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sábado, 4 de febrero de 2012

Paseo dominical por el centro

Era domingo. Salí con el fin de comprar un medicamento. La farmacia a la que iba está cerca del Mercado Municipal en la zona centro de Hermosillo. Desde que tomé la calle que va directamente al Mercado las riadas de gente me pusieron en la situación de un salmón urbano que trata de remontar la distancia a su objetivo luchando contra el obstáculo que representa caminar en sentido contrario a la corriente dominante.

La traumática experiencia se vio compensada por el encuentro con un aparente remanso en forma de establecimiento comercial con especialidad en cualquier cosa imaginable. Al caminar por un pasillo tuve que esquivar a un bólido humano con peso suficiente como para hacerme temer por mi integridad física en caso de un encontronazo. Entre resoplidos de elefante en fuga, el individuo, una masa congestionada de carne tumefacta, grasa y fluidos diversos, pasó dejando una densa estela de olor no sólo confusa sino difusa, aunque definitivamente indicativa de la presencia de algo en proceso de descomposición.

Agucé la vista y no detecté la presencia de ningún cadáver, aunque el rastro odorífero apuntaba hacia la mole resoplante que aún se veía atravesar el local con el desenfado que caracteriza a los obesos con pretensiones de vehículo de la División Panzer, aplastando enemigos, pulverizando edificaciones y eliminando obstáculos apoyados en el peso y el volumen que desplazan. El sentido común me rebeló que el súbito enrarecimiento del ambiente era atribuible a la falta de higiene corporal del cafre, lo que me pareció entendible si se toma en cuenta la cantidad de agua que se requiere para lavar adecuadamente su inmensa carrocería. El hecho me sumió en profundas y serias disquisiciones acerca del servicio público de agua potable.

La anti-higiene ciudadana se debe en muy buena medida a la cómoda disposición municipal de no prevenir el desastre humanitario que viene, toda vez que la carencia de agua y lo esporádico de su empleo redunda en fetideces innombrables. No negará usted que el sudor concentrado durante días o quizá semanas de cuidadosa destilación, convierte a la piel y la vestimenta en un verdadero campo minado para cualquier olfato; en un zona desprovista de lo más elemental para albergar algún atisbo de civilidad y convivencia próxima con nuestros semejantes; en un páramo siniestro donde la muerte social campea triunfante, vencedora de cualquier intento de sociabilidad. Sin embargo, el Ayuntamiento se complace en edificar fuentes y vialidades que servirán para ilustrar los folletines de publicidad inmobiliaria, donde resulta fácil suponer que la demanda de agua subirá y que habrá áreas privilegiadas y zonas de pestilencia colectiva.

De regreso a la calle y con una bolsa conteniendo mis adquisiciones, la nueva ola pestífera que ahora identificaba plenamente parecía ser réplica aumentada de la percibida en la casa comercial dejada atrás. El horror y la náusea parecieron ser los sentimientos dominantes que me habrían de atenazar durante el resto de mi periplo. Reparé en la presencia de los seres humanos que me rodeaban y vi, con curiosidad antropológica, que sus características físicas no eran las típicas de los habitantes de estas tierras, otrora alimentadas con proteínas y minerales producto de la región. La desaparición de abarrotes que surtían productos regionales y su relevo en forma de tiendas expendedoras de enlatados, empaquetados y plásticos multicolores, permite la proliferación de demandantes acordes a esa oferta: seres con un cada vez más reducido poder de compra obligados a consumir chatarra masticable en forma de carnes hinchadas de hormonas, antibióticos y conservadores; frutas, verduras y granos generosamente rociados de pesticidas o genéticamente modificados; botanas y refrescos que pasan a ser el plato fuerte de muchas mesas, cuyos efectos inmediatos son el embuchar cantidades industriales de grasas, irritantes del esófago y estómago, saborizantes y colorantes artificiales inopinadamente permitidos para el consumo humano, quedando seriamente comprometida la calidad de la ingesta y los resultados de la asimilación. La nutrición y la salud no son actualmente preocupación del gobierno que regula y autoriza la circulación de sustancias tóxicas en el mercado.

Un espectáculo dantesco se estaba desarrollando en las calles de mi ciudad: hombres, mujeres, niños y lo que sea, parecían estar en el contexto de un extraño ritual que insinuaba el clima propiciatorio de la caída del sistema económico o, en el peor de los casos, la permanencia del mismo a costa de las libertades. Gordos, flacos esmirriados, gente greñuda y de aspecto vulgar fingía algún tipo de interacción humana de muy dudosa factura. Sólo Dios sabe el acopio de fortaleza que fue necesario para soportar tal horror. La fauna urbana estaba debidamente representada por verdaderas jaurías macilentas que hurgaban en los entresijos de las llagas citadinas en busca de algún vestigio de humanidad, de decoro ciudadano. Cabe recordar que la civilidad tiene como premisa esencial el empleo y el ingreso digno. Un ciudadano mal alimentado, con la moral a la altura de una alcantarilla, no ofrecerá necesariamente buenos ejemplos de cortesía y generosidad en sus interacciones sociales, incluso puede desarrollar psicopatías que lo impulsen a ejercer su voto por los causantes de la opresión económica y la marginación social que sufre. Quizá por eso la gente ha votado por la derecha neoliberal.

