Los tiempos en que el respeto a los
viejos era inculcado en los hogares y que cada familia se sentía obligada y, en
muchas maneras, agradecida con sus mayores, parecen estar no sólo lejos sino
prácticamente borrados de la conciencia colectiva educada en la caducidad de
personas, animales y cosas. El concepto ingenieril de “obsolescencia
programada” abarca también a los seres humanos merced a los impulsos del
mercado que, de la calle pasa a los hogares y los transforma en arenas de
combate entre generaciones que luchan por el espacio vital que se reduce en la
medida en que lo hace el ingreso familiar y las oportunidades de empleo de sus
miembros.
Los viejos, como los cadáveres,
tienden a apestar, a ser engorroso y complicado su mantenimiento y
almacenamiento. La casa es pequeña y se reduce en la medida en que los hijos
crecen ocupando más espacio a la par que la corporeidad de los padres y abuelos
parece estar en un proceso de reducción que termina por exigir su desaparición
formal, sea por muerte o por destierro en alguna casa de acogida para ancianos.
Lo que era tema de las películas gringas ahora parece estar presente en los
guiones de las vivencias nacionales. La crisis que se convierte en destino y
forma de relación vital trastoca el sentido de la solidaridad intergeneracional
y rompe los lazos de la sangre, la memoria y la moral: nos convertimos en
animales de sangre fría, como los gringos, y expulsamos a los que nos dieron
vida, apellido, tiempo y destino.
Lo anterior viene a cuento por causas
accidentales, de esas que ocurren cuando oímos conversaciones ajenas por mera
casualidad: “Lo dejamos en el asilo de ancianos. Es que no lo podíamos atender
por la chamba. Ahí tiene quien lo cuide”. La mujer tras el mostrador de un
puesto callejero de comida chatarra sonríe a su interlocutor, un cliente de
aspecto proletario, mientras recibe un arrugado y mugriento billete de veinte
pesos. Los viejos están mejor en donde tengan quién los cuide, porque la sangre
no llama tan fuerte como lo hace el pragmatismo descarnado de cumplir con “la
chamba”, como si una y la otra cosa fuera opuestas y excluyentes, como si la
atención a la familia y la actividad económica fueran irreconciliables, como si
no fuera posible conciliar el tiempo y el espacio del hogar y del trabajo.
Lo que vemos en la tele de repente es
protagonizado por personas de carne y hueso, de hablar familiar, próximo por
razones de afinidad regional, por una especie de reconocimiento identitario que
como los billetes de veinte pesos se arruga y ensucia al frote de la mezclilla
y de las mucha manos que lo guardan, sacan e intercambian una y mil veces a lo
largo de las semanas y los meses del ciclo vital del billete de banco, sin
perder ese valor que el Banco de México reconoce y respalda, al contrario de lo
que ocurre con el cariño y el respeto que se le profesa a los viejos de la
casa, que al desgastarse convierte a las personas en cosas, en cachivaches que
estorban y que hay que almacenar en los asilos, en esos basureros sociales que
recogen las sobras familiares.
La curva de la vida es más amplia en
la medida en que la ciencia y la tecnología permiten que la esperanza de vida llegue
hasta los 70 años y más, pero este hecho que demuestra el nivel de progreso
alcanzado por la sociedad no es celebrado como un logro, sino que se nos
persuade de lo contrario mediante el rechazo social, el descrédito y la
marginación de los viejos. En las empresas e instituciones educativas es cada
vez más común que se hable despectivamente de “los viejos”, en oposición de
“los jóvenes” que esperan la muerte de don Fulano o de la señorita Fulana, para
ocupar la ansiada plaza que está acaparada por ese vejestorio molesto que actúa
como tapón que obstruye el suave flujo de las aspiraciones laborales de varios
“jóvenes” que esperan el puesto con ansias criminales.
Recuerdo en una asamblea sindical de
maestros universitarios que una abogada, profesora de asignatura, confesó a los
asistentes que le daban ganas de arrojar del tercer piso de un edificio escolar
a un académico viejo, para que desocupara la plaza de una vez por todas y así
abrirse para ella la oportunidad deseada. El canibalismo manifiesto por alguien
educada en el derecho y, por ende, en la legalidad, sólo da cuenta de la dislocación
entre la formación académica y la carencia absoluta de calidad moral inculcada
y cimentada en el hogar y los valores que la familia reconoce, transmite y
practica. ¿La necesidad de empleo inhibe la moral y el sentido común? ¿La
carencia personal de seguridad laboral justifica la agresión y aniquilación
imaginaria de otro ser humano? ¿Por qué atacar al compañero como fuente del
problema y no a la administración que no abre nuevos espacios laborales?
La lucha por el espacio vital laboral
es una lamentable expresión de la falta de oportunidades del sistema dominante
pero también de la carencia de conciencia de clase y necesaria solidaridad
entre los trabajadores para impulsar soluciones justas, coherentes y socialmente
constructivas de un futuro mejor. La torpe ignorancia y el egoísmo más pueril
dominan la mente y la voluntad del proletariado, nulificando su poder
trasformador de la sociedad. En estas condiciones de pobreza moral y política,
seguramente seguirá triunfando el bando de los capitalistas y su sistema
criminal que excluye y degrada a la clase trabajadora. Por eso estamos como
estamos.
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