Generalmente se piensa que las
diversas fuerzas de izquierda o simplemente elementos progresistas están
ligados con la Universidad. Debiera serlo, bajo el supuesto de que la
institución es un espacio donde el libre debate de las ideas y la actitud
crítica se acompaña del interés permanente por profundizar las causas y los
efectos de las decisiones de los núcleos de poder en la sociedad, y donde prive
un genuino afán transformador en el sentido de generar las mejores condiciones
de vida para la población valiéndose del conocimiento científico, tecnológico y
humanístico, donde el desarrollo sea integral e incluyente.
Lo anterior se apoya en la supuesta
conexión entre el saber superior y las
actitudes de cambio y justicia social que alientan en determinados agentes
sociales y políticos que están orgánicamente integrados o identificados con la
máxima institución educativa. Así se dice que los estudiantes de tal o cual
carrera son muy “grilleros” o que los maestros de Economía y Ciencias Químicas,
por ejemplo, escribieron páginas luminosas en la historia de los movimientos de
oposición contra el fascismo confesional que acompañó al rectorado del
Licenciado Alfonso Castellanos; que en la Universidad se pierde mucho tiempo en
huelgas y manifestaciones en vez de “dedicarse a estudiar”, entre otras expresiones
denigrantes y descalificatorias que tienen como conclusión la necesidad de
“poner orden”.
Lo cierto es que el progresismo no es
necesariamente propio de la Universidad por el hecho de serlo, ya que todo
depende de la misión que en el plano formativo se reconozca como propia. En
este punto cabe preguntarse si lo que se tiene es simplemente una maquiladora
de conocimientos que se ensamblan sin producirse, de acuerdo a patrones
dictados por alguna burocracia atada a los intereses de los centros de poder
locales o nacionales. De ser este el caso, tendremos una institución
desideologizada en el sentido progresista donde el cambio es visto como una
amenaza a la integridad y estabilidad del núcleo dominante en turno, por lo que
los mecanismos de fiscalización y control de los maestros, empleados manuales y
administrativos y los estudiantes pueden alcanzar niveles desproporcionados de
alcance y contundencia.
No es de extrañar que, entre más
intereses externos y ajenos a lo académico entren en juego, mayores serán los
mecanismos de vigilancia de la conducta de los miembros de la comunidad
universitaria: sistemas de control de asistencias, formatos inacabables para medir
indicadores establecidos por instancias externas a la institución, sistemas de
méritos donde los puntajes alcanzados suponen mayores ingresos para los más
cumplidos; comisiones y subcomisiones ligadas a direcciones de división, a jefaturas de departamento, a entidades
regionales, a mecanismos de asignación de presupuesto por el cumplimiento de
determinadas metas establecidas en los programas nacionales de educación
superior, entre otras formas institucionales cuya función es convertir al
académico en una especie de liebre que corre tras la zanahoria de los estímulos
a la carrera docente o de la pertenencia al Sistema Nacional de Investigadores.
Para entender el cómo y el para qué
institucional, un referente importante a considerar es su marco normativo,
empezando con la ley orgánica y sus reglamentos y disposiciones
administrativas. Otro aspecto fundamental es el modelo curricular y las
tradiciones académicas que se observan. Ambos son los ejes en los que discurre
la vida universitaria, en los que se enmarcan los esfuerzos cotidianos de sus
integrantes, sus razones de apego o desapego, sus conformidades o
inconformidades, su sentido de pertenencia e identidad universitaria, y la
forma en la que les afecta termina siendo el tema fundamental de toda las interacciones
entre académicos y estudiantes, entre jerarquías y personal operativo, entre la
administración y los agentes externos económicos, políticos y sociales de su
entorno inmediato y mediato.
