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martes, 17 de noviembre de 2009

El aniversario de la revolución






Como un recuerdo difuso y confuso aparece en la memoria del mexicano de a pie, de bicicleta o de vehículo automotor la fecha del 20 de noviembre. La ignorancia es democrática porque se comparte y se padece sin sentirlo, como una ausencia depositada en el holograma de una cultura de olvido y desgano, de pauperismo intelectual, de amnesia protectora de toda inquietud por la identidad perdida, por el paraíso perdido y jamás buscado, por la pena de ser ciudadano en un pozo profundo de inequidad. El recuerdo nebuloso de los tiempos heroicos en donde se luchaba por una causa, por un ideal que olía a pólvora reivindicatoria, a hombría a prueba, a reto asumido y a honra salvada, es fugaz, tanto como lo es la palabra que lo nombra, la ceremonia que lo exalta, las imágenes que lo estereotipan.

La revolución que se hizo de muchas batallas particulares, de inquietudes regionales, de cuentas sin saldar durante muchos años, de intentos inconexos por construir una sociedad moderna en un mundo donde privaba lo rural sobre lo urbano; donde la página del siglo XIX era la que dominaba la lectura de presente y futuro de la nación. La ruptura necesaria trajo consigo la manifestación de otras voluntades, de otro lenguaje, de otras expectativas y la modernidad se hizo gobierno, entre tumbos y caídas, entre los desdibujados rostros del pasado sin morir y el presente sin certidumbre. Las marchas de caballería, los afanes de hombres y mujeres en los campos de batalla, la dureza del asedio a ciudades y haciendas, los ríos de sangre y las tumbas sin nombre fueron, ayer como hoy, los signos vitales de la transformación, del cambio que implica el salto de lo cierto a lo imaginado.

Los polvorientos caminos se regaron con la savia adolescente de un México que quería crecer y progresar, confiando en que el camino enseñaría el rostro de la madurez económica y política necesaria para que el esfuerzo de muchos fructificara para todos. Las ideas de libertad y progreso eran, como hoy lo son, seductoras, envolventes, plásticas porque se acomodan a cualquier imaginario, porque no exigen precisión en el camino que recorre la idea para ser realidad. La revolución era flama, programa y resultado. Era voluntad de cambio y el cambio en sí.

Lo que inició como un movimiento de masas reclamando la vigencia del estado de derecho, dotado de banderas regionales e integrado en un propósito nacional transformador, se convirtió en logotipo, bandera, imagen y culto, pero no se mantuvo como estímulo, compromiso y meta a alcanzar. La imagen se congeló en el discurso y la inmovilidad hizo el resto: se volvió cauta y luego conservadora; se interrumpió y fue traicionada, se convirtió en franquicia política y dejó de convocar a la acción. Una revolución burocratizada es, a, fin de cuentas, una revolución acabada. Actualmente es desfile deportivo, día de asueto y escenario de discurso y pasarelas políticas; es pretexto de bostezos y pedorretas burguesas.

Si los ideales se convierten en monumentos, urnas funerarias y discursos pronunciados sin convicción ante auditorios presas del hartazgo y la apatía, entonces es necesario volver a la historia, analizar a trasluz sus implicaciones, el sentido del mensaje, la vigencia de los propósitos, la realidad a que responden y, dejando de lado lo “políticamente correcto”, actuar y proclamar la validez de la acción, sin disimulos, sin desviaciones vergonzantes, con entrega y convicción. La revolución, entonces, es compromiso, medio, consigna y acción que se renueva día con día, que se convierte en programa de gobierno, que se traduce en acciones responsables ante los ciudadanos, y ante el mundo.

La gran revolución social emprendida en México en los inicios del siglo XX es tarea inconclusa, porque sus actores fundamentales, los obreros y los campesinos, los pequeños y medianos comerciantes y los industriales, que hicieron frente a la dictadura, a la par que a los apetitos del imperialismo sobre nuestros recursos naturales, están, hoy por hoy, en espera de satisfacción de sus demandas de justicia y progreso. Sin duda se avanzó en crear una Constitución ejemplar en materia de garantías individuales y en lo atinente a la soberanía y el dominio de la nación sobre sus recursos, pero también es cierto que se ha retrocedido por atender las demandas del capital sobre el trabajo, del extranjero sobre el interés nacional.

La revolución, desde el punto de vista social, económico y político, debe replantearse, y rescatar el impulso creador y reivindicativo que tuvo, para avanzar en el logro de las condiciones requeridas por la nación para su progreso e independencia. En este sentido, no es una etapa histórica que se agota y se congela en palabras e imágenes, sino un objeto de estudio y comprensión para las presentes y futuras generaciones de mexicanos. Si bien es cierto que es un hito histórico, también es cierto que es ejemplo de lo que puede y debe hacer un pueblo en determinadas circunstancias, cuando las palabras dejan de tener sentido, cuando las promesas son una burla sangrienta al pueblo que desespera y ve deteriorarse cada día sus condiciones de vida. Cuando los abusos por parte de quien gobierna son intolerables, cuando los atentados contra la calidad de vida de las familias son desmesurados y se convierten, prácticamente, en política de estado.

Celebremos la revolución en su día, y que sea el 20 de noviembre de cada año, no sólo recordatorio de una gesta heroica, sino estímulo para cumplir, a través de la acción ciudadana, con el deber que tenemos todos de procurar un mejor país, una nación soberana e independiente que lucha por la legalidad, el progreso y el bienestar de sus gentes.






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