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viernes, 17 de enero de 2014

Temporada de viejos

Los tiempos en que el respeto a los viejos era inculcado en los hogares y que cada familia se sentía obligada y, en muchas maneras, agradecida con sus mayores, parecen estar no sólo lejos sino prácticamente borrados de la conciencia colectiva educada en la caducidad de personas, animales y cosas. El concepto ingenieril de “obsolescencia programada” abarca también a los seres humanos merced a los impulsos del mercado que, de la calle pasa a los hogares y los transforma en arenas de combate entre generaciones que luchan por el espacio vital que se reduce en la medida en que lo hace el ingreso familiar y las oportunidades de empleo de sus miembros.

Los viejos, como los cadáveres, tienden a apestar, a ser engorroso y complicado su mantenimiento y almacenamiento. La casa es pequeña y se reduce en la medida en que los hijos crecen ocupando más espacio a la par que la corporeidad de los padres y abuelos parece estar en un proceso de reducción que termina por exigir su desaparición formal, sea por muerte o por destierro en alguna casa de acogida para ancianos. Lo que era tema de las películas gringas ahora parece estar presente en los guiones de las vivencias nacionales. La crisis que se convierte en destino y forma de relación vital trastoca el sentido de la solidaridad intergeneracional y rompe los lazos de la sangre, la memoria y la moral: nos convertimos en animales de sangre fría, como los gringos, y expulsamos a los que nos dieron vida, apellido, tiempo y destino.

Lo anterior viene a cuento por causas accidentales, de esas que ocurren cuando oímos conversaciones ajenas por mera casualidad: “Lo dejamos en el asilo de ancianos. Es que no lo podíamos atender por la chamba. Ahí tiene quien lo cuide”. La mujer tras el mostrador de un puesto callejero de comida chatarra sonríe a su interlocutor, un cliente de aspecto proletario, mientras recibe un arrugado y mugriento billete de veinte pesos. Los viejos están mejor en donde tengan quién los cuide, porque la sangre no llama tan fuerte como lo hace el pragmatismo descarnado de cumplir con “la chamba”, como si una y la otra cosa fuera opuestas y excluyentes, como si la atención a la familia y la actividad económica fueran irreconciliables, como si no fuera posible conciliar el tiempo y el espacio del hogar y del trabajo.

Lo que vemos en la tele de repente es protagonizado por personas de carne y hueso, de hablar familiar, próximo por razones de afinidad regional, por una especie de reconocimiento identitario que como los billetes de veinte pesos se arruga y ensucia al frote de la mezclilla y de las mucha manos que lo guardan, sacan e intercambian una y mil veces a lo largo de las semanas y los meses del ciclo vital del billete de banco, sin perder ese valor que el Banco de México reconoce y respalda, al contrario de lo que ocurre con el cariño y el respeto que se le profesa a los viejos de la casa, que al desgastarse convierte a las personas en cosas, en cachivaches que estorban y que hay que almacenar en los asilos, en esos basureros sociales que recogen las sobras familiares.

La curva de la vida es más amplia en la medida en que la ciencia y la tecnología permiten que la esperanza de vida llegue hasta los 70 años y más, pero este hecho que demuestra el nivel de progreso alcanzado por la sociedad no es celebrado como un logro, sino que se nos persuade de lo contrario mediante el rechazo social, el descrédito y la marginación de los viejos. En las empresas e instituciones educativas es cada vez más común que se hable despectivamente de “los viejos”, en oposición de “los jóvenes” que esperan la muerte de don Fulano o de la señorita Fulana, para ocupar la ansiada plaza que está acaparada por ese vejestorio molesto que actúa como tapón que obstruye el suave flujo de las aspiraciones laborales de varios “jóvenes” que esperan el puesto con ansias criminales.

Recuerdo en una asamblea sindical de maestros universitarios que una abogada,  profesora de asignatura, confesó a los asistentes que le daban ganas de arrojar del tercer piso de un edificio escolar a un académico viejo, para que desocupara la plaza de una vez por todas y así abrirse para ella la oportunidad deseada. El canibalismo manifiesto por alguien educada en el derecho y, por ende, en la legalidad, sólo da cuenta de la dislocación entre la formación académica y la carencia absoluta de calidad moral inculcada y cimentada en el hogar y los valores que la familia reconoce, transmite y practica. ¿La necesidad de empleo inhibe la moral y el sentido común? ¿La carencia personal de seguridad laboral justifica la agresión y aniquilación imaginaria de otro ser humano? ¿Por qué atacar al compañero como fuente del problema y no a la administración que no abre nuevos espacios laborales?

La lucha por el espacio vital laboral es una lamentable expresión de la falta de oportunidades del sistema dominante pero también de la carencia de conciencia de clase y necesaria solidaridad entre los trabajadores para impulsar soluciones justas, coherentes y socialmente constructivas de un futuro mejor. La torpe ignorancia y el egoísmo más pueril dominan la mente y la voluntad del proletariado, nulificando su poder trasformador de la sociedad. En estas condiciones de pobreza moral y política, seguramente seguirá triunfando el bando de los capitalistas y su sistema criminal que excluye y degrada a la clase trabajadora. Por eso estamos como estamos.

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