El asunto termina transparentándose en
la medida en que se entiende la relativización de la autonomía universitaria de
cara a las asignaciones presupuestales y las formas o mecanismos para convertir
esa obligación del Estado mexicano en algo sujeto a negociaciones, al juego de
toma y daca que se enmarca en el cumplimiento y sujeción a políticas y
programas inútiles o de escasa pertinencia pero generosos en posibilidades de
control de las instituciones de educación superior a las modas organizacionales
impuestas por los organismos financieros nacionales e internacionales. La vida
universitaria y su pertinencia social se reducen a cubrir el expediente de ser
un eslabón en la cadena de intereses del sistema económico y financiero
dominante. La autonomía universitaria, en los hechos, termina desapareciendo
para convertir a la institución en una dependencia más del ejecutivo estatal o
federal, con lo que el imperativo burocrático suple al impulso trasformador que
pudo haber animado en un punto de su historia a la comunidad universitaria. En
consecuencia, relacionar mecánicamente la Universidad con la izquierda es una
equivocación con rasgos de ingenuidad profunda o de ignorancia supina. Tal
supuesto pudo haber tenido sentido antes de la década de los 90, pero no
después, aunque cabe aclarar que no se puede etiquetar a la institución como si
fuera uniforme u homogénea su dinámica, aunque es justo reconocer que los
esfuerzos de las últimas dos décadas han ido en esa dirección.
Actualmente existe una institución
donde gana terreno el individualismo anodino de quienes se guían por el
beneficio personal e inmediato de “hacer méritos” simulando productividad, por
lo que es difícil encontrar gente que aun haga esfuerzos legítimos por
investigar, enseñar o estudiar. La inercia generada por una institución
dominada por los impulsos burocráticos termina en la pérdida de valores y
principios socialmente defendibles, en actitudes pragmáticas sin trascendencia
social, en la aniquilación de iniciativas transformadoras de alcance
institucional o social. En este contexto, la vida académica termina reducida a
guardar las apariencias y a aprovechar infraestructura, recursos humanos y
técnicos para proyectos más anclados en el interés personal que en el
propiamente universitario.
En la medida en que se pierde el
sentido social trasformador, las ideas e iniciativas de la izquierda terminan
siendo puramente retóricas, un discurso nostálgico hueco de contenido y, por
decir lo menos, caricaturesco.
El gran reto de la izquierda
universitaria es el de la inteligencia contra las fuerzas aparentemente
omnímodas del mercado; es el de la lucha por principios y valores de cara al
pragmatismo grosero del logro individual a costa de la subordinación política del
sector académico a la maquinaria burocrática al servicio del sistema dominante.
Sería interesante preguntar cuántos académicos siguen trabajando sin hacer caso
de los mecanismos de presión y abaratamiento del trabajo intelectual,
representados por el nefasto programa de estímulos o de “tortibecas”. Valdría
la pena saber cuántos de los que han logrado un doctorado se ha resistido a
ingresar al SNI y han optado por seguir investigando mediante proyectos que
tengan sentido social y utilidad comunitaria.
Si la domesticación de los académicos
al modelo neoliberal es una práctica cotidiana, los estudiantes no escapan a
los mecanismos de control y mediatización que impulsa la estructura
universitaria. Con la ley orgánica que se implantó en 1991, la Universidad de
Sonora inició un proceso lento pero firme de privatización de su operación y de
su mentalidad colectiva, lo que se expresa en una creciente burocratización,
marginación, separación de las comunidades académicas gracias a la
individualización de las vías de allegarse recursos complementarios del
ingreso, así como la cada vez mayor importancia de instancias ajenas a la
propia legislación universitaria como son los llamados cuerpos académicos, por
encima de las academias, cuya función cae más en el control de la actividad de
los docentes e investigadores por la vía del financiamiento.
En el caso de los estudiantes, se ha
relativizado el supuesto de la gratuidad de la educación a tal punto que los
propios afectados toman como normal el pago de cuotas y se empeñan en lograr
calificaciones superiores a 80 por ciento a fin de obtener descuentos importantes
o exenciones en sus pagos semestrales. Aquí el alumno entra en la dinámica de
los puntajes y, al igual que los académicos, convierte la cantidad en su
objetivo dejando de lado la calidad de sus productos. La visión economicista
típica de las relaciones capitalistas se instaura en las universidades
desarticulando su forma de integración como colectivo pensante y entre éste y
la totalidad social, de suerte que la vocación de servicio, la solidaridad, el
deseo de cambio social se diluyen ante la preeminencia del individualismo
ramplón que inculca el propio sistema educativo. En estas condiciones, no es
extraño que los estudiantes se manifiesten contrarios a las huelgas, y que no
sientan la obligación moral de apoyar las luchas de los trabajadores bajo el
supuesto de que pueden negar a los trabajadores el ejercicio de sus derechos
laborales, entre los que está el recurso de la suspensión temporal de las
actividades de su centro de trabajo en tanto no se logre el acuerdo entre las
partes involucradas, es decir, entre los trabajadores y la administración.
