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miércoles, 21 de noviembre de 2012

De educación y civilidad

Como se sabe, el gobierno de la república ha tratado, por todos los medios a su alcance, de sepultar bajo una montaña de consideraciones burocráticas de corte eficientista un hecho histórico central para la vida institucional mexicana: la revolución de 1910-17 y sus consecuencias económicas, políticas y sociales.

La derecha parece ser selectiva con las fechas a eliminar, eligiendo aquellas que ponen en serios aprietos su discurso entreguista a Estados Unidos y la idea de que la pérdida de soberanía es simplemente una ventana de oportunidades de negocios con quienes tienen dinero para invertir, pocos escrúpulos para hacerlo y alta capacidad destructiva para movilizar fuerzas que eliminen adversarios. Así las cosas, tenemos un gobierno pusilánime y alcahuete del prostíbulo de puertas abiertas que se ha dado en llamar libre comercio entre desiguales, inaugurado por Salinas de Gortari mediante la firma apresurada del Tratado de Libre Comercio y la no menos apresurada incorporación a la órbita de los intereses estratégicos de EEUU en Latinoamérica, mediante la militarización de la seguridad pública y el paso franco a la operación de sus agencias en territorio nacional.

La vida civil mexicana se encuentra atada a las conveniencias del Departamento de Estado y la investigación y persecución de delitos se mastica en inglés y se digiere en español con las deficiencias propias de un modelo estandarizado que no reconoce las diferencias digestivas del organismo social en que se aplica. En este sentido, somos una sociedad indigesta por estar sometida a una dieta rigurosa de ineptitud e irresponsabilidad, que ha cobrado víctimas por decenas de miles por sudar calenturas ajenas, lo que no concluirá con el sexenio sino que amenaza continuar con su labor destructiva después del 1 de diciembre.

Mientras las instituciones políticas caen en picada al fondo del sótano económico donde nos encontramos, la educación corre en línea paralela con la debacle social. En este rubro también el discurso triunfalista y esperanzador del gobierno se pierde en las trivialidades de una modernidad prestada y sin fundamentos nacionales que nos convierte en colonia de empresas trasnacionales y en campo de pruebas del imperialismo económico y militar de Estados Unidos, por lo que el modelo educativo que se decreta ni permite el crecimiento económico ni el desarrollo social, y sí una convicción morbosa de dependencia hacia otra política y otros intereses. El resultado es palpable, porque en el nivel básico se chatarriza la formación para que el nivel superior decrezca en calidad y pertinencia, obligando al estudiante a realizar estudios de postgrado que intentan enmendar las fallas y debilidades de la licenciatura.

Tenemos como resultado una educación enferma de raquitismo crónico, un profesorado atento a la cosecha de puntos meritocráticos que huelen a simulación y autocomplacencia, una calidad formativa que apunta hacia el discurso y la práctica del engaño y la corrupción, al trivializarse los aspectos sociales del ejercicio profesional, ahora changarrificado por una ideología inmediatista e intrascendente por su acento en el logro económico como forma de realización personal “haiga sido como haiga sido” (Calderón dixit).

Si en la docencia es patética la situación, en materia de investigación no se puede decir otra cosa que difiera radicalmente. Muchos investigadores se convierten en expertos en el llenado de formatos institucionales en procura de apoyos financieros, se ven obligados a abandonar el laboratorio y el cubículo para lanzarse a la calle en pos del recurso necesario para pagar los costos del proyecto en curso: “Si no salgo a buscar, ¿quién pagará a los becarios?” Tocan puertas y venden imagen, resultados y aplicaciones al postor mejor dispuesto a comprar; sacrifican principios y acallan conciencias; dejan embarrada la dignidad en las antesalas y en las oficinas públicas; maquillan resultados en aras de acatar la demanda del patrocinador; hacen trajes a la medida del gobierno en turno mediante asesorías o presentación de proyectos, visten de galas académicas las decisiones ya tomadas y ven como negocio el esfuerzo que huye de la academia y cae en la sordidez de los sótanos de la política y los negocios.

El investigador promedio actual, obligado por la mercantilización institucional a la renuncia de la dignidad y el compromiso con la verdad, termina aceptando el papel de fichera académica en el prostíbulo de los apoyos y reconocimientos neoliberal. Así, el proyecto, la asesoría o la propuesta de cortar y pegar, como las horas de antesala y de negociación con los funcionarios constituyen su actividad primordial, y la búsqueda de la verdad, el afán de investigar como forma de mejorar el mundo en que vivimos queda en el pasado de sus años pre-doctorales.

Los mismos sistemas de estímulos a la carrera docente y de apoyos a la investigación perfilan y propician el carácter simulador y prostibulario del ejercicio indagatorio, donde predomina la forma y no el contenido porque el logro se mide por la cartera de clientes y los depósitos bancarios y no por el impacto social transformador de los hallazgos. Aquí, la labor investigativa acorta su distancia y se confunde con los azares de la vida galante, dependiente de las exigencias, generosidad y asiduidad de sus usuarios. El científico inadvertidamente se convierte en mercenario y sus productos adquieren calidad mercadotécnica, simplemente justificadora de decisiones gubernamentales o de conveniencias privadas.

El deterioro de la docencia y la mercantilización de la investigación son las coordenadas ideales de la dependencia y el atraso académico, económico y político, que hacen en los hechos que el país siga siendo una colonia. Lo anterior explica la creciente presencia extranjera en los asuntos internos del país y el escaso interés del gobierno en apoyar tanto a la educación como al desarrollo científico. También explica la escasa civilidad con que se conducen los asuntos públicos y los privados.

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