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miércoles, 29 de marzo de 2017

País de sombras

                                                          “Nadie puede llevar una máscara siempre” (Séneca).

La militarización del país pasa por ser preocupación por la “seguridad interior”, campo que se puede interpretar como la posibilidad de parecernos a una sociedad militarizada, dictatorial, represiva y carcelaria, pero con la sana intención de acabar o por lo menos disminuir la criminalidad. La ironía es clara y así atemorizante: los militares les truenan los dedos a los legisladores en una exigencia insólita, pues legalizar la intervención de las fuerzas armadas en los asuntos que corresponden al orden civil es un despropósito cuando no una desmesura. Huele a golpe de Estado donde quien promueve parece ser el Ejecutivo con la complicidad del Legislativo, y una especie de cerco de bayonetas cerca del trasero de los representantes que gozan de sueldos y prebendas inimaginables en un país azotado por la carestía de la vida y la infamia de impuestos y tarifas que tienen la virtud de despanzurrar cualquier presupuesto familiar.

Por lo que se ve, el supremo gobierno está más dispuesto a legislar por la mano dura y la represión que por el bienestar ciudadano, quizá porque en el corto plazo resulta ser más barato abatir opositores y nulificar disidencias que crear empleos y administrar con justicia y honestidad el erario. Cuestión de tiempos y prioridades, de enfoques e ideas de país que chocan en los distintos espacios de interlocución que quedan, si tomamos en cuenta que México es un país donde las ideas se entierran en fosas comunes y los escarmientos se dan en las calles, lugares públicos y domicilios particulares, en forma de amenazas, atentados y asesinatos de periodistas, luchadores sociales urbanos y rurales, dirigentes indígenas y sindicales, entre otros objetivos de pacificación y control cuando fallan los estímulos económicos y las presiones psicológicas.

La inseguridad que reina en las calles y barrios de México no puede ser solamente gratuita, casual u ocasional, pues sugiere una cierta intencionalidad de inducir a la sociedad a aceptar medidas que coartan libertades y derechos ciudadanos. Una granada que estalla en una festividad cívica, una balacera que tiene como caja de resonancia mediática un bar, una discoteca, una boda, incluso un funeral, no pueden ser obra de la mala fortuna, la mala leche de un loco, el desahogo de un imbécil, o la broma macabra de un sociópata resentido. El terror es un instrumento político, un arma de manipulación social que ablanda resistencias, nubla el buen juicio y estimula los impulsos más primitivos de la sociedad.

La pobreza arrastra una cauda de enriquecimientos “inexplicables”, corruptelas grandes y medianas, tráfico de influencias, abuso de autoridad, complicidades varias y la certidumbre de que la impunidad se encargará de enterrar los restos de culpabilidades y reincidencias. El ser pobre en un país como el nuestro, es actuar como testigo mudo de los excesos y abusos de un sector minoritario de la población sobre una mayoría hundida en la apatía y el conformismo, en la minusvalía que el propio sistema se encarga de imbuir en los posibles opositores, en los jóvenes y en los niños que revientan sus valores y aceptan la eventual posición de distribuidor de drogas al menudeo, ratero de barrio, asaltante de colonia, roba carros, o cualquiera de las especialidades delictivas de mediano pelaje en las que puede caer la amplia población de desempleados, subempleados o trabajadores precarios que produce cada año el sistema. En nuestro estado la seguridad se convierte en un bien escaso y donde la justicia se ofrece como un logro antes que una obligación pública, susceptible de ser moneda de cambio para la oferta privada de vigilancia y control de riesgos, así como para el fortalecimiento de relaciones con los gringos, siempre especialistas en la generación, administración y control de la violencia y su utilización geopolítica.

No es difícil imaginar que la violencia e inseguridad crónicas obran en beneficio de la imposición de un esquema de control político de disidencias y oposiciones, y que sirve para que los proveedores especializados en materia de tecnología de vigilancia y registro de actividades en áreas públicas o privadas hagan negocios sin sentir escrúpulos morales, persuadidos de que sus productos hacen que la vida citadina sea menos mala de lo que pudiera ser, así como un factor de enriquecimiento por concepto de incentivos y comisiones a funcionarios públicos complacientes.

Si la violencia, la inseguridad y los negocios del ramo prosperan, entonces debemos suponer que el sistema permite que los problemas no se resuelvan y, al contrario, se profundicen, en donde termina por ser necesario un elemento de control lo suficientemente fuerte como para dominar las tendencias disruptivas del sistema. Aquí, la inclusión de los militares en el juego de poder puede ser un factor de control de daños, de institucionalización de la violencia cuando la competencia es desbordada y se transforma en anarquía, pues los negocios no funcionan cuando se satura el mercado al punto de que la competencia es de vida o muerte y la violencia es su producto natural. En este sentido, la bota militar es el recurso obligado de contención en un sistema en descomposición. Y aquí estamos.


Es curioso que la gobernadora del Estado insista en impulsar una “megarregión” con Arizona, atraer inversiones extranjeras, apoyar a los empresarios mineros, y la llamada ley de seguridad interior, sin ningún reparo, en tiempos en los que la corriente internacional se ha vuelto hacia los cauces del fortalecimiento del mercado interno y los recursos nacionales. De hecho, la ola de la globalización está en un reflujo que bien pudiéramos aprovechar pensando en el fortalecimiento de la capacidad productiva local y regional mexicana. Ojalá que haya sensatez, sentido nacionalista, amor a la patria y, sobre todo, verdadera vocación de servicio. Pero los pronósticos van en sentido contrario. Triste papel.

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