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miércoles, 4 de diciembre de 2013

Reforma política, ¿qué cosa es eso?

El gobierno de Copetitlán cuenta en su haber un año de reformas que, con pompa y circunstancia, ha anunciado, impuesto y presumido ante propios y extraños.  En una curiosa versión del parto de los montes, las tierras copetitlanas se viste de gala para dar la bienvenida a la modernidad, a la puesta al día y a la vanguardia que tuvo que esperar 12 años para llegar al puerto de ilusión que es el senado y la cámara de diputados, logrando salir con oreja y rabo de la faena estelar que hace rugir de emoción y ovacionar desde las graderías a los observadores internacionales que comen y beben a la salud de las trasnacionales de la alimentación, el petróleo y las finanzas. El viejo aserto de que México era un país muy fácil de conquistar porque bastaba controlar a un solo hombre tiene plena vigencia.

Mientras que la mayoría de los copetitlanos buscan en el arsenal de pretextos y justificaciones oficiales las razones de peso capaces de explicar por qué se renuncia a la soberanía nacional, otros más avezados en analizar eso que aún se llama realidad simplemente declaran “es que las dieron a la primera oportunidad”, refiriéndose a las facilidades con que se han cumplimentado los apetitos y la voracidad de las trasnacionales gringas y similares. La serie de reformas aprobadas con una oposición minoritaria tienen  dos lecturas: la primera revela que los partidos mayoritarios y su fauna de acompañamiento son las dos caras de la misma moneda ideológica neoliberal, esencialmente extranjerizante por excluir de sus consideraciones  los frutos de la inteligencia nacional, es decir, suponen que nada de lo nuestro puede ser útil, salvo que sean materias primas y recursos naturales diversos. La formación científica y tecnológica nacional no cubre las cuotas mínimas que requiere el avance de la economía mundial, por lo que se debe servir y supeditar todo al extranjero, porque “ellos sí saben cómo hacerlo”. La anterior percepción recuerda la que tenía Porfirio Díaz víctima de sus complejos por ser de origen indígena frente a los extranjeros blancos.

La segunda declara, simple y llanamente, que los actuales diputados y senadores de los partidos mayoritarios son una bola de desclasados, apátridas y prostitutos legislativos, que aprueban reformas a modo con los intereses de los corporativos nacionales y extranjeros. Como está visto, las mayorías no necesariamente cuentan con la razón histórica cuando hay un gobierno mediático y una población apática y conformista.

Al parecer, la nación se encuentra en trabajos intensivos de bacheo para dar paso a una nueva realidad donde los colores del centralismo brillen con el esplendor del siglo XIX. ¿Para qué molestarse en que cada entidad federativa tenga y decida su forma de elección a los cargos del gobierno? ¿Por qué gastar en órganos electorales locales si alguien desde una oficina a 2 mil kilómetros lo puede hacer bien? ¿Qué caso tiene sostener el viejo lema de “sufragio efectivo, no reelección”, cuando la democracia es administrada desde oficinas centrales al gusto de la clientela extranjera?

La reelección hasta cuatro veces de los diputados, una de los senadores y presidentes municipales, síndicos y regidores, permite que las camarillas puedan marcar su territorio legislativo y aprovechar el poder y la autoridad para hacer negocios. Es indudable que quien busca la permanencia deja de tener compromisos con sus electores populares y, en cambio, fortalece sus vínculos e intereses con los patrocinadores que esperan obtener algo de esa “inversión” política que se traduce en prerrogativas mercantiles. En este contexto, acude al auxilio del reeleccionismo  el aparato mediático integrado por la televisión, la prensa tradicional y electrónica, las agencias de publicidad, diseño de imagen, encuestas y las productoras de objetos como tazas, vasos, gorras, distintivos, banderolas, mantas y demás productos promocionales. Como se puede ver, la parafernalia electoral es un  gran negocio y una ventana de oportunidades para el lucro, la corrupción y los acuerdos corporativos. Basta con ver lo que ocurre en el patio de nuestros vecinos los gringos. Nuestros complejos se revelan en los cambios a la legislación para parecernos lo más posible a ellos: “los extranjeros saben cómo hacerlo”.

Así, mientras el gobierno celebra sus capacidades imitativas, la realidad copetitlana transcurre con una originalidad sospechosa por ser propia: las variadas dimensiones de lo nacional parecen fundirse en una sola voz, en un reclamo que surge de las entrañas mismas de la patria: ¡Basta ya de farsas neoliberales! ¡No a la entrega de los recursos nacionales al extranjero! ¡Por una educación pública nacionalista, gratuita y de calidad! ¡Por una democracia real y sin exclusiones! Los discursos de corte triunfalista que asocian nuestro progreso a un conjunto de reformas que fueron diseñadas por el enemigo no convencen a la mayoría de los ciudadanos. Por eso la protesta popular está a la orden del día, y así seguirá.


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