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domingo, 2 de octubre de 2022

La reforma universitaria

 

“La universidad, en el fondo, es tremendamente conservadora, aunque dentro de ellas todos nos consideramos muy progresistas” (Clara Eugenia Núñez).

 

En los últimos tiempos ha sido recurrente el tema de la reforma a la Ley 4, orgánica de la Universidad de Sonora, conocida como Ley Beltrones y vigente desde los años 90.

Dicha ley se ha caracterizado por hacer posible el crecimiento de un enorme aparato administrativo y múltiples instancias de gobierno que reducen a polvo la idea que privaba antes de su promulgación sobre un tipo de gobierno universitario paritario que permitía la participación de maestros, estudiantes y empleados en la toma de decisiones importantes, entre ellas la elección de rector, en el seno del Consejo Universitario, donde estaban representados los sectores antes aludidos.

El problema que vio la clase política fue que la vieja ley prácticamente permitía que la universidad se mandara sola, lo que dificultaba el deseo de imponer rectores a modo y creaba un ambiente demasiado politizado como para ser tolerado por el poder reacio a la idea de la “autonomía universitaria”.

La Ley Beltrones borró la participación paritaria y, a cambio de la supuesta politización nos dio una buena dosis de burocratización, con una relativa bonanza presupuestal por el lado administrativo en comparación con el académico propiamente dicho.

Así, plazas que debieron ser académicas pudieron pasar olímpicamente a la administración, y decisiones que pudieron haber sido tomadas en los órganos paritarios pasaron a alimentar un aparato obeso y reumático cuya esencia centralista no se justifica.

Sin embargo, tampoco resulta un argumento aceptable la antigüedad de la ley para cambiarla, sino los efectos que tiene en el crecimiento y desarrollo de las funciones universitarias que, como está dicho, pudieron haber tenido mejor fortuna.

Existen varias iniciativas de reforma que bien debieran analizarse y debatirse, en caso de que la discusión de algo tan importante merezca distraer la atención de las diversas fuerza e intereses dentro y fuera de la Institución universitaria.

En mi opinión, la lucha por una reforma con la premisa de “democratizar” la institución nos aleja del objetivo de una reforma universitaria que pueda ser relevante para el progreso de Sonora.

Para empezar, la universidad es y ha sido una institución organizada jerárquicamente: antes que el poder burocrático debiera estar el poder académico, es decir, del conocimiento y la autoridad del título.

Siendo una comunidad del conocimiento organizado en estructuras que hacen posible su difusión, sea en escuelas, departamentos o institutos, la vigencia del que sabe más como guía del que sabe menos hace necesario separar los aspectos sustantivos (docencia, investigación y extensión) del andamiaje administrativo, que debe estar al servicio de aquellos.  

En ese sentido, la democracia debe funcionar de manera que no haya sesgos hacia los aspectos puramente aritméticos de la población. Lo anterior sugiere que la paridad debe obedecer a criterios de equidad; es decir, de ponderación y proporcionalidad.

Me parece que la vieja Ley 103 resolvía de buena manera este problema de la representatividad, y que hubiera sido afortunado simplemente actualizar algunos aspectos de la administración en respuesta a las nuevas realidades académicas, determinadas por el contexto local y nacional.

En cualquier caso, una reforma universitaria debe responder a la intención de dotar a la institución de una estructura orgánica que responda a sus objetivos y propósitos sustantivos ligados al progreso social de la entidad federativa y la región, que facilite las transformaciones y que garantice el progreso institucional.

Lo anterior carecería de sentido si no se partiera del análisis crítico del actual modelo de universidad, y definiera con claridad qué tipo de universidad queremos, es decir, qué modelo de universidad responde a las necesidades del Estado de Sonora y la región, en materia de desarrollo científico, técnico, económico, social y político.

Así pues, sin modelo transformador no puede haber ley que valga la pena, porque la ley simplemente sirve para formalizar y hacer operativo el modelo.

Primero debe estar definido el modelo y, una vez logrado, se debe proceder a la formulación de la estructura normativa que lo haga posible, es decir, la ley. Lo demás es fantasía, y mucho me temo que solamente se ha visto una parte accesoria del problema, porque la universidad no es una isla, un partido político o un club de iluminados, sino que debiera ser la parte pensante y propositiva de la sociedad, y proveedora de las herramientas técnicas y científicas para su progreso. Esperemos que las propuestas de cambio tengan que ver con la realidad que debemos modificar, por el bien de todos.

  


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