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martes, 20 de enero de 2015

Los partidos... partidos

De todo hay en la viña del señor, de todo, pero debe tener ciertos límites. De repente se ve como lo más natural que un dirigente de partido de izquierda se empeñe en hacer alianza con otro para llevar al poder a un candidato de derecha; al rato nos enteramos de que un dirigente político de extrema derecha se da la mano con su homólogo de a veces izquierda y a ratos de centro que tira a la derecha. Un poco más tarde nos topamos con que ese partido que es de centro, pero que oscila convenientemente, acogerá en su seno electoral a una reciente ex-panista y ex-presidente municipal de Hermosillo para contender por el cargo, cada vez menos honroso, de Gobernador del Estado. En la actualidad presenciamos el desquiciante caso de los partidos comodín y de los izquierdistas de derecha, por lo que uno se pregunta, ¿qué jodidos pasa en la política? ¿Ya no hay ideología en los partidos? ¿Se han convertido en una especie de changarro electoral que vende las mismas porquerías? ¿Ya no hay competencia basada en diferencias de programa y proyecto de país?

El efecto Televisa aderezado por los innúmeros despachos de diseño de imagen, encuestas electorales, edecanes y equipo para banquetes y reventones, tienen en su poder el mercado de personalidades y ahí sí la competencia es feroz, aderezada por los ingredientes básicos de cada contienda electoral en tiempos del neoliberalismo nopalero: los compadrazgos, los arreglos por debajo de la mesa y las afinidades familiares que recomponen la posición de los candidatos (¿clientes?) en la contienda. Pero la  competencia comercial termina siendo aburrida, ya que el mensaje y los rostros a él asociados podrán variar ligeramente, pero en el fondo se aprecia una escamante uniformidad que apuesta a la flojera mental de los posibles consumidores de imagen y a la poca atención que merecen sus promocionales.

En este contexto vemos, por ejemplo, aparecer pendones, bardas o anuncios espectaculares con la efigie de un empresario con sonrisa plastificada, ajeno a la dura realidad de que mal come gracias a su salario que encoge en cada vuelta de tornillo sexenal, a la par que aumenta el costo de la vida. El hombre fotográfico sonríe como si de veras pudiera experimentar algún tipo de empatía con el populacho, al que vende productos básicos en mercaditos electoreros con barniz de buenaondismo flantrópico y se emboza tras aplicaciones de silicona periodística que tapan los huecos de autenticidad.

Aunque la basura plástica, que apareció inopinadamente y compone en forma anticipada un cuadro patético de contaminación visual, fue retirada en ciertas ciudades, persiste la dudosa encomienda de ligar la imagen publicitada con el futuro que toca las puertas del estado y la ciudad. El cansancio y el asco se combinan al contemplar la evidente aberración pre-electoral que ya huele a burla y agandalle, y que es un aviso de lo que van a llegar a ser las campañas electorales que se desarrollen en tiempo.

Supongo que muchos ciudadanos están a la espera del juego de sartenes, la bajilla de plástico, las sombrillas con el logotipo del candidato o el partido donante, las gorras y camisetas, las promesas y sorpresas que se derraman generosamente por barrios y colonias, por plazas y lugares de congregación borreguil, en la periódica exhibición de la política changarrificada y el precarismo cívico y electoral, siendo que la ciudad y el estado requieren de ciudadanos con una clara alergia a las maiceadas, resistentes al virus de la tarjeta de débito, a la comilona popular a cargo de tal o cual candidato, a las zalamerías del líder acarreador de ciudadanos-bulto que llenan espacios y atiborran locales. Se requieren ciudadanos capaces de decidir por quién votar o no votar, y dispuestos a vigilar y defender su voto.

En los días por venir se pondrán en evidencia las lealtades fingidas, los compromisos fugaces y las palabras empeñadas por alguna cantidad irrisoria que mueve a olvido y a anécdota curiosa. El cinismo adornará los discursos oficiales, mientras que las propuestas de campaña serán nuevas ediciones de una inacabada farsa sado-masoquista que se perpetra contra la conciencia de los electores. Las promesas que se cumplen no son sino aquellas que se refieren al aumento de los precios, a la mayor fiscalización de los dichos y hechos ciudadanos, dejando de lado la democracia y el celoso cumplimiento de la ley. Los ciudadanos tendrán que soportar los constantes y a veces ridículos cortes televisivos repetidos machaconamente durante semanas, en un intento deplorable de convencer por cansancio a una población cada vez menos segura de la veracidad de las afirmaciones y la seriedad de las promesas.


Lo más fácil sería mandar todo al demonio y montarse en una férrea posición abstencionista o anulista. Craso error. ¿A quién si no a los mismos que nos joden beneficiaría esto? Seguro existen muchas razones para el escepticismo y la apatía, pero los absurdos legislativos recientes, como las contrarreformas de Peña, sólo podrán ser corregidos mediante el ascenso del pueblo a los órganos legislativos, lo que obliga a impulsar mediante el voto a personas que, a lo largo del tiempo, hayan demostrado su compromiso con la defensa del patrimonio nacional y familiar, del progreso y el bienestar para todos. En estas condiciones, no votar por berrinche equivaldría a caer en una indeseable situación de complicidad con el sistema, en renunciar al derecho a decidir para que los de siempre sigan haciendo lo que quieren. Si ha pensado que votar es un desperdicio, ¿no votar qué es? ¿Por qué no atreverse a votar por una propuesta distinta al PRI-PAN-PRD y satélites? ¿Votaría usted, en cambio, por el PT o por Morena? Puede ser interesante.

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