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sábado, 1 de noviembre de 2014

El terror nuestro cotidiano

Hoy no se puede explicar México sin sembradíos de estupefacientes, campesinos e indígenas rentistas y carne de cañón de ambiciosos agricultores neolatifundistas; explotación infantil sexual y laboral; ataques contra la familia, los estudiantes, los viejos, los indigentes, los trabajadores y sus organizaciones, en medio de una andanada de declaraciones demagogas o francamente imbéciles.

Nuestra alimentación intelectual y emocional pasa por los anaqueles de la televisión de paga o abierta, y se surte de detritus debidamente empaquetados para ser atractivos a las tele-audiencias, en forma de programas vomitivos donde las miserias humanas pasan lista de presentes en los reality shows, en los espacios de noticias convertidos en espectáculo, donde la muerte posa cargada de maquillaje para acentuar su dramatismo, donde los primeros planos son acaparados por la sanguinolencia y brutalidad de la mutilación, del estallamiento visceral, de la fractura expuesta, tanto como las deshilachadas formas de los muertos.

Si una víctima no basta para alimentar la necrofilia informativa, el sistema nos provee en un abrir y cerrar de ojos de una docena, o medio centenar de imágenes que irán a surtir las redes sociales, los medios impresos, los comentarios de cafetería, restaurante, cantina, la sobremesa hogareña, los tiempos vacíos en el trabajo, la calle, el transporte colectivo, nuestros pensamientos y sueños transformados en pesadillas de la vida real que eliminan el descanso, la tranquilidad momentánea a que tenemos derecho para seguir con nuestras vidas con cierta lucidez.

Lo cierto es que nos acostumbramos a la zozobra, a las descargas de adrenalina que cada vez son menos suficientes en la lógica de la vida que el sistema nos impone como normal. Terminamos siendo adictos al escándalo, a la fascinación morbosamente pegajosa del discurso de la violencia, aquí o en el extranjero. Lo que ocurre en medio oriente, en África, en el recóndito sur, alimenta una especie de expectativa de ocurrencia más próxima, menos lejana e indiscernible, más visible y sensible que nos impacta pero que sustenta algún mecanismo que recalibra la sensibilidad y, por ende, exige nuevas cuotas de estupefacción. En otras palabras, se crea tolerancia al horror.

Los espacios de diversión en forma de series televisivas, películas y videojuegos no sólo replican las condiciones de la realidad subhumana que se viven en cualquier ciudad o país del mundo, sino que crean y profundizan las más oscuras fosas de la conciencia torcida de los criminales, la enfocan y magnifican sus viciosas compulsiones, sus hallazgos de terror, de dolor y muerte. No es raro encontrar casos donde la realidad se ve influida por el videojuego, en una réplica donde el genocidio es necesario y divertido, donde el asesinato programado o espontáneo forma parte de las emociones digitalizadas que el espectador busca y disfruta.

Y qué decir del sexo desaforado donde el objeto del deseo puede sufrir las consecuencias del rechazo en formas difíciles de imaginar en una mente normal. La violación, el secuestro con fines pasionales, la mutilación, tortura y las más abyectas humillaciones en la pantalla son juego, divagación lúdica, fantasía objetivada en imágenes que sugieren rutas y posibilidades que llaman a la experimentación en tiempo real. En este escenario, la moral y sus principios son palabras que pierden significado, una vez minimizado y relativizado su valor. Asimismo, las series de televisión nos persuaden de que lo que llamamos normalidad es discutible, que la familia puede e incluso debe ser de otra manera, más plural y divertida, menos apegada a tradiciones y objetivos que supone deberes y obligaciones formativos y permanentes.

Nuestra idea de lo social pasa por las modas, por la subcultura de importación que confronta nuestra matriz identitaria y lucha por diluirla y condenarla al basurero de la obsolescencia impuesta por el nuevo modelo de relaciones de la globalización. En este sentido, la identidad cultural es atacada por los medios masivos de manipulación privados y públicos, en un afán de homogeneizar lo que es de suyo diferente. En otras palabras, la imposición de un modelo económico se acompaña de la implantación de un modelo cultural que lo sustente. Ya no somos personas sino objetos intercambiables y desechables en el tablero de operaciones del sistema económico vigente. En este sentido, atacar la seguridad de las personas, generar la sensación de invalidez, de minusvalía, sirve para introducir la idea de que la resistencia es inútil, que la fatalidad tiene un rostro y que es el del modelo económico impuesto desde fuera.

