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viernes, 6 de julio de 2012

El arte de perder

Aúlla la prensa modosita en un coro de mascotas del poder que suena histérico, traumático y, a la vez, cómico. La patria se salvaría si no hubiera una plaga de respondones encabezados por López Obrador, el candidato que llenó el Zócalo y calles adyacentes, ese que recorrió el país sin abucheos ni guardias presidenciales, el tipo que se pudo parar en medio de cualquier plaza pública y verse rodeado de ciudadanos de carne y hueso sin tortas de por medio, sin comilonas populares, sin tarjetas de prepago; con tan sólo un mensaje de esperanza y reconciliación nacional vertebrado por la honestidad. “¡Mal perdedor!”, vocifera Milenio, atacado de furor fálico a los pies del PRI de Peña Nieto, del IFE y de la acomodaticia idea de democracia que sustenta el PAN-gobierno.


Peña Nieto niega lo que se ha mostrado por plazas y ciudades: “la compra de votos es una maniobra orquestada por los perdedores”. Supone el telenovelero candidato que las ruedas de molino electorales pasan por la garganta profunda del pueblo miserable, maiceable, corrompido por la carestía de la vida, famélico gracias al modelo económico que Televisa defiende y que el PRI se compromete a perpetuar. Las verdades son artículos de lujo que solamente las clases acomodadas pueden disfrutar en la comodidad de su hogar, en la intimidad de las confesiones de alcoba, de los remordimientos de sanitario, de cuenta bancaria que conforta de las fallas y vergüenzas; pero, la realidad es tan refulgente como el sol que tratan de ocultar con el dedo del IFE. Encandila de tanto brillo.

El aparato electoral mexicano se pertrecha tras gafas oscuras y la ley como garrote manejable según los principios de la relatividad moral que le han permitido sobrevivir a la acción de las masas, porque a toda protesta ciudadana se opone el silencio legal y el descrédito público: el que protesta es un inadaptado, mal perdedor, sociópata y peligro para México.

En el país ganar electoralmente es un asunto que sólo compete a las autoridades del ramo. El ciudadano candidato de organizaciones populares no aplica en la lucha por el poder porque éste se asigna según la ideología a la cual sirve. Se sabe que los candidatos ideológicamente afines que, en este caso son los neoliberales, sólo sirven de comparsas al verdaderamente elegido que es el que tiene más cuentas por cobrar y por pagar. Lo primero se refiere a los compromisos sucesorios del espuriato calderonícola, mientras los segundos dan cuenta de las facturas que habrá de pagar a los patrocinadores fuera de la vigilancia de los topes de campaña. La ilegalidad es algo que se debe condenar “de los dientes para afuera”, pero que permite el suave fluir de las aguas negras del sistema imperante.

Así las cosas, la prensa “seria” seguirá rasgándose las vestiduras y su ejercicio farisaico llegará a conmover al lector poco analítico, poco informado, aquél que cree que Santa Claus puede traer en julio el regalito soñado por el joven sobrino de Alfredo del Mazo y demás encumbrada escoria mexiquense. Para muchos, la comisión de delitos electorales no es razón suficiente como para alterar el orden público. Los acarreos, compra de votos, coacción, y evidentes abusos en la propaganda, son parte del folklore, no hay que fijarse, ¿para qué reclamar el derecho conculcado y la libertad perdida, si de todos modos las cosas van a seguir igual? ¿Para qué mover el agua de esa cloaca en la que hemos convertido al país? ¿Se imaginan a López Obrador como presidente? Seguro va a querer convertir a México en una Venezuela. Es que está loco.

La conciencia de los sin conciencia fluye como el agua del sanitario, por los oscuros canales de comunicación masiva concesionados al lucro y la mendacidad. Son los personajes que el hombre común admira y respeta: “lo dijo Joaquín… Carlos, Denise…”, y si lo dijo debe ser cierto. ¿Qué haríamos en caso de una revolución? ¿Sacrificar lo poco que tenemos? Vale más no moverle…

Frente a los timoratos, los desanimados crónicos, se levantan los inconformes, los rebeldes, los indignados. Para ellos el suelo nacional está parejo y hay que llamar al robo, robo y al fraude, fraude. Parece que nuestras diferencias de opinión no se van a resolver con besos fotogénicos o declaraciones de legalidad. La patria adquiere dimensiones épicas para sus creyentes y la marcha se hace necesaria, como lo es respirar o comer, para el fortalecimiento de la musculatura ciudadana, para reforzar la autoestima, la valía personal y social. El ciudadano sale a recuperar el significado del concepto y, con él, la suma de responsabilidades que le son inherentes. Somos un pueblo que se levanta y camina porque tiene propósitos, destino y dirección.

Si Andrés Manuel López Obrador lleno plazas y avenidas, lo hizo porque catalizó la fuerza de un pueblo ofendido que optó por recuperar la esperanza, la capacidad de construir un mejor lugar para todos. Si se le declara oficialmente perdedor de las elecciones presidenciales, queda el pueblo que lo eligió a pesar de la campaña de desprestigio, orquestada desde el poder político y económico y ejecutada por esa prensa que se manifiesta escandalizada por ese acto de valor cívico que inquieta y molesta: la no aceptación del fraude hiere la sensibilidad del fraudulento, pero la voluntad popular está por encima de las leyes o convencionalismos, por mandato constitucional.

La lucha que se avecina es larga, dura y complicada, pero es la lucha que se debe de librar.

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