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martes, 13 de abril de 2010

Mensajes de texto

Las autoridades del registro telefónico insisten en que cada ciudadano teléfono-habiente debe registrar sus datos. En primera instancia en las líneas saturadas del sistema Renaut, en segunda, a través de los oficios de las concesionarias que abrieron una línea especial para tales propósitos. Telcel ha decidido colaborar con las autoridades y suspender el servicio parcialmente a quienes no hayan cumplido, en tiempo y forma, con el trámite, permitiendo el envío de mensajes y, desde luego, conservando el saldo del usuario. Movistar, por su parte, primero dijo que no acataría pero casi de inmediato decidió reconocer su calidad de empresa concesionaria y que, en cambio, facilitaría el registro de los datos personales de los usuarios, de acuerdo a las exigencias del gobierno.

Lo que se desprende de este asunto es, según entiendo, que la obligación de inscribirse en el censo del servicio telefónico es de agua y ajo (de aguantarse y a joderse), toda vez que el espacio telefónico es asunto de la nación, independientemente de la apertura a las inversiones privadas tras la liquidación del monopolio federal administrado a través de la empresa Telmex, privatizada en beneficio del señor Slim. En este sentido, la medida oficial tiene cualidades terapéuticas ante la exagerada demanda de teléfonos móviles que inunda oficinas, aulas, negocios, calles, avenidas y plazuelas; se antoja como una revaloración del teléfono a la luz de conductas delincuenciales perpetradas por individuos u organizaciones susceptibles de ser registrados e identificados en el curso de la comisión de los ilícitos.

Pero, por el lado del usuario común, el que compra y da de alta en el servicio una unidad móvil, la medida puede sonar como una invasión a la intimidad, como una posibilidad de que sobre mí, ciudadano, pese eventualmente algún mecanismo de imputación. Lo anterior viene a cuento porque todos, desde el momento del nacimiento, a la hora de ingresar a la escuela, en el momento de que se nos integra un expediente, escolar, médico, laboral, o en el ejercicio de nuestras funciones ciudadanas a través de la participación electoral estamos sujetos a registro. Nadie ha iniciado y terminado la primaria o la universidad si no es que antes y al término de sus estudios, fue registrada su trayectoria y objeto de referencia inscrita en algún tipo de acta o constancia oficial. Nuestra existencia es una larga cadena de registros, constancias, certificaciones, desde el principio y hasta la muerte que es protocolizada mediante el acta de defunción.

Si estamos tan largamente atados al expediente, ¿por qué nos puede parece tan extraña u ofensiva la medida de marras?

Quizá valga la pena partir de la desconfianza que el ciudadano común siente por el gobierno. Cualquier medida que se tome e imponga suena como una intromisión a la vida privada, como afectación de derechos y como una forma atenuada de represión. Somos, aun sin saberlo, sujetos de una clandestinidad forzada por las circunstancias, de una marginalidad que, a pesar de títulos y constancias que pueden adornar las paredes de la casa particular, nos hace blanco de la fiscalización oficial por ser desconfiables, enemigos potenciales del gobierno y las instituciones; vengadores anónimos de ofensas acumuladas y por acumular, nos colocamos ideológicamente en la mira del supremo fiscalizador que es el gobierno a través el SAT, de Gobernación, de Finanzas, del registro vehicular, del padrón de usuarios del servicio de agua potable y alcantarillado, del catastro y el registro público de la propiedad. También lo somos del servicio militar, del sistema bancario y crediticio, de las asociaciones u organismos a los que estemos afiliados, de los innúmeros foros o espacios de participación ciudadana, incluidas las redes sociales en línea.

