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viernes, 4 de agosto de 2023

EL LIBRO ES EL MENSAJE

 

“La ignorancia es el peor enemigo de un pueblo que quiere ser libre” (Jonathan Hennesse).

 

Tremendo revuelo ha causado el asunto de los libros de texto de la Nueva Escuela Mexicana, modelo educativo que conecta historia y propósitos de futuro para las generaciones.

Ya ve usted que uno de los oráculos noticiosos de la actualidad nacional ha propuesto quemar a la bruja para evitar la propagación del “virus comunista” y conservar la salud del sistema que sostiene e inspira la inmovilidad social como la mejor respuesta a los problemas de la misma.

La televisora del señor Salinas Pliego en voz e imagen de su bigote mejor recortado nos ha revelado la virulencia de la posesión y lectura de los libros (vehículos del mal y la depravación), por parte de maestros y alumnos con rumbo a un destino incierto: lograr un pensamiento crítico y una identidad basada en el conocimiento de la historia comunitaria y el desarrollo de su sociedad.

Sin duda los horrores de la realidad se complementan con la conciencia de que existen desigualdades, que hay clases sociales, que la distribución del producto social depende de factores ajenos al esfuerzo productivo, que la escasez puede ser intencional, que la enfermedad y muerte son producto muchas veces de la marginación y del atraso, y que éstas a su vez obedecen a los imperativos del sistema económico y el entramado político que lo defiende.

Para ciertos personajes la sola mención de conceptos como oligarquía, clase social, explotación, desigualdad, marginación, disidencia, represión, pueden ser tan irritantes como una mentada de madre en ayunas, y qué decir de las explicaciones sobre los factores causantes de los males sociales así conceptualizados en las ciencias sociales pero dejados en la vitrina de la educación libresca y anacrónica, anodina y neutra tan favorecida por la ciencia “seria y objetiva” que cotiza alto en la meritocracia universitaria.

Parece que el conocimiento para mantener las cosas como están es más tranquilizante que aquél que apunta hacia la transformación disciplinar y social, muy a pesar del discurso progresista que emite la inmovilidad institucionalizada.

Los nuevos libros de texto tienen una visión muy distinta a la tradicional porque pasan del lenguaje y contenidos lineales y momificados a aquellos que aterrizan en la cotidianidad, en la desacralización de las formas en beneficio de la interacción colectiva con la realidad que construimos y que podemos cambiar. Son, para hablar claro, un reto para los docentes, una nueva exigencia de preparación académica, de conocimiento contextual, de creatividad, iniciativa y habilidades áulicas.

Ciertamente llama la atención el lenguaje, más coloquial, un tanto despegado de la corrección gramatical en aras de darle vida y color a la comunicación, aunque sin negar los modos y formas convencionales. Aquí como en el resto la labor del maestro es fundamental, porque el libro es solamente una guía y no un recetario o manual de procedimientos. Orienta, pero no dirige; señala un derrotero, pero abre el espacio de decisión y diálogo a docentes y estudiantes en el marco de los intereses comunitarios.

Declarar que el contenido de los libros de texto gratuitos es un virus comunista huele a macartismo trasnochado, no sólo a lucha inquisitorial por el dominio del conocimiento y la conducta de los sujetos en formación, empeñado en crear camisas de fuerza que limiten las posibilidades de conocimiento de la realidad y, desde luego, de sus posibilidades de transformación.

Los libros de texto nos ponen frente a la historia contemporánea pura y dura, frente a la realidad social que nos empeñamos en ocultar o maquillar. Toda una bofetada a la hipocresía.

En este contexto, vemos con asombro el levantamiento de nuevas fogatas expiatorias del pecado de tener juicio crítico, de quemar y destrozar el texto herético, según proponen tanto Marko Cortés como Javier Alatorre, en una parodia que prospera en las coordenadas de la novela Fahrenheit 451, que bien pudiera sorprender al mismo Ray Bradbury por su cruda estupidez.

Las parvadas de “expertos”, de padres de familia “preocupados”, de organizaciones y capillas piadosamente defensoras del sistema dominante, de buenas conciencias ancladas en la fobia política de la derecha nopalera que ahora llega a extremos protagónicos de rancia intolerancia al cambio y defensa aceda al viejo discurso educativo aséptico, individualista, anodino y autocomplaciente.

Si antes fue el INE no se toca, la SCJN no se toca, ahora los gritos y pedorretas son “con los niños no”, o si se quiere, los libros de texto no se tocan, en una nueva versión del fascismo alemán de los años 30, que quema y destruye libros creyendo que mata conciencias.

Con el rechazo de la nueva producción editorial se defiende la pureza de lo acedo y el valor de lo rancio, de aquello que de tanto conservarlo sólo se parece a los sueños indigestos de la oligarquía pedorra que respira su propia flatulencia.

Aquí no les importa el beneficio de un cambio de enfoque que incorpore historia y señale problemas actuales, que trate de fortalecer la identidad del grupo, que reconozca y acepte la diversidad étnica y cultural, que motive a aceptar la pluralidad social, que construya desde el aula los cimientos conceptuales de la nueva sociedad, del proyecto que todos compartimos, de la utopía que abrazamos.

La lucha por la educación es, por mucho, la lucha por el país. Esa es su importancia.

 

 

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