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miércoles, 14 de septiembre de 2011

Lágrimas y gruñidos

La parafernalia conmemorativa del 10º aniversario de la demolición programada de las torres gemelas en el Trade World Center (TWC) de Nueva York, incluye las lamentaciones de un Jeremías sui generis angloparlante, protestante y viciosamente capitalista. Sus lágrimas son aderezadas con gruñidos dedicados a demostrar al enemigo que están de pié, que no se retiran y que su destino es triunfar contra los fantasmas de la realidad deforme de la vigencia del modelo económico y de relaciones políticas que ha puesto en vilo la seguridad mundial.


Desde la visión patriotera estadounidense, el mundo es el escenario de guerra en donde se debaten las fuerzas del mal contra el bien. Las primeras son cada una de las particularidades que hacen distinguible la pertenencia a las diferentes razas, ideologías, culturas y cualidades distintivas de los pueblos de la Tierra, real o potencialmente hostiles a las invasiones o intervenciones militares o políticas de Estados Unidos. Lo segundo queda representado única y exclusivamente como los valores y principios, las acciones y los planes de EEUU declarados por su gobierno.

Lo anterior denota que las políticas establecidas por el gobierno se constituyen sustitutas de la historia y los compromisos civiles y políticos que tradicionalmente han sido considerados como patrimonio político del pueblo estadounidense. El discurso de la defensa de la libertad y la democracia, adquiere matices que le dan calidad instrumental cuando se agrede a otros pueblos por la simple y sencilla razón de que poseen recursos petroleros en abundancia que son “estratégicos” para EEUU. La voluntad del grupo gobernante suple la del pueblo que manipula, desinforma y confunde, lanzándolo a una guerra sin justificación moral.

Los militares estadounidenses son, en última instancia, víctimas de la barbarie institucional que defienden con sus vidas. Son marionetas dirigidas a distancia que trabajan para engordar las finanzas de los empresarios petroleros y los contratistas de la industria militar, de seguridad, transporte, telecomunicaciones, logística. Abren las rutas por donde habrán de circular los productos especializados que solamente en caso de guerra son demandados, imponen la hegemonía del mercado sobre los principios de la política y la institución militar como defensora de la patria se transforma en el brazo armado de los grandes consorcios industriales y comerciales.

Por otra parte, la guerra permite la destrucción de activos, de fuerzas productivas que serán sustituidas por el país invasor. Los edificios destruidos, las fábricas paralizadas e inutilizadas, las vías de comunicación pulverizadas, la población mermada y aterrorizada, permiten la reconstrucción del país agredido con la resultante bonanza del país agresor, ahora proveedor de bienes y servicios y administrador de la economía y la política locales. La guerra “preventiva” y la invasión no reportan beneficios a la democracia y las libertades, sino a la imposición de dinámicas económicas y culturales que destruyen la identidad del pueblo invadido y lo reducen a simple apéndice económico del neocolonialismo occidental.

Nadie puede hablar en serio cuando se argumenta que la invasión y los ataques a las posiciones estratégicas “enemigas” han sido para evitar “baños de sangre inocente”; no existe razón alguna para suponer que los “rebeldes”, se alzan contra un gobierno sin que medie el apoyo económico y político y la labor de prensa internacional que patrocina el agresor. La manipulación mediática y el engaño forman parte del arsenal de las guerras contemporáneas, con su cauda de confusión, desencanto e ilegitimidad de las instituciones.

Estados Unidos, a pesar del extraño premio Nobel otorgado a su presidente, ha dejado de ser un referente válido de democracia y libertades, para pasar a ser un Estado agresor, terrorista y un depredador internacional de alta peligrosidad.

El pasado día 11, se conmemora una década de derramamiento de sangre en la defensa del modelo económico, que ha llegado al extremo de la locura genocida, a la agresión de sus propios ciudadanos, a la cancelación de libertades, a la fiscalización extrema de ciudadanos y extranjeros, al enrarecimiento asfixiante del clima económico y político internacional y a la certidumbre de que el modelo que se impone al mundo es insostenible.

Las lágrimas derramadas por las víctimas son, en cierto modo, una confesión de parte, pero también el aviso de que la tragedia va a continuar azotando a los países con recursos naturales deseables para Estados Unidos. Para eso están los gruñidos amenazantes del discurso patriotero y bravucón que rubricó el aniversario.

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