Cada día nos conectamos real o virtualmente con otros, y previamente llenamos formatos y registramos nombres de usuario y clave de acceso; interactuamos en espacios sujetos a moderación por parte de terceros, de los cuales no sabemos ni su nombre ni reconocemos sus rostros, apenas sus intenciones formuladas en pequeños cuadros de diálogo fácilmente modificables o suprimibles. Confiamos en la oficialidad de las páginas de Internet y nos sentimos parte de una “comunidad” a la que dedicamos horas y desvelos. Así, los detalles de nuestra existencia, que es registrada en el ciberespacio, dejan de pertenecer a las reservas de la intimidad y devienen del dominio público. Sin embargo, cuando el gobierno nos pide el nombre y la fecha de nacimiento para asociarlos a un número de teléfono, desconfiamos, nos resistimos y lo difundimos vía redes sociales de Internet.

Tenemos una existencia política paradójica, si consideramos que el respeto a la intimidad que reclamamos es, desde hace tiempo, lugar común en la inmensidad informativa del ciberespacio. Es común “subir” fotos personales y familiares a Facebook, entre otros, con lo que se proporcionan imágenes cuyo destino y utilización futura no sabemos. Colgamos información no sólo curricular sino estrictamente personal: cumpleaños, parentelas, aficiones, acciones y pasiones, entre otras revelaciones íntimas. Pero los propósitos del requerimiento del gobierno son, por lo menos, indignos de confianza.

Las inmensas posibilidades de comunicación alternativa están sujetas a plataformas que la propia sociedad no controla. Son propiedad privada extranjera, particularmente gringa. Casi nadie ignora que el servidor más grande y el control de las telecomunicaciones del mundo lo tienen ostensiblemente nuestros vecinos del norte. Los intentos internacionales de regionalizar y de ceder este control mundial han sido rechazados por los gringos, lo que se ha acentuado tras el inicio de la cruzada contra el terrorismo que ha emprendido como parte de la economía de guerra Estados Unidos.

En este marco, México ha aceptado ser una provincia más del control político-militar de Estados Unidos, al permitir que agentes policiales y de inteligencia transiten y actúen libremente por territorio nacional, que se subordinen tanto las policías nacionales como las fuerzas armadas a los imperativos de la paranoia gringa, cerrando las pinzas del control político-económico que repuntó durante el salinato y que ahora alcanza las mayores dimensiones en materia de dependencia. Tal falta de nacionalismo y de respeto a la soberanía, explica el por qué las autoridades toman medidas redundantes, intimidatorias, inútiles y potencialmente represivas.

El tristemente célebre (por su insondable mediocridad) garabato llamado gobierno de la república bajo Calderón, nos regala con el registro de teléfonos móviles un motivo para la desobediencia civil, pero también nos documenta la falta de imaginación y el oficio chambón de funcionarios que no saben ni sabrán el correcto cumplimiento de sus funciones, el trabajo público como distinto al privado, la entrega y el auto-respeto de quienes sirven al pueblo desde el gobierno, en este caso, ausentes y ubicados en su papel de colaboradores del imperio que nos refunda como colonia.
La aburrida medida del registro telefónico es un botón de muestra de la incontinencia que sufre Calderón y semejantes, ante los reclamos de Estados Unidos de hacer suya una lucha que corresponde a los impulsos del expansionismo yanqui en el siglo XXI. Baste recordar que el Estado genocida por excelencia, exportador de violencia física y psicológica, corruptor social y político y factor de inestabilidad mundial, productor y comercializador de armamento y perpetrador de crímenes de lesa humanidad, impulsor del tráfico internacional de drogas y armamento, es Estados Unidos, el que nos está diciendo a Colombia, a México y al resto de América Latina y otras economías periféricas, ¡cómo combatir el narcotráfico y la delincuencia organizada!

El desenlace del drama del registro telefónico está por verse, también lo está la actitud de la sociedad en vías de estructurar formas de organización independiente, que remonten el espectro coyuntural y que den pasos hacia el combate de las causas profundas del desastre nacional. Pudiera empezarse cuestionando el modelo económico y sus consecuencias en la vida académica, cultural, política y social. Pudiera pensarse en rescatar México, el nuestro, no la caricatura pensada por Washington y ejecutada por el neoliberalismo de guarache que hoy representa Calderón.

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