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domingo, 3 de diciembre de 2017

Seguridad interior

Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz sino viene acompañada de equidad, verdad, justicia, y solidaridad” (Juan Pablo II).

El concepto suena alentador cuando se ignoran las implicaciones, los entresijos de este prometedor supuesto: el país necesidad seguridad para seguir adelante, para que el ciudadano común pueda salir a las calles y buscar su subsistencia, no temer por su integridad física o patrimonial, y para que el emprendedor pueda prosperar en sus proyectos. Requiere de condiciones que permitan que la economía funcione sin sobresaltos y que los mecanismos de distribución del ingreso cumplan su función.

Cuando el gobierno habla de legislar sobre seguridad interior cualquiera supone que se refiere a los aspectos arriba señalados, pero la realidad es otra: lo hace refiriéndose a un mecanismo de sustitución de la autoridad civil por elementos de las fuerzas armadas, lo que supone la suspensión de las garantías individuales y el establecimiento de un régimen de excepción. El pacto social se fracturó y la férula que lo debe reparar es de acero y pólvora.

¿Por qué la insistencia presidencial de tener una ley que imita torpemente la abusiva Ley Patriótica de los gringos? ¿Por qué militarizar la seguridad pública y reducir las facultades de los estados y municipios? ¿A qué horas se canceló el Pacto Federal y se puso en su lugar una mala versión del Estado Unitario? ¿A quien favorece que el país se encuentre en una situación de suspensión de garantías constitucionales? ¿Quién provocó el estado de emergencia nacional? ¿Peligran las instituciones de la república y el estado de derecho? En todo caso, ¿por qué?

Considerando la situación en la que viven más de la mitad de las familias mexicanas, la carencia de oportunidades de trabajo digno, la ausencia de programas de estímulo a la economía regional, el abandono del campo y la contención salarial, las espesas redes burocráticas que coartan las iniciativas productivas, la discrecionalidad en las exenciones y la devolución de impuestos a quienes más tienen, se genera un cuadro desolador de la economía y la calidad de vida del mexicano promedio, más los horrores de quienes no poseen nada, salvo su existencia como precaristas permanentes y expulsados de los beneficios del progreso. Mientras el país refrenda su vocación de traspatio de los gringos y colonia de explotación de las transnacionales, vemos que nuestra economía es dependiente, expulsora de fuerza de trabajo que emigra y reporta remesas.

Tenemos empleo condicionado a la facilidad de los despidos y a la ausencia de prestaciones ligadas a la seguridad social; tenemos la privatización de los servicios de salud y la reducción de la presencia estatal en éstos y otros renglones de la actividad económica y social. Los derechos se condicionan y relativizan merced a las llamadas reformas estructurales y las promesas de progreso se quedan en torpes remedos de solución, en programas asistencialistas que solamente generan clientelas.

Nuestros recursos naturales dejaron de ser importantes y los otrora considerados estratégicos, como el petróleo, son parte importante del botín que se ofrece a las empresas extranjeras bajo el supuesto de la apertura de los mercados y la competitividad. Somos una economía abierta sin haber sido antes una consolidada, fuerte y bien integrada, capaz de proporcionar un nivel de vida digno a su población. De ahí que la dependencia se haya fortalecido y profundizado con el TLC y caído en estado de mayor vulnerabilidad con las reformas neoliberales.

En estas condiciones de bajos salarios, de inestabilidad y precarización del empleo, ausencia de seguridad social y creciente delincuencia, ¿qué hace el gobierno? Lejos de buscar dar seguridad en los empleos, fortalecer el ingreso y la economía familiar, incrementar su capacidad de compra, ofrecer oportunidades de inversión con responsabilidad fiscal y social, se hace lo contrario. Una economía precaria, dependiente, sin mecanismos adecuados de generación, distribución y redistribución del ingreso donde las instituciones sociales y políticas son las primeras víctimas de un modelo viciado, corruptor y depredador, da por resultado la ruptura del tejido social y, por ende, el endurecimiento de las medidas de contención ciudadana: el desorden provocado por el modelo obliga a la militarización de la seguridad pública y lo civil se subordina a la bota militar, generando una situación de guerra civil apenas disimulada que hace necesaria la imposición de una Ley que legitime la intervención armada.

La Ley refrenda la incompetencia del gobierno federal y, al mismo tiempo, avala la desafortunada guerra que desató el panista Calderón, una guerra que debió evitarse, que nunca debió ser. La historia reciente del país demuestra que da lo mismo un gobierno del PRI o del PAN, porque su matriz ideológica es la neoliberal. Dejaron de haber diferencias de concepción sobre el país y su destino, se pulieron las asperezas ideológicas y sobrevino una crisis de identidad que se resuelve con la diáspora de una militancia cada vez menos definida, mas oportunista, más clientelar.

Al fracaso de la economía sigue el de la política y el de la estabilidad e integración social. En estas condiciones la incompetencia genera mecanismos de respuesta facilones, burdos e ineficaces, pero igualmente represivos: la contención de disidencias, la opacidad como sistema, la corrupción y el desorden gubernamental se unen y ponen al servicio de los intereses transnacionales, dejando hecho polvo el compromiso con la nación y la identidad nacional. Si no los puedes convencer, reprímelos. Para eso está la Ley de Seguridad Interior.


México está enfermo, sus males se han agravado de tal manera que hay que ponerle camisa de fuerza a la ciudadanía, contenerla, amedrentarla, reducirla a estadística, víctima permanente de abusos y engaños. Para esto están las fuerzas armadas metidas a instrumento ciego de represión y aniquilación de ese enemigo histórico de las dictaduras: el pueblo.

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