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lunes, 31 de marzo de 2014

El meollo del asunto.

El tema educativo asalta la imaginación del lector y lo persuade de que la luna no es de queso, la vida no se crea por generación espontánea y que la asignación del presupuesto no depende de la importancia de la actividad beneficiada sino de las prioridades que en algún oscuro sótano financiero se establecen para los satélites institucionales que lo orbitan. El dinero y su disponibilidad es asunto de alta secrecía, de crípticos y complejos designios que los mortales que pagan impuestos y sufren carencias no están en posición de entender a cabalidad, quizá por salud del propio sistema que los acojona día con día.

En nuestra cotidianidad encontramos a cada paso pruebas de que somos objeto de fiscalización continua, que un ente superior y lejano a nosotros nos vigila con el interés con que un entomólogo ve al insecto: el SAT busca mil y una maneras de hacerse con tus recursos, de expurgar cuidadosamente tus ingresos y egresos y sacar la cuenta de esas pequeñas o grandes diferencias contables que te permiten, en proporciones cada vez menores, irla pasando en esta vida tercermundista donde el sueldo parece achicarse más rápido de lo que caen las hojas del calendario quincenal.

La educación, que debiera ser prioridad nacional, se sacude entre los faltantes que impiden su óptima operación y las realidades del presupuesto que pudieran resolver los conflictos laborales pero que no lo hacen. Se dice que los topes los determina lo que puede conseguir la UNAM en sus revisiones contractuales, que es irreal solicitar y, desde luego, aceptar conceder un aumento salarial que rebase el 3.5 por ciento, que es inmaduro, desproporcionado y casi esquina con absurdo pedir más aumentos porque no sería “responsable” hacerlo.

Las autoridades educativas insisten en que no van a caer en la trampa, chantaje o presión de los sindicatos y que debe haber moderación en sus demandas. Algunos funcionarios llegan a decir que los sindicatos tienen “secuestrada” a la institución, que se pone en riesgo el semestre, que se afecta a los estudiantes, que se deteriora el prestigio de la institución, entre otras lindezas que apuntan hacia los trabajadores como los causantes de la debacle educativa nacional.

Desde la cómoda posición de los funcionarios educativos metidos a administradores de las estrecheces presupuestales, parece no existir la idea de que el directivo es esencialmente un gestor de recursos, un defensor de la buena marcha y del progreso y pertinencia de la institución que representa. Los culpables son los maestros y personal de apoyo que exigen en pago a sus esfuerzos cotidianos, e incluso se llega a decir que la noble labor del magisterio es un apostolado, algo así como un oficio místico que se alimenta del gozo espiritual de ver que sus estudiantes y egresados avanzan por la senda del logro personal.

La terrenidad de la profesión docente como la de empleado manual y administrativo parece que no se entiende del todo en el submundo administrativo educativo. Parece como algo desproporcionado, caprichoso, imprudente, molesto y condenable, algo que difícilmente se debe tolerar porque huele mal y es políticamente incorrecto. Las estrecheces presupuestales deben ser comprendidas y no cuestionadas, y las medidas de contención salarial se deben tomar como prudentes ejercicios técnicos que permiten que las instituciones sigan funcionando en el marco de la crisis nacional e internacional que facilita la acumulación de capital en las manos que el propio sistema decide que son las idóneas para ello. En este sentido, las prioridades nacionales y locales dejan de lado aquello que se relacione con la calidad de vida y el desarrollo para centrarse en los objetivos de contención salarial, fiscalización del ingreso, limitación de la acción sindical, criminalización de la protesta ciudadana, descrédito de cualquier tipo de medida por parte de los trabajadores para rebasar los topes impuestos por el gobierno federal que acta las directrices del FMI y el Banco Mundial.

La huelga de la Universidad de Sonora y los problemas que se avecinan en Conalep, por ejemplo, ha puesto en evidencia qué tan frágil puede ser una administración académica subordinada a imperativos externos, a imponderables que forman parte de la caja de recursos del sistema para no cumplir con los objetivos sociales. Lo que parece alarmante es que, en el caso de la Máxima casa de estudios de Sonora, se relativice a tal punto que casi es invisible la autonomía universitaria. La ley orgánica impuesta por Beltrones en 1991, genera las condiciones para la excesiva burocratización de la Universidad, para que los miembros de la comunidad académica funcionen como simples piezas inconexas sin peso real en las decisiones institucionales, y todo el andamiaje burocrático sea una barrera de contención de la iniciativa y creatividad de profesores y estudiantes.   

El discurso individualista y ñoño suple las ideas de solidaridad y defensa de la institución en el terreno laboral y político, se acamella a sus integrantes quienes desprovistos de legitimidad en la acción colectiva optan por inercia a las soluciones individuales: el logro del puntaje en el programa de estímulos a la carrera docente,  el descuento en la cuota semestral, la simulación de éxito y avance en el rendimiento académico como política general que mediocriza y destruye la razón misma de ser universidad.

En este contexto, las autoridades universitarias representan el triste papel de patiño del gobierno y, por consecuencia, se oponen a las demandas de los trabajadores, echan mano de distractores ante la opinión pública, asumen la plañidera rutina de las víctimas de la intolerancia de los trabajadores, a quienes acusan de mil maneras de sacrificar a los estudiantes, estos claramente utilizados como rehenes de los propósitos económicos regresivos que postula la política de financiamiento educativo del gobierno neoliberal local y nacional.

La huelga en la Universidad de Sonora es nuestra versión local del absurdo, de la perversión de los objetivos de desarrollo local y nacional, del fracaso de la política económica neoliberal que nos llega como platillo indigesto y que no nos molestamos en analizar a profundidad por estar en la facilona y resbaladiza carrera de las descalificaciones, el ocultamiento y la complacencia. Los trabajadores universitarios merecen respeto, su lucha es la de todos, y debe ser tomada como un ejemplo de lo que debe y puede hacer un ciudadano en defensa de sus derechos fundamentales. Apoyémoslos.


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