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domingo, 23 de agosto de 2015

De la "carrilla" al bullying

                                                              
                                                                            ¡Oh tiempos, oh costumbres! (Cicerón)

El día martes 18 de este mes, en Navojoa, una joven saltó de un templo con el ánimo de suicidarse. No lo consiguió. Ahora está en manos de los médicos para atender sus heridas físicas, mientras que las psicológicas tendrán que esperar un tiempo. A la fecha son varios los opinantes especializados que dejan ver la posibilidad de algún problema de relaciones no resuelto. Se especula que puede ser alguien víctima de acoso escolar o del consumo de substancias que afectan la conducta. Palos de ciego, escopetazos teóricos que buscan academizar un problema humano que estalló en mera jeta de un buen número de mirones dispuestos a tomar con sus celulares el momento preciso en que la chica se lanzara al vacío. El campanario de la iglesia, en Navojoa, fue el escenario terrorífico que convocó morbosidades pueblerinas y dejó fuera al exorcista de los demonios adolescentes: párroco, bomberos y policías miraron durante 45 minutos el espectáculo, sin poder hacer algo.

Las razones o sinrazones de la chica importan cuando se trata de situaciones que conmueven a la sociedad sonorense porque tras el hecho hay una persona que sufre. Las explicaciones son inútiles cuando se trata de simplemente documentar el “caso” y se deja fuera al ser humano actor y víctima del drama. El asunto cuenta con la atención de muchos gracias a la prensa y las redes sociales, pero en la mayoría de las veces, el silencio social cubre los gritos individuales y los convierte, si acaso, en anécdota compartida en la sobremesa, en el café o la cantina.

El caso de Jazmín, la suicida frustrada, sirve de ejemplo de cuán solos están los jóvenes en una sociedad altamente comunicada, con redes sociales y medios audiovisuales al alcance de todos, pero en igual forma despersonalizada y ajena. El acceso a internet hace posible estar en sintonía con una multitud de personas en cualquier parte, de suerte que se crea la ilusión de la relación interpersonal afectiva prescindiendo de la presencia física y la cercanía con el interlocutor se reduce a pixeles, a bites que pululan en el ciberespacio. El calor humano es sustituible por un producto tecnológico al alcance de las mayorías, con lo que el mundo queda expuesto en la pantalla de mi compu. Así las cosas, ¿para qué sufrir las molestias de la relación humana en vivo, próxima y física? ¿Qué necesidad de oler y sentir aromas y texturas que quizá me sean indeseables? ¿Por qué discutir con otros cuya opinión me puede importar un rábano? ¿Qué caso tiene soportar interlocutores a veces groseros y que son capaces de interrumpir mis dichos? La solución radical a este tipo de inconvenientes comunicacionales la da el internet ya que aísla a los sujetos en una burbuja protectora de su intimidad, o justamente todo lo contrario cuando los datos personales son asunto de cualquiera y, por ello, objeto de los comentarios, críticas y burlas ajenas.

Poner la vida personal en el escaparate de las redes sociales resulta ser altamente antisocial por su vertiente  destructiva: saber de deseos, inquietudes, temores, angustias y expectativas del otro, supone una oportunidad dorada para resolver el propio conflicto mediante la burla, agresión y acoso. Así, la disminución del otro actúa como compensación de mi propia enanez.  

Pero volviendo al asunto, el acoso escolar puede ser causa de muchas desgracias para quien lo sufre, porque supone la relación no deseada de víctima y victimario. El abuso trasciende las fronteras de la broma, de la simple “carrilla” entre compañeros como forma jocosa de resaltar el error ajeno, como forma de relación en la cual la comicidad es involuntaria y los comentarios y risa provocada son transitorios y terminan diluyéndose sin más problema ni daño a la dignidad de quien fue su objeto.

¿Quién no fue el centro de cotorreos y burlas eventuales por errores o accidentes jocosos en la escuela? Todos cuantos sufrimos alguna vez este tipo de respuesta sobrevivimos sin trauma, será porque la “carrilla” era inocua, pasajera, lúdica.

Muy otra cosa es el acoso escolar que se sufre por obra de compañeros con cierto ingrediente de sadismo en sus acciones. La broma se convierte en una forma de agresión que se vuelve prolongada y cruel. El deseo no es divertirse sino afectar de la peor manera posible al compañero en el papel de víctima, como si la vejación infligida hiciera crecer la autoestima del agresor. El victimario es un enfermo que afecta la salud física y mental de la víctima por su reiterada manifestación de desprecio y agresividad. La humanidad de uno resiente la inhumanidad del otro, con lo que se desarticula la idea de mundo y de relación social de los actores. Naturalmente, quien lleva el rol pasivo acaba por desear el fin, a como dé lugar, del martirio, muchas veces mediante la auto-aniquilación.


Las autoridades y padres de familia se preguntan qué hacer frente este problema y sólo atinan a buscar una solución jurídica en forma de una “ley antibullying”. No estaría mal revisar si en el seno del hogar existe comunicación entre padres e hijos, si la situación económica obliga a que ambos progenitores trabajen y dediquen poco tiempo a la vida familiar, si la permanencia frente a la computadora, particularmente las redes sociales, ocupa la mayor parte del tiempo, si la violencia forma parte importante del entorno social, si hay violencia intrafamiliar, si se supervisa lo que ven los hijos en la televisión o en línea, si hay un ambiente de exclusión en el hogar y en el entorno escolar; si los maestros vigilan el comportamiento y las interacciones de sus alumnos, si están dispuestos a asesorarlos y, eventualmente, aconsejarlos sobre asuntos escolares y extracurriculares. Muchas de las soluciones se encuentran en nuestras manos, frente a nosotros. No perdamos de vista que los problemas humanos se deben abordar con humanidad, no con el garrote legal. ¿Por qué no recuperar el sentido común y el respeto entre semejantes? ¿Por qué no replantear las relaciones de trabajo, la dignidad de la educación y los valores familiares? 

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