El tema educativo asalta la
imaginación del lector y lo persuade de que la luna no es de queso, la vida no
se crea por generación espontánea y que la asignación del presupuesto no
depende de la importancia de la actividad beneficiada sino de las prioridades
que en algún oscuro sótano financiero se establecen para los satélites
institucionales que lo orbitan. El dinero y su disponibilidad es asunto de alta
secrecía, de crípticos y complejos designios que los mortales que pagan
impuestos y sufren carencias no están en posición de entender a cabalidad,
quizá por salud del propio sistema que los acojona día con día.
En nuestra cotidianidad encontramos a
cada paso pruebas de que somos objeto de fiscalización continua, que un ente
superior y lejano a nosotros nos vigila con el interés con que un entomólogo ve
al insecto: el SAT busca mil y una maneras de hacerse con tus recursos, de
expurgar cuidadosamente tus ingresos y egresos y sacar la cuenta de esas
pequeñas o grandes diferencias contables que te permiten, en proporciones cada
vez menores, irla pasando en esta vida tercermundista donde el sueldo parece
achicarse más rápido de lo que caen las hojas del calendario quincenal.
La educación, que debiera ser prioridad
nacional, se sacude entre los faltantes que impiden su óptima operación y las
realidades del presupuesto que pudieran resolver los conflictos laborales pero
que no lo hacen. Se dice que los topes los determina lo que puede conseguir la
UNAM en sus revisiones contractuales, que es irreal solicitar y, desde luego,
aceptar conceder un aumento salarial que rebase el 3.5 por ciento, que es
inmaduro, desproporcionado y casi esquina con absurdo pedir más aumentos porque
no sería “responsable” hacerlo.
Las autoridades educativas insisten en
que no van a caer en la trampa, chantaje o presión de los sindicatos y que debe
haber moderación en sus demandas. Algunos funcionarios llegan a decir que los
sindicatos tienen “secuestrada” a la institución, que se pone en riesgo el
semestre, que se afecta a los estudiantes, que se deteriora el prestigio de la
institución, entre otras lindezas que apuntan hacia los trabajadores como los
causantes de la debacle educativa nacional.
Desde la cómoda posición de los
funcionarios educativos metidos a administradores de las estrecheces
presupuestales, parece no existir la idea de que el directivo es esencialmente
un gestor de recursos, un defensor de la buena marcha y del progreso y
pertinencia de la institución que representa. Los culpables son los maestros y
personal de apoyo que exigen en pago a sus esfuerzos cotidianos, e incluso se
llega a decir que la noble labor del magisterio es un apostolado, algo así como
un oficio místico que se alimenta del gozo espiritual de ver que sus estudiantes
y egresados avanzan por la senda del logro personal.
La terrenidad de la profesión docente
como la de empleado manual y administrativo parece que no se entiende del todo
en el submundo administrativo educativo. Parece como algo desproporcionado,
caprichoso, imprudente, molesto y condenable, algo que difícilmente se debe
tolerar porque huele mal y es políticamente incorrecto. Las estrecheces
presupuestales deben ser comprendidas y no cuestionadas, y las medidas de
contención salarial se deben tomar como prudentes ejercicios técnicos que
permiten que las instituciones sigan funcionando en el marco de la crisis
nacional e internacional que facilita la acumulación de capital en las manos
que el propio sistema decide que son las idóneas para ello. En este sentido,
las prioridades nacionales y locales dejan de lado aquello que se relacione con
la calidad de vida y el desarrollo para centrarse en los objetivos de
contención salarial, fiscalización del ingreso, limitación de la acción
sindical, criminalización de la protesta ciudadana, descrédito de cualquier
tipo de medida por parte de los trabajadores para rebasar los topes impuestos
por el gobierno federal que acta las directrices del FMI y el Banco Mundial.
La huelga de la Universidad de Sonora
y los problemas que se avecinan en Conalep, por ejemplo, ha puesto en evidencia
qué tan frágil puede ser una administración académica subordinada a imperativos
externos, a imponderables que forman parte de la caja de recursos del sistema
para no cumplir con los objetivos sociales. Lo que parece alarmante es que, en
el caso de la Máxima casa de estudios de Sonora, se relativice a tal punto que
casi es invisible la autonomía universitaria. La ley orgánica impuesta por
Beltrones en 1991, genera las condiciones para la excesiva burocratización de
la Universidad, para que los miembros de la comunidad académica funcionen como
simples piezas inconexas sin peso real en las decisiones institucionales, y
todo el andamiaje burocrático sea una barrera de contención de la iniciativa y
creatividad de profesores y estudiantes.
El discurso individualista y ñoño
suple las ideas de solidaridad y defensa de la institución en el terreno
laboral y político, se acamella a sus integrantes quienes desprovistos de
legitimidad en la acción colectiva optan por inercia a las soluciones
individuales: el logro del puntaje en el programa de estímulos a la carrera
docente, el descuento en la cuota
semestral, la simulación de éxito y avance en el rendimiento académico como
política general que mediocriza y destruye la razón misma de ser universidad.
En este contexto, las autoridades
universitarias representan el triste papel de patiño del gobierno y, por
consecuencia, se oponen a las demandas de los trabajadores, echan mano de
distractores ante la opinión pública, asumen la plañidera rutina de las
víctimas de la intolerancia de los trabajadores, a quienes acusan de mil
maneras de sacrificar a los estudiantes, estos claramente utilizados como
rehenes de los propósitos económicos regresivos que postula la política de
financiamiento educativo del gobierno neoliberal local y nacional.
La huelga en la Universidad de Sonora
es nuestra versión local del absurdo, de la perversión de los objetivos de
desarrollo local y nacional, del fracaso de la política económica neoliberal
que nos llega como platillo indigesto y que no nos molestamos en analizar a
profundidad por estar en la facilona y resbaladiza carrera de las descalificaciones,
el ocultamiento y la complacencia. Los trabajadores universitarios merecen
respeto, su lucha es la de todos, y debe ser tomada como un ejemplo de lo que
debe y puede hacer un ciudadano en defensa de sus derechos fundamentales.
Apoyémoslos.
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