Los asesinatos, desapariciones, los secuestros, la violencia generalizada tienden a introducir en la mente del ciudadano la idea de la vulnerabilidad, de la indefensión, de la inutilidad de oponerse al enemigo sin rostro que amenaza desde cualquier parte. La ciudadanía aterrorizada busca refugio en las soluciones radicales, de suerte que puede llegar a apoyar medidas que alteren el orden constitucional, que propicien la represión ciudadana por parte del Estado, que las garantías individuales queden en el limbo. Lo más peligroso es que se orille a un pueblo a renunciar a su soberanía y que otro, ajeno y poderoso, se encargue de organizar, administrar, y operar su sistema de justicia.

México, mediante la firma del llamado TLCAN-Plus, firmado por Vicente Fox y George Bush, incorporó el tema de la seguridad nacional y la puso en manos de Washington. Al poco tiempo se firma la Iniciativa Mérida que colombianiza al país y surge la llamada guerra contra el crimen organizado, bajo el gobierno de Felipe Calderón, donde se combate al narcotráfico empleando a las fuerzas armadas, las cuales sirven de peones y choferes de los militares y agentes del país vecino del Norte. Como todos saben, el resultado ha sido la pérdida de miles y miles de vidas humanas, ha desestabilizado al país, violentado la convivencia social, aterrorizado a regiones enteras, cancelado fuentes de trabajo en el campo, expulsado a la población, entre otros problemas de lacerante actualidad.

La inseguridad pública se ha elevado a niveles alarmantes, construyendo la escenografía perfecta de la ingobernabilidad y el pretexto apropiado como para que EE.UU. se manifieste preocupado por su vecino del sur y algunos legisladores propongan la intervención directa armada para “poner orden” en su traspatio, por razones de “seguridad nacional”.

El estallido de una granada en una celebración pública, la proliferación de retenes federales, de operaciones sorpresivas y violentas en barrios citadinos, las balaceras nocturnas en zonas residenciales, los asesinatos en lugares públicos, la represión sangrienta a grupos ciudadanos o estudiantiles, el secuestro por parte de agentes de la ley, la fabricación de culpables, la criminalización de las manifestaciones y protestas ciudadanas, el hostigamiento y muerte violenta de reporteros y comunicadores, forman parte de las herramientas de disuasión política que sufre el ciudadano. A ello hay que agregar los interrogatorios policiales, sin objeto ni propósito legítimo, el hostigamiento a las víctimas que denuncian los atropellos, el descrédito y fabricación de culpas a los luchadores sociales, a los jóvenes, estudiantes, trabajadores, o simples testigos de la violencia en las calles, escuelas, barrios, hogares y conciencias. 

Lo anterior se complementa con la profundización de reformas que en cualquier caso favorecen al capital sobre el trabajo; a la inversión extranjera sobre la nacional; al Mercado sobre el Estado. En la vida cotidiana se ve que los contratos colectivos de trabajo se afectan, minimizan y violan sistemáticamente, sin que la autoridad laboral haga otra cosa que proteger al patrón; asimismo, los sueldos y salarios disminuyen en términos reales año tras año, a la vez que los precios de los bienes de consumo familiar incrementan sus precios, igual de los combustibles y otros servicios públicos como la electricidad y el transporte. Las facilidades para que una empresa despida trabajadores aumentan así como las contrataciones por períodos cortos y sin seguridad social. La nueva legislación laboral propicia el despido y la rotación de personal, la supresión de prestaciones sociales y la inseguridad en el empleo, que ahora es precario, eventual y volátil. A la violencia económica se agrega la social y la política, la laboral y la familiar, ya que el trabajador carece de estabilidad y recursos para una vida familiar decorosa, de suerte que sea imperativo que la pareja o los hijos desarrollen actividades que complementen el ingreso. El impacto emocional de la inseguridad genera cuadros de angustia que afectan la convivencia doméstica y la vida de sus integrantes.

La severa precarización de la vida familiar y personal permite que los partidos políticos emprendan campañas de compra de votos mediante la promesa de bonos, vales, favores y apoyos, además de esquemas de corrupción que se promueven mediante el otorgamiento de tarjetas comerciales a cambio de afiliaciones y votos. La política es una más de las actividades comerciales que relativizan los valores de la democracia hasta convertirlos en una simple operación de compra-venta. 


El conjunto de estos elementos: inseguridad laboral, empobrecimiento personal y sectorial, violencia pública y privada, desmantelamiento de las actividades productivas nacionales, fomento de la inversión extranjera y cesión del dominio nacional sobre los recursos naturales, reformas legales lesivas a la soberanía nacional y a la identidad y derechos ciudadanos, configuran el perfil de un Estado cuya independencia ha dejado de ser plena. Si estos son los problemas, la solución, difícil pero posible y necesaria, es recuperar la memoria histórica colectiva, replantear el gobierno y las leyes y fortalecer la participación ciudadana independiente, libre y consciente, dirigida a un nuevo proyecto nacional.

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