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martes, 5 de agosto de 2014

Deambulando por el centro

Pasear por el viejo centro comercial de Hermosillo da lugar a no pocas reflexiones sobre lo que fuimos y lo que somos; permite avizorar lo que seremos si no logramos vencer la inercia vacuna que nos hace aparentemente insensibles aún a aquello que nos afecta, a lo que entendemos como causas sociales, a lo que se nos convoca de mil y una maneras con una frecuencia que ya sabe a rutina.

La comodidad anodina de muchos apenas es interrumpida por la beligerancia de pocos, del puñado de ciudadanos que ejercen el raro oficio de señalar errores y procurar el beneficio de los demás. El activismo social, las luchas ciudadanas hacen sonar el timbre de alerta en el despertador de las conciencias para recibir el manotazo del silencio por apatía, flojera, enajenación y un valemadrismo enraizado en un esquema de conveniencias precario y suicida.

La indolencia se manifiesta de muchas maneras en la ciudad entera, pero es en el centro, en los alrededores del mercado municipal, donde sus colores se avivan contrastando con los tonos de gris del aborregamiento ciudadano. La dejadez traza sus rutas de mugre por calles y comercios, en pinceladas gruesas y hediondas. La historia de la vida cotidiana se edita en los puestos de fritangas, hot-dogs, dulces, chicles y chocolates, comercio formal y en la enajenada multitud que deja a su paso por la calle desperdicios de diversa índole, incluyendo la conducta grosera e incivil con la que transitan por sus vidas cada vez más ciudadanos en proceso de involución social.

Si usted va por la calle caminando por la acera correspondiente, más temprano que tarde se va a topar con obstáculos que pueden ser insalvables: la señora gorda que camina por en medio en un litigio permanente entre una de sus extremidades y la otra, con el fin de persuadirla de adelantar un pie respecto a otro de manera continua y alternada. Como si estuviera dotada de radar, inclina su humanidad justo por el lado por el que uno pensaba pasar en un bloqueo digno del mejor portero. La calma se debe imponer sobre el hígado en plena hiperactividad para negociar una salida civilizada y políticamente correcta: la opción es decir “con permiso”, para advertir de la complicada maniobra de rebase.

Si todo sale bien, nuestro camino puede proseguir por un par de metros más, hasta topar con una pareja juvenil expresando su capacidad de hacer arrumacos en público, sin olvidar la firmeza de su convicción de que el calor, el público y lo estrecho de la acera no son obstáculos insalvables para su absoluta insensibilidad al clima y las circunstancias. Aquí se prueba que la invisibilidad del mundo es posible gracias a la función hormonal que se despliega mediante el intercambio de sudores, olores, besuqueos, apretones y miradas. La lentitud del paso va en razón inversa proporcional a la intensidad de la pasión compartida, pero se avanza tomado nota del desparpajo de que podemos ser capaces cuando se trata de “pegar el chicle”.

Si se trata de ir al banco, la experiencia del cajero automático puede ser objeto de sesudos análisis antropológicos. Le cuento: el sujeto se instala en el cajero, introduce la tarjeta y, con cultivada destreza, digita los números de su identificación. Error de dedo. Retoma la maniobra de acceso y al fin lo logra. Revisa las opciones en pantalla y procede a hacer un retiro. Toma el dinero, lo cuenta. Revisa parsimoniosamente el comprobante, cuenta de nuevo el dinero retirado y digita de nuevo para ver su saldo. Saca su cartera, guarda los billetes acomodándolos con parsimonia y, tras angustiosos minutos, en medio de miradas cada vez menos amables y gestos de desesperación, el cateto decide abandonar su encuentro con la tecnología y sale de su arrobación financiera para ser uno más en las calles. Mientras tanto, la fila crece fuera del cajero y promete experiencias dignas de mejor ocasión.

El centro comercial luce tan desaliñado como de costumbre, desprolijo y abarrotado. A las eventuales voces y risas de una población golpeada por la economía y la subcultura del consumismo barato y ratonero, se suma el absurdo empleo de bocinas fuera de los negocios para atraer al posible cliente. El estruendo provoca la aceleración del ritmo cardiaco del peatón desprevenido, la presión sube, el nivel de ansiedad se incrementa a golpe de guitarrazos y alaridos que irritan al oído más templado y a la sensibilidad musical más mostrenca. El reclamo musical es tan inútil como lo es hablar, a estas alturas, de salario mínimo y respeto a las conquistas laborales.

La chirriante vulgaridad que arropa y achaparra la calle, es caldo de cultivo para los más encendidos deseos reivindicatorios de una cultura perdida en los meandros de la pobreza y la inseguridad que por sistema impulsan los gobiernos que reniegan de la revolución. El neoliberalismo hace anodina la creatividad de los pueblos, homogeniza la natural heterogeneidad de las culturas, convierte en consumidores de baratijas a quienes pudieron ser creadores de obras originales, y todo por seguir los mandatos de un sistema cuyo núcleo es una bola de mierda que se desparrama hacia la periferia.

La pobreza inunda las calles y la informalidad comercial permite el fácil acceso a los quelites, verdolagas y pitahayas; al chile colorado molido, los chiltepines, los ajos y los nopales; a la miel, las nueces y las uvas, sin olvidar diversas figurillas de palo fierro. El México prehispánico se mezcla y hermana con la formalidad empresarial, uniendo dos mundos en uno sólo, mestizo, depauperado y gritón.

En el mercado municipal del centro, el marchante puede comprar sus “chiltepineros a diez”, la revista o el periódico del día, sus raspaditos, melate, superlotto y cachitos de lotería, de camino a la zapatería, a la carnicería, la verdulería, pescadería o a los expendios de café, tacos y comida corrida, tortillas de harina y otras especialidades cuyos vendedores forman un abigarrado conjunto que se disputa a gritos y ademanes  la clientela que circula como hormiga borracha por los pasillos del histórico conjunto comercial.

En la explanada del mercado, se encuentran los boleros ejerciendo su oficio, los oradores políticos con la denuncia, convocatoria o campaña del momento, tratando de interesar al pueblo refugiado en una insostenible modorra cívica; de vez en cuando conjuntos musicales de jóvenes que aporrean con entusiasmo tambores africanos que hablan de otros paisajes y contextos. Más delante, llueven las amenazas de fuego eterno, de horrores apocalípticos, de venganza y castigo divino, en voz de los miembros de algún culto protestante que blanden con furiosa enajenación un ejemplar de la biblia en una perorata depresiva. Mientras que aquí se promete el infierno a nombre de Dios,  allá se convoca al pueblo a salvarse mediante la acción contra el mal gobierno. Por un lado, el castigo y la oscuridad absoluta, mientras que por el otro, la promesa de un mejor futuro gracias a la movilización ciudadana.

Entre el evangélico, mormón, metodista o testigo, y el orador político, los boleros y marchantes, se encuentra en asentamiento casi regular una variopinta masa sedentaria. Jubilados y pensionados, miembros del grupo de la tercera edad que pasan revista al acontecer del día, actualizan su información, intercambian experiencias de hospital o consultorio médico, laboratorio de análisis clínico o las notas necrológicas del pueblo, el barrio, la familia o los contertulios.   


En los alrededores del mercado, donde menudean los puestos de hot-dogs, una clientela itinerante que no falta repone los triglicéridos, el colesterol y los microbios perdidos en algún encuentro accidental con la salud. Los tacos de carne asada, aguas frescas y confituras industriales complementan el desastre digestivo de un día por las calles del centro. Tras el simulacro de comida y las compras que se pudieron hacer, la gente emprende el regreso a casa. Mañana será otro día.

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