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jueves, 17 de febrero de 2011

Qué hombre tan sin embargo

Los comentarios a favor o en contra de la revelación vía manta legislativa reunieron lo mismo el encono faccioso como la chunga popular. El dedo en la llaga presidencial no reparó en las pruebas del alcoholímetro porque no iba en automóvil, simplemente se dejó llevar por la fea impresión de vivir en un espuriato, si no por causas electorales (que las hay), sí por razones de lesa humanidad: las cosas van de mal en peor, y la definición de peor resulta ser una materia actualmente en exploración que revela un fondo inimaginable de profundo. El vértigo a las bajuras genera no sólo inquietudes sino certidumbres anticipadas tan incuestionables como la caída libre de los cuerpos y la evaporación del agua a 100 grados centígrados en condiciones normales.



¡hiiic!
 Desde luego que hay voces que afirman que la manta fue un exabrupto colindante con payasada por parte de los diputados petistas, que debieron guardarse las formas de civilidad y cortesía en el seno del recinto legislativo, que hay niveles…, que nada justifica que los representantes populares expresen lo que el pueblo grita en las calles, comenta en las cantinas, desliza en los cafés, masculla y refunfuña en casas, transporte colectivo y oficinas y demás centros de trabajo. Aquí, la vox populi no es la voz de Dios, porque algún plumífero arreolino dice que él inventó el infundio que –sin embargo- los propios panistas comentan con preocupación, según revela Julio Scherer en su libro Secuestrados y que reprodujo Proceso la parte conducente. Otros opinantes señalan que la manifestación de los diputados es simple ejercicio de la libertad de expresión en la propia casa de los diputados, asunto que ya tiene su historia en México y que, no hace mucho, se sirvió de boletas electorales a modo de orejas salinistas en el cráneo del entonces diputado Vicente Fox.


Estrategia y táctica
 Las manifestaciones de oposición o rechazo por parte de legisladores escriben su historia en la ola ascendente del neoliberalismo periférico mexicano, lo que permite acuñar y popularizar el término “interpelación”. Las interpelaciones cambiaron el tono y el ritmo de las actividades legislativas cuando el tema central era la quema de incienso de otro poder, el Ejecutivo, en la casa del Legislativo. La loa y el ditirambo hacia la figura del Presidente ponía en un plano de subordinación a los miembros del congreso y la única palabra que se escuchaba era la del personaje que reúne en su persona la jefatura de estado y de gobierno de la república mexicana. La interrupción lúdica, recriminatoria, lapidaria, sustituyó al silencio por decreto, a la mansedumbre lanar exigida a los representantes de las entidades federativas y del pueblo que en ellas habita, lo que permitió rescatar el sentido del parlamento, la existencia de la oposición militante, de la ciudadanía representada convertida en un poder en acción. La palabra del diputado se pone frente a la del presidente, y los argumentos de esa soberanía se confrontan con las del poder que informa las acciones y los resultados de la gestión. Así, la relación de subordinación se rompe y se recupera el equilibrio republicano perdido en aras de una parodia mayestática.

La nación creció en civilidad al tenor de un legislativo revitalizado, crítico, distinto a aquél acartonado y lacayuno, subordinado al poder presidencial y callado escucha de los informes de gobierno. De aplaudidor contumaz del discurso presidencial pasó a ser representante crítico del pueblo que trabaja y hace posible en bienestar nacional, con lo que se pone de manifiesto la falta de capacidad en la conducción de la cosa pública, la entrega de la nación a intereses extraños, la desnacionalización de los bienes públicos y la liquidación del patrimonio de la nación.


Del dominio público
 La grave crisis de libertades en la nación mexicana pasa también por el recinto legislativo, al coartar, o intentar hacerlo con el derecho de los diputados a expresar sus objeciones, y se trata de instalar un cinturón de castidad oratoria que permita el tránsito impune de funcionarios inútiles o de plano venales que visitan el recinto legislativo para verter engañifas, prepotencia sectaria, ignorancia supina y falta absoluta de amor a la patria. Una manta, un discurso acusador, un reclamo de respeto, una protesta o el recoger un reclamo popular no son, ni lo serán, faltas al respeto de tal o cual investidura. Son bocanadas de oxígeno que da un organismo vivo que se niega a morir en un mar de autocomplacencias y corruptelas, de silencios forzados y de una cortesía prostituida y degradante. Son, ante todo, la voz del pueblo que reclama honestidad, trabajo y entrega a los intereses de la patria, no a los de grupos o personas que ven como negocio privado el interés público.


Gobierno responsable
 Por eso resulta altamente gratificante la acción de diputados como Fernández Noroña, Di Constanzo y Cárdenas. Porque no se pueden guardar las formas nomás porque sí, como no se puede aspirar con deleite el hedor de un sistema en descomposición. La descomposición del sistema colonial tuvo por respuesta la independencia nacional y la pestilencia del porfiriato desencadenó la serie de procesos que conocemos como revolución de 1910. En todo caso, guardar las formas debiera significar no el aguante sin sentido, sino la adecuación de las formas al nuevo contenido. El respeto debe merecerse, es consecuencia de acciones y actitudes, y no significa una dádiva emocional a perpetuidad. Nuestra idea de la realidad debe reflejar lo más fielmente posible la realidad representada. El gobierno y sus funcionarios, para ser respetados, deben actuar conforme sus obligaciones y deberes expresamente señalados por la ley y siempre guiados por el más alto interés nacional.

Una interpretación corta por su literalidad de la famosa manta quizá no alcance a recoger su mensaje: de acuerdo a sus resultados, la conducción de los asuntos nacionales pareciera estar en manos incompetentes, intoxicadas por un hedonismo ramplón y fatuo. ¿Por qué tenemos que seguir tolerando la ruina nacional?

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