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domingo, 10 de abril de 2016

Privatizaciones

                                               “La autoridad sólo se compra con la virtud” (Claudio).

El gobierno de la república proclama ufano que ya no dependemos del petróleo. La política de apertura económica ha pasado por los recursos energéticos esenciales para el fortalecimiento de la economía nacional y el poder público, en cuanto garante del progreso y desarrollo integral de la nación. Ahora, sin la palanca energética, ¿de qué dependemos?, ¿cuál es la puerta mágica al crecimiento y desarrollo nacional?

El anuncio de recortes presentes y futuros alcanza niveles de paroxismo esquizoide a la luz de las declaraciones del priismo organizado en alabanza insomne a las reformas “estructurales” que mueven a México, según señala el presidente. ¿Para qué recortar el presupuesto si las cosas van tan bien? ¿Será que tenemos que reducir el margen de crecimiento para que las transnacionales puedan obtener ganancias en actividades que ahora, el gobierno nacional, no apoya, administra y ni siquiera posee?

Todo parece indicar que nuestras autoridades (federales, estatales y municipales) se vieron agobiadas por las presiones del FMI, el Banco Mundial y más recientemente la OCDE, que recomendaban y demandaban una rápida e indiscutida reducción o reclasificación de la soberanía y, desde luego, el sentido del concepto “dominio de la nación”. En un mundo imaginado como globalizado por los realizadores de Washington, la película nacional debiera ser filmada en escenarios futuristas, libres de nacionalismo y sentimientos patrióticos que pudieran afectar la acción y progreso de las trasnacionales como propietarias del futuro y beneficiarias de la disminución del Estado.

Nuestro país, como suscriptor neto de acuerdos y tratados internacionales asimétricos, ha buscado, sobre todo a partir de los años 90, sepultar los fantasmas del nacionalismo revolucionario presentes en nuestro pasado económico y político: la expropiación petrolera cardenista y la nacionalización eléctrica lopezmateista son malos ejemplos de soberanía que los gobiernos modernos y abiertos al exterior deben erradicar, borrar de la memoria y desacreditar por todos los medios posibles.

Y ¿qué decir del fomento a la industria nacional, el apoyo técnico y financiero a la producción rural, la producción nacional de semillas mejoradas y fertilizantes, además de los sistemas de abasto popular y los precios de garantía, en la lógica de la autosuficiencia alimentaria?

¿Será que es mejor ser un buen consumidor de productos y servicios importados antes que productor y proveedor de lo necesario para la vida de empresas y familias? ¿Es más moderno depender del exterior que de la propia capacidad productiva y comercial para garantizar el abasto nacional?  ¿Nuestro boleto para formar parte del concierto de las naciones que no desafinan la música del imperialismo se paga con cuotas crecientes de dependencia?

Si nuestra relación con el exterior está signada por el abandono de la búsqueda de la independencia tecnológica, científica y productiva, ¿estamos logrando ser una buena colonia de explotación, ahora corregida y aumentada?

El gobierno, para no desentonar con sus similares ejemplificados por Perú, Colombia, Chile y ahora Argentina, ¿debe renunciar a funciones que son sustantivas y que le dan legitimidad a la función pública? ¿Será por eso que la Constitución se reforma y se “armonizan” las normas? ¿El mercado y la iniciativa privada resuelven el problema de la pobreza, el acceso a los mínimos de bienestar y la paz con justicia social? Las evidencias internacionales demuestran que no es así.

Los callejones sin salida que construye el neoliberalismo tienen por destino la rispidez y la confrontación social, animando y recrudeciendo la lucha política en forma de movimientos ciudadanos que eventualmente pudieran converger electoralmente en apoyo a determinadas candidaturas y, por otra parte, el gobierno y su cauda de partidos clientelares y sus hordas de beneficiarios coyunturales que están por la torta, el refresco y la tarjeta de débito.

Mientras el gobierno inventa el agua tibia, la ola de privatizaciones avanza como lava ardiendo, calcinando las expectativas de una ciudadanía que lucha por conservar lo que por elemental derecho le pertenece. Tras el ridículo anuncio del aumento en la tarifa del agua, a los hermosillenses se les amenaza con privatizar el servicio público de recolección de basura. El gobierno federal se reduce funcional y presupuestalmente, de donde los gobiernos locales y municipales ¿deben achicarse también? ¿Dejamos de ser un Estado federal donde hay diversos centros productores de normas y volvemos a los tiempos de centralismo espurio del porfiriato, donde la soberanía de los estados y la autonomía de los municipios son letra muerta? ¿Tienen sentido las expresiones “estado libre y soberano” y “municipio libre”? ¿Qué contenido quieren que tenga la “autonomía municipal”? El municipio, ¿es un orden de gobierno o una dependencia estatal en proceso de desincorporación?


La privatización de los servicios es una claudicación de funciones propias del gobierno, una cesión de espacios, objetivos y recursos que siendo necesarios para el desarrollo de la comunidad no debieran dejarse en manos privadas. El convertir en negocio las funciones públicas no supone progreso, sino una torcida y dogmática cesión de responsabilidades en cuyo cumplimiento descansa la confianza del elector respecto a su gobierno. Como se ve, el período electoral del 2018 promete ser portador de varias e importantes definiciones. La moneda está en el aire…

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