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martes, 26 de julio de 2011

El asalto

Hermosillo, capital de Sonora (y de los baches y suciedades acumuladas en cada intento de modernidad a cargo de las autoridades), se viste de gala al inaugurar una nueva modalidad de robo domiciliario. A usted le salen con el cuento de que van a reparar algo o que quieren venderle algo, para que resulte que, una vez abierta la puerta, entren con pistola en mano y le den el susto de su vida, dejándolo al borde del colapso tras limpiar la casa de dinero y objetos vendibles.


Los robos reportados refieren golpizas y humillaciones por aquello de que la casa es una fortaleza cuya seguridad es violada con la facilidad con que un gringo dice ¡fuck you!, dejando al aire libre el trasero de la dignidad familiar y la volatilidad de los ahorros logrados.

El trabajo resulta fácil, sencillo y rápido. Los ladrones no violan cerraduras ni sudan con el esfuerzo de abrir puertas: lo hace el vecino en suerte, los hijos pequeños acostumbrados a correr y llegar primero a la puerta, respondiendo al reflejo pavloviano del timbre, el golpe de nudillos contra el tambor, contra el vidrio del postigo, y el ábrete sésamo condicionado resuelve el problema de acceso y de sudoraciones adicionales.

La amenaza rufianesca que sigue al franquear el acceso domiciliario valida plenamente aquello de que un imbécil armado siempre tiene la razón y no es aconsejable ponerse a discutir. La prudencia hace que las puertas del tesoro familiar se abran sin rechinidos de por medio y que el sigilo premie al transgresor: un hogar hermosillense ha sido limpiado y se anota un gol en la pizarra del crimen a domicilio.


Ni el hogar es seguro
 Si bien es cierto que los hermosillenses están acostumbrados a los asaltos (entre otros trucos, el de la supuesta modernización del transporte, donde a cambio de una pieza de plástico se perpetró el aumento a la tarifa, antes rechazado y ahora introducido con lubricantes verbales y mercadotecnia), la sangre llega a la cara y sube la testosterona cuando se trata de que le pidan al ciudadano que se agache para que se lo pique un rufián empistolado. La dignidad y el decoro sufren algún colapso nervioso mientras que las autoridades reciben diploma que los califica con sobresaliente en las pruebas de autismo social, que se demuestra con declaraciones peregrinas que fluyen en el desagüe de la autocomplacencia onanista al insistir en que Sonora es un estado seguro y que la ciudad capital es una monada que ofrece su hospitalidad a los inversionistas.

En medio del jolgorio de los quemadores oficiales y oficiosos de incienso gubernamental, se cuela la idea de que Sonora podría ser noticia en el renglón del repunte del desempleo y pobreza en alguna de las clasificaciones que el gobierno ha inventado para presumir de cientificidad en eso de nombrar lo que para cualquiera es simple y llanamente miseria, falta de oportunidades, carencia o insuficiencia de empleo e ingreso, que, como quiera adornársele, se refiere a la ineptitud gubernamental y el desprecio profundo por la dignidad humana.

Pero, en el fondo de la anemia política y de la anorexia oficial, está un sistema económico que excluye por necesidad, que margina y destruye fuerzas productivas en aras de conservar al mercado en el centro del discurso y del diseño de política económica.

Usted se preguntará, y ¿dónde está el policía?, a lo que le puedo responder: simulando acciones que no puede emprender por carecer de un marco normativo que sea lo suficientemente amplio como para permitir acciones contundentes contra el crimen, pero que les impida violar los derechos humanos y alejarse de la prioridad operativa de proteger al ciudadano del municipio. Con lo anterior le quiero decir que no estoy de acuerdo con que la policía se centralice en un mando estatal, sino que siga dependiendo de las autoridades municipales pero con mayor cobertura legal y material para mejor cumplir con sus funciones, lo que deberá incluir mecanismos de evaluación que la hagan confiable.

A estas alturas, no tiene caso pretender ocultar el nivel de corrupción e ineficacia de la policía, que algunos vecinos consideran incrementado en forma escandalosa bajo la égida del panismo hecho gobierno: una vecina del centro reporta que su nieta menor de edad le avisó alarmada que un sujeto le estaba tomando fotos con un celular, lo cual advirtió por el sonido que producen estos artefactos. La dama le reclamó al sujeto quien negó la especie, pero no logró disuadirla ya que fue a denunciar por teléfono el posible delito. La policía llegó y revisó al rufián encontrándose entre sus pertenencias dos celulares, pero sin chip de por medio. El sujeto fue montado en la patrulla para que los policías, al dar vuelta a la esquina, lo soltaran sin más.

La sonrisa de la dependencia
Cabe referir que hay asaltos a las normas que se perpetran con tranquilidad vacuna: me llega el reporte de que un aspirante a cargo público del PAN, hace campaña política en Hermosillo gracias al truco de vender baratito cemento y otros materiales de construcción, debidamente personalizado con la foto y el logo del PAN. Por si esto no bastara, el generoso asaltante político pagará 1,500 devaluados pesos por semana a docentes que impartan cursos de verano por tres semanas, en instalaciones escolares oficiales del nivel básico. Desde luego que la pregunta es obligada: ¿qué autoridad permite esto? En todo caso, ¿es legal usar instalaciones públicas para fines privados?

Pero, volviendo al tema, el robo, los asaltos del tipo que sea, son delitos que se ligan a la parte económica de nuestra convivencia social porque afectan el patrimonio ajeno, es decir, la propiedad privada. En este sentido vale la pena meditar acerca de la distribución de la riqueza, empezando con las oportunidades para alcanzarla. Aquí no podemos negar que el empleo y el ingreso son esenciales para lograr la mejora de las condiciones de la convivencia social.

Es razonable pensar que el asaltante es alguien sin posibilidades de ingreso legal, que no lo hace por ganas de joder sino que responde a una muy primitiva compulsión humana: el instinto de sobrevivencia. Si el sistema ha primitivizado a los ciudadanos, es señal de que la involución social se debe a algo que estamos ignorando, a una fuerza que propicia acciones al margen de la ley y el respeto a la propiedad ajena. Una fuerza que no se vence con discursos ñoños y con cursilerías como la educación en valores en el nivel básico escolar, porque la educación en valores es cosa de las familias y éstas responden a sus circunstancias, con lo que su deterioro explica, aunque no justifica, el asalto, el robo y la transgresión de las normas como modus vivendi.

El sentido común indica que, mientras el ciudadano toma medidas y protege lo suyo, las autoridades debieran responder a la necesidad de generar empleo digno, justamente remunerado, fortalecer la seguridad social e invertir productivamente. Mientras que a usted y a mí nos sigan dando atole con el dedo, la economía continuará en picada y la noción de valores quedará convertida en una broma más a cargo del demagogo en turno, porque la certidumbre en el empleo e ingreso genera intereses que incluyen el sentido de pertenencia y la solidaridad. Lo valores, vistos así, no son otra cosa que la expresión superestructural de la conformidad social con el sistema económico. Como se podrá comprender, son mutables, dependientes de las condiciones materiales de la relación social y, por lo tanto, expuestos a disensos que responden a los intereses sectoriales afectados. Urge, por consecuencia, un nuevo equilibrio social. ¿Le entramos?

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