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lunes, 8 de octubre de 2012

Otra vez, el otoño

El cambio de estación implica un esfuerzo de adecuación de los habitantes de estas arideces geográficas y conceptuales. La atonía consume los restos del sudor acumulado durante las largas jornadas de julio y agosto y, finalmente, cancelamos toda esperanza en el dantesco agujero en el que se encuentra, postrada y agónica, nuestra democracia. Sabemos que somos ciudadanos, pero la duda es grande cuando se tocan aspectos tales como el de la plenitud de derechos que, se supone, son inherentes a la calidad de mexicano.


Nadie puede dejar de sentir esa fea sensación de estar abandonado a su suerte, sabiendo que ésta es mala, negra, horripilante y espantable. Las elecciones pasaron cual ventarrón que insiste en soplar en un solo lugar, a una sola gente, como si la redundancia fuera el destino: el ciudadano que vota es un ser que tiende a la minusvalía factual, aunque alguien le cuelgue la medallita de bien portado aunque así ignorado. La certidumbre de que las televisoras son las que mandan invita a apagar el televisor, aunque al final, la inercia llame a sentarse con botanas y bebidas a ver el partido de fútbol, protestando entre comerciales por los fraudes y ninguneos que los hacedores de milagros mediáticos.

Quien dice que no vale la pena votar, en forma inconsciente avala el ocultamiento de la pestilencia política mediante el desodorante de la abstención. En cambio, quien defiende el derecho y la obligación de participar cívicamente en los procesos electorales, pone el dedo en el renglón que debemos enderezar y que se ha torcido gracias a la apatía ciudadana y a los llamados poderes fácticos, que son las excrecencias del sistema corrupto y agónico que nos atosiga. Señalar los defectos y los horrores del sistema es, cívica y políticamente, un imperativo categórico.

Considerando los últimos acontecimientos, podemos afirmar que México es el lugar donde un rayo puede caer dos veces seguidas sin que cause asombro, dado el muy cultivado sentido de la fatalidad que adorna nuestra idiosincrasia. Así, el contrasentido de impulsar una reforma laboral cuando lo correcto era aplicar la ley vigente, apenas puede superar el absurdo de una democracia que admite la compra de votos y los gastos sin límite, ampliamente adobada por corruptelas y trapacerías; así las cosas, somos un pueblo con arraigadas costumbres antidemocráticas y con síndrome de Estocolmo.

Lo curioso de este asunto es que las fuerzas más favorecidas, tanto por la elección presidencial como por la reforma laboral, se revelan como perseguidoras de cada vez más prerrogativas que en nada se relacionan con el interés nacional, y sí con los del extranjero. En este sentido, la oposición a ellas es un acto de legítima defensa del patrimonio nacional y familiar. A estas alturas, es improbable que alguien pueda negar la crisis de credibilidad en la que se han sumido las instituciones nacionales, particularmente las electorales, así como los poderes Legislativo y Ejecutivo federal.

Aquí, como en España, entre otros pueblos azotados por el neoliberalismo, no falta quién llame a la unidad nacional, como una forma chapucera de aplacar los ánimos oposicionistas, ignorando que los llamados a la unidad sólo proceden cuando el interés supremo de la nación está en juego, y no los mezquinos y deleznables de los sectores oligárquicos y sus representantes legislativos.

El otoño no debe ser una estación para enfriar los ánimos, sino una etapa de calentamiento para las luchas que se habrán de librar en diciembre y los meses por venir. Ocurre que somos un pueblo en tránsito hacia sus grandes definiciones, en busca del ideal de país democrático, progresista y libre. Insisto: el otoño también es un buen tiempo para ver hacia el sur y compartir sus luchas por una Latinoamérica unida, independiente y próspera. Así sea.

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