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domingo, 13 de noviembre de 2011

El cuerpo del delito

Calderón lamenta en tono lloriqueante la caída fatal del helicóptero que transportaba varios personajes de variada cilindrada pero que formaban parte del gobierno y fuerzas armadas. La ley de gravedad igualó al anterior secretario con el último borrando las diferencias de origen: gallego uno y el otro nativo del noroeste del país, panistas ambos y, en la actualidad, referentes importantes en la necrología calderoniana, VIP en las esquelas y las lamentaciones, objeto de loas y homenajes póstumos con derecho a la reiteración onomástica.


Los otros ciudadanos son de a pié. Los más de 40 mil son fantasmas sin asidero en la memoria oficial porque forman en las filas de los candidatos a olvido que engrosan los expedientes de una burocracia con Alzheimer; son daños colaterales y no personas con nombre y apellido, con familia y raíces en sus comunidades respectivas.

Si colocamos la suma de decesos en una cesta llegaremos a la conclusión que más del 99 por ciento de ellos pasa inadvertido y que el volumen que desplazan se borra como trazo en el agua, en cambio, menos del 1 por ciento restante tiene el mérito de las atribuciones calderonianas en materia de importancia, de significación, de amistad y cercanía con el titular del Ejecutivo federal. El peso de los muertos simples-mortales, causantes menores, asalariados, consumidores cautivos de propaganda oficial y publicidad comercial, clientes de changarros y tiendas de conveniencia, tarjetahabientes insolventes y endeudados perpetuos, precaristas del empleo y el ingreso, marginales sin sustancia ni sombra en las estadísticas de los logros del régimen, su peso −decía− es irrelevante.

Se tiene la impresión de que la falta de sustancia, de corporeidad, obedece a razones que la física no alcanza a explicar, aunque la política y la moral aportan algunas pistas para su esclarecimiento. Los ciudadanos en este país son registros estadísticos que se revisan en períodos electorales, quizá objeto de ajustes en el padrón, de vigilancia transitoria y de eventual atención por parte de las distintas opciones políticas legalmente registradas en el catálogo de derechohabientes presupuestales del IFE. Como toda oferta crea su propia demanda, las despensas, acarreos, recomendaciones a terceros, evasión real o virtual de responsabilidades que en conjunto son el contenido de las prácticas clientelares, se erigen en la forma de relación propiciada por el sistema, apoyada por las organizaciones beneficiarias de canonjías y prebendas, porque son el aceite que necesita la maquinaria gubernamental de cara a su renovación de reptil político. La piel se sustituye cada tres o seis años, mientras que el cuerpo permanece.

Al parecer, este animal quimérico ha logrado la hazaña de meterle en la cabeza al pueblo la idea de que es necesario, que las cosas no funcionarían sin él, que representa la única respuesta a los males del desempleo, la inseguridad, la falta de oportunidades…, que el mercado es la única vía de progreso y bienestar y que todos estaremos mejor en la medida en que el capital avance sobre el trabajo. Un argumento estelar es el que se refiere a la propiedad: si nosotros nos vamos, entonces llegará el lobo y te comerá con los dientes del populismo de izquierda, las muelas del socialismo y desgarrará tu patrimonio con los colmillos de la estatización. La pregunta es simple y automática: ¿Quieres que te quiten tu casa, tu carro, tus hijos? El remate consiste en igualar democracia con mercado.

El ciudadano, víctima de una ignorancia cuidadosamente inducida por el sistema educativo nacional, incorpora los elementos de su cautiverio ideológico, en el que se encuentran ausentes el nacionalismo, el patriotismo y la solidaridad, a cambio de un supuesto progresismo cuyo equivalente más próximo es la falta de identidad nacional y compromiso social. Un pueblo invertebrado es, desde luego, más propenso a aceptar la ayuda extranjera en asuntos que son, o debieran ser, de la exclusiva competencia de las autoridades nacionales. Sin sustancia ni camino, el crimen organizado parece ser la antesala del logro del excluido, del paria social. Los principios y valores quedan para los que tienen algo que perder, mientras que el que nada tiene, se resuelve a buscar algo que ganar. Así, las vías del logro económico y una suerte de reconocimiento social se abren para el que la justicia social era puerta cerrada.

En medio de la lucha por la subsistencia frente al derroche plutocrático están los muertos anónimos, los muchos miles que no tendrán ceremonias de homenaje, panegíricos, nombres de calle, de edificio, de sala de juntas. Entre los vivos como entre los muertos, la desesperanza tiene criterios de inclusión.

La lucha entre el bien como franquicia neoliberal y el mal como condena proletaria, configura cuadros delictivos que, sin el factor económico y distributivo, difícilmente se entenderían. Para ello están las cifras de desempleo, de los niveles de ingreso, de la distribución del gasto, de enfermedad y mortalidad, de escolaridad..., frente al recuento de logros del gobierno neoliberal que busca culpables entre los ciudadanos desechables del sistema, de todos los males y problemas que el modelo económico ocasiona pero que según el dogma fondomonetarista debieran no existir: los pobres resultan ser los culpables de la pobreza, de la contaminación ambiental, del desperdicio de recursos y de la falta de oportunidades para todos.

Si criminalizamos la pobreza, tendríamos resuelto el problema de la asignación de culpas y por eso parece interesante aquello de que “muerto el perro se acabó la rabia”. Las víctimas deben responder ante la ley por su pobreza, su desventura, su marginación, de suerte que las muertes por las acciones policiales y militares alcanzan la categoría importada de daños colaterales. Son, como se ha declarado, víctimas de fuego cruzado entre bandas criminales, o bajas causadas entre pandilleros.

En este orden de ideas, si el muerto es por definición miembro del hampa, la pobreza resulta el arma humeante de la criminalización, el cuerpo del delito que releva cualquier argumentación exculpatoria. Son culpables, hasta que importe socialmente demostrar lo contrario.

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