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jueves, 4 de agosto de 2011

Viendo llover y no mojarse

Hermosillo sufrió los embates de una lluvia fuerte y con granizo que desquició el tránsito y la vida citadina. El martes 3 de agosto me encontraba cómodamente instalado en conocido restaurante del centro, conversando con un amigo, cuando el meteoro azotó el pedazo de geografía donde me encontraba y provocó el cambio de tema en cada una de las mesas ocupadas por azorados comensales.


Minutos antes comentábamos sobre lo poco confiables de los pronósticos del clima, que señalaban que llovería. “¿Llover en Hermosillo?, ¡no es cierto!, nomás amenazan…” La certidumbre de estar frente a un rumor confirmado produce cierto malestar, como que reduce las posibilidades de estar haciendo afirmaciones climáticas con aires de sabelotodo.

La incomodidad de haber puesto en duda la adivinanza meteorológica pronto se transformó en jolgorio local: nadie resistió la tentación de levantarse y ver la calle convertida en alegre chapoteadero urbano. El agua corriendo por entre vehículos y peatones en una competencia a ver quién llega primero al desagüe inexistente, en una ciudad pensada al margen del clima y las circunstancias.

La precipitación del granizo puso la mota musical en los locales cuyos techos servían de blanco al inesperado bombardeo de hielo que, en trocitos, colmaba las aceras y practicaba el vandalismo en los vidrios de los locales comerciales. Los cristalazos fueron por causas naturales y no por las sociales que nos empeñamos en disimular.

Hubo que elevar el volumen de la voz para poder conversar acerca de lo fuerte del ruido provocado por la pedrea celestial, mientras que los meseros cambiaban de uniforme y se ponían el de empleados del aseo: las escobas, trapeadores y cubetas de plástico, azules, amarillas y anaranjadas, salieron al escenario a instrumentar su melodía vespertina, con el acompañamiento de los abanicos gigantes que palian el calor y hacen volar las ideas, las servilletas y la sensación de bochorno cuando la temperatura llega a los 47º grados.

La curiosa combinación de temperatura, lluvia y granizo, permite ampliar el campo de las especulaciones acerca de las bondades de plantar árboles “propios de la región” en vez de otros que produzcan sombra. Los camellones de los bulevares se ven poblados de cactáceas y la visión del desierto llegando a la garganta parece una constante que nos persuade de la poca cordura de las autoridades municipales, que se complacen en derribar árboles adultos de espléndido follaje o cambiarlos de lugar para que pronto se sequen.

De repente pasa por la acalorada cabeza de alguien el recuerdo de que la ciudad ha crecido sin orden ni concierto, a la brava, gracias al impulso de la especulación, de ganarle terreno a huertas, acequias y áreas verdes (la destrucción del Parque de Villa de Seris es un ejemplo reciente) en aras del “progreso” y la “modernidad” que atraen inversiones y abren posibilidades de empleo. También se consideran los datos de que en la ciudad no se respetan las más elementales normas del urbanismo: tenemos déficit de áreas verdes que el propio gobierno se ha encargado de aumentar.

Pero las remodelaciones a las plazas públicas siguen consistiendo en la eliminación de zacate, árboles y otros vegetales. Las planchas de cemento revisten la tierra y la permeabilidad que pudiera recargar los mantos acuíferos deja de existir porque no sale en la foto. El ornato frío y desangelado espanta a los limpiadores de calzado, quienes dejaron de tener un modo honesto de vivir y se declaran parias del Jardín Juárez, gracias a los cajones de plástico donde algún vivillo supuso que el trabajo de asear el zapato ajeno debía estar debidamente almacenado.

Los hermosillenses de los años 50, 60 y 70 deben recordar la frondosidad de los árboles del Centenario, Rosales, la Plaza ahora llamada Zubeldía, entre otros espacios que embellecían la ciudad y mejoraban en mucho su aspecto, y comparar con la perversidad ecológica que sufrimos entre chorros de sudor y mareos por hipertermia.

Y para que los males sean mayores, carecemos de agua corriente. Se condiciona su consumo a los más mientras que los menos gozan del líquido bajo el supuesto de la generación de empleo: como no existe idea de lo urbano, las autoridades se conforman emitiendo de vez en cuando alguna perogrullada sobre el agua que Hermosillo tendrá en el futuro, pero sin cambiar en lo esencial el criterio de su uso y distribución que nos ha llevado al extremo de privilegiar las empresas en vez de los hogares.

Mientras tanto, la lluvia cae con menor intensidad, hasta quedar convertida en una coladera que agota sus reservas convertidas en riachuelos menguantes cuya misión principal es la de salpicar a los transeúntes al paso de los vehículos, enlodar zapatos y oprimir una vez más el botón de los recuerdos de aquello que fue la Ciudad de los Naranjos.

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