de teleprompter. Lució lo que es, a paso firme y con gracia.

Los berridos moralizantes de la parafernalia electoral oficial y los aspavientos del acartonamiento libresco que a veces da en llamarse “progresista”, lograron poner los reflectores de la enorme masa ciudadana en un detalle que bien pudo pasar inadvertido, o ser simple anécdota curiosa en la sobremesa de cualquier hogar mexicano, en el ameno cotorreo de cantina o en la antesala de cualquier dentista: la guapérrima edecán se llama Julia Orayen y es argentina, procede de una familia de exilados políticos y ha trabajado como playmate en la conocida revista del conejito.

El horror de tener contacto con un aspecto del mundo laboral nacional y ese submundo visual que nos divierte a solas, pero que no puede ser reconocido públicamente y menos en ese espectáculo de pornografía política llamado “debate”, llena las gargantas y concita afanes inquisitoriales. La hipocresía en su manual de lo políticamente correcto señala como falta grave a las buenas maneras la insinuación de un pecho femenino bien dotado. Ni qué decir de un vestido que marca el vértigo de las curvas rotundas de una feminidad en pleno uso de sus facultades. Entonces, en el México pitufo, ¿por qué no usan las mujeres en público alguna versión mexicana del burka (o burqa) islámica?

Los alaridos de moralidad onanista hacen pública la negación de la figura femenina, el esplendor de la belleza, la naturalidad de ser lo que se es, a contrapelo con la política basada en las apariencias, los gastos de asesoría de imagen, de diseño, de imposturas en la forma y en el fondo aunque, paradójicamente, los políticos que se disfrazan de progresistas a veces recurren a la defensa de lo que comercialmente se entiende por diversidad sexual, pero no resisten el peso de lo obviamente natural al verlo lucir espléndidamente en un escenario televisivo como fue el debate.

Los comentarios lacrimógenos y pueblerinamente críticos sobre la apariencia de la modelo, contribuyeron a magnificar algo marginal, será porque la sustancia del debate era muy pobre, o irrelevante, o puramente decorativa en una democracia que se muere por no ser, por estar sumida en la apariencia, en el hartazgo, en la modorra del ciudadano que dice no votar porque se ha dado por vencido, apaleado por un sistema que no tiene por qué durar más allá de este sexenio.

Lo natural sería hablar claro, mirar de frente y actuar de acuerdo a nuestras convicciones, a la necesidad de progreso y bienestar nacional. Votemos, entonces, por el cambio.

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