Agotado de tantas y tan oscuras visiones premonitorias, decidí adquirir la prensa del día e instalarme en la silla del lustrador de calzado (vulgo bolero). El joven limpiabotas se aplicó de inmediato a las labores propias de su oficio tras un breve preámbulo coloquial. Lo que prometía ser un breve receso en la tortuosa aventura dominical, pronto se vio interrumpido por la llegada de un engendro dueño de una vulgaridad desparpajada y sin atisbos de urbanidad, que dio en picar las costillas del joven proveedor callejero de servicios. Un coro estridente y obsceno resonó a mis espaldas, por lo que hube de percatarme de la presencia de un grupo de envejecidos haraganes que se habían posesionado de una de las bancas del amplio espacio aledaño al Mercado. Deduje que eran representantes de la tercera edad destacados en el puesto de vigilancia lúdica que usualmente se ve en plazas y jardines públicos, como heraldos graznantes de lo que espera al ciudadano al llegar a la edad jubilatoria, con lo que a los horrores de una ciudadanía sin cabeza se añadió los correspondientes a una vejez sin más propósito que el de vegetar profundizando los huecos de una formación escolar apenas elemental. El suplicio terminó al son del último trapazo sobre la superficie brillante y tersa de mis zapatos. Una vez pagada la cuenta del servicio, emprendí la retirada con prisa, asiendo mis posesiones con la firme convicción de que estaba rodeado de potenciales depredadores, de oscuros facinerosos dispuestos a arrebatarme la prensa del día y la bolsa de las compras. Miré a mí alrededor sin detenerme y logré llegar a la acera de enfrente, tras sortear la carrera de obstáculos que esto significa. La presencia arracimada de policías uniformados con ropajes oscuros no logró más que aumentar mi nerviosismo y pensar en las aportaciones del crimen organizado a la oferta de empleo de la sociedad.

Uno puede pensar que la profesionalización de la criminalidad merced, a la influencia gringa y su presión por demandar cada vez más armamento e “inteligencia”, tiene su exacta correspondencia en los esquemas de entrenamiento y organización de las fuerzas policiacas, el abasto de armamento, equipo aeronáutico, electrónico, intercambio de información y transnacionalización de la seguridad. Ambas vertientes representan la moneda del gran negocio de la intranquilidad social, el nicho de mercado de las corporaciones extranjeras que generan habilidosamente las condiciones que persuadan a sus clientes potenciales a dar el paso de la dependencia en materia de seguridad pública. Los grupos de policías que vi eran de seis individuos entre los que se encontraba una mujer. La policía que me tocó observar caminaba como lo hacen en los viejos western: piernas arqueadas, panza apenas contenida a fuerza de faja o forzada tensión de abdominales, mirada vaga y gesto de indisposición gástrica. He ahí la feminidad diluida como parte de las tácticas disuasorias que reprimen el encanto de ser una joven mujer que, aunque algo entrada en carnes, alcanza a proyectar lozanía y algo de gracia.

El espectáculo de una ciudadanía devastada por la crisis económica y sus efectos psicosociales fue, por decir lo menos, una lección que merece recibir más pronto que tarde quien se conforma con transitar por la ciudad sin ver lo que le rodea, sin percibir en qué nos estamos convirtiendo, sin sentir en carne propia la miseria y el deterioro de la infraestructura, los edificios, las calles, el drenaje, el servicio de limpia y recolección de basura, la calidad de la relación entre personas, el respeto al otro, a las circunstancias y características del modo de vida del vecino, de su derecho a vivir decorosamente, de su autoestima, del orgullo de ser parte de una comunidad, de la seguridad que merece la persona y sus posesiones, de disfrutar ser, en fin, habitante de la capital de Sonora.

Tras el breve recorrido, reflexiono y me invade la indignación y un sentimiento de identificación y solidaridad con mis conciudadanos convertidos en precaristas cívicos, en parias dentro de su propia tierra. Nadie merece un gobierno que le baja la moral cuando hace estallar las expectativas de una vida decorosa y digna. La triste realidad es que somos una sociedad que se autoengaña, que convierte en gracejada lo que es simplemente lamentable, que acude al chiste ramplón y chabacano como salida lúdica a la impotencia, a la rabia de ser un cero a la izquierda en las decisiones sobre su propio futuro laboral, político, cultural, y que lo que hace el gobierno es una forma de ganar tiempo entre elección y elección, entre procesos electorales cuya redundancia los hace planos, insustanciales y predecibles. Las promesas oficiales de mejora simplemente actúan como distractores que alimentan una civilidad chatarrizada, inválida por tener la conciencia deteriorada gracias a la propaganda triunfalista, a las filtraciones oportunas, los escándalos y argumentos de fotonovela, a la sensación de inseguridad que atenaza las conciencias y la obscenidad de las campañas contra el crimen organizado donde son más los muertos accidentales que la contención de los verdaderos delincuentes.

En mi próxima salida, tendré el cuidado de ver tras la apariencia de indolencia vulgar a una ciudadanía capaz de levantarse y caminar por su propio pié, demandante de respeto y celosa de sus deberes y obligaciones cívicos, pero dispuesta a reclamar valientemente sus derechos históricos. Veré un pueblo digno a punto de erguirse porque no desea permanecer más de rodillas; un pueblo orgulloso de su composición pluriétnica, porque el color de la piel, la estatura y los rasgos faciales son algunas de las variadas formas de la caligrafía cultural que compartimos, que nos hace ser un pueblo más de la grande y maravillosa patria común que es América Latina, en la que México se dispone a ocupar el lugar privilegiado que tuvo y perdió por la torpe obediencia al extranjero de los gobiernos neoliberales. Sé que podemos, pero en lo social y lo político el movimiento se demuestra andando. Tomemos la calle.

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