Como producto de esta tergiversación
conceptual tenemos que ante la huelga de los trabajadores algunos estudiantes
se manifiestan públicamente reclamando su “derecho al estudio”, se llega a
decir que la Universidad es de ellos, que los conflictos laborales deben
resolverse sin afectar las clases. En este punto, es pertinente hacer algunas
aclaraciones.
Quienes tienen una relación orgánica
de carácter permanente con la institución son los integrantes del personal
académico y los trabajadores manuales y administrativos. Los estudiantes son
receptores de servicios educativos en tanto que llenen los requisitos
establecidos en el reglamento escolar. Es decir, son usuarios transitorios de la
oferta educativa de la Universidad que, una vez que han cubierto sus créditos
escolares y demás formalidades, concluye su período de permanencia y se
consideran egresados.
Por otra parte, el derecho a la
educación se refiere en la legislación mexicana al nivel básico (primaria, secundaria
y media superior), que es obligatorio. Lo referente a la educación superior no se entiende como exigible u obligatorio. En este
sentido, resulta ser infundado el reclamo estudiantil que esgrime como
contrario al derecho a la educación el estado de huelga que eventualmente
presentan las instituciones que, de acuerdo con la fracción séptima del
artículo 3º. Constitucional, pueden ser autónomas y, en ese sentido, fijar sus
propios requisitos de ingreso, promoción y permanencia, formas de organización
académica y oferta educativa.
Es incomparable la situación del
personal académico y administrativo universitario y los estudiantes. Mientras
que los primeros sustentan su relación mediante contratos colectivos de trabajo
sujetos a la legislación laboral, los estudiantes tienen una relación
individual basada en los procedimientos de admisión y los requisitos del plan
de estudios del programa académico de su elección. Una huelga no afecta su
derecho a continuar sus estudios en tanto que está determinado por la duración
del plan de estudios que pude reprogramar sus actividades dependiendo de las
condiciones y los aspectos contingenciales de la vida institucional.
La conciencia de que los estudiantes
no son una clase social en sí, sino un conjunto heterogéneo de individuos en
busca de mejores condiciones curriculares para su inserción en la dinámica
social de su entorno es esencial para valorar la naturaleza ideológica y
política de su participación en la vida de la institución universitaria.
Quienes apoyan el movimiento y los reclamos de los trabajadores en lucha
revelan una afinidad clasista que eventualmente se puede consolidar, o no, en su
futura práctica ciudadana, aunque aporta elementos de experiencia que pueden
devenir en una definición política en las filas de la izquierda. En ese
sentido, los sujetos del proceso formativo son una posibilidad y no una
realidad en el impulso a los propósitos transformadores de la sociedad.
En cambio, la organización de los
trabajadores es una realidad dinámica cuya interacción con el entorno lleva la
definición política que sus integrantes decidan darle de acuerdo a su
pertenencia y conciencia de clase. Tan puede ser progresista o revolucionaria
como conservadora y reaccionaria. Su relación directa con la parte patronal
expresa las luchas entre capital y trabajo en un contexto específico, de donde
el reconocimiento legal de su existencia también lo es de la contradicción
entre los intereses de las clases sociales fundamentales en la estructura social.
En ese sentido, la legalidad de la acción proletaria está sujeta a la
correlación de fuerzas entre los polos de clase, por lo que no es extraño que
los trabajadores deban emprender acciones que sirvan de freno a los apetitos
del capital. El ejercicio del derecho a huelga es una de sus manifestaciones.
En la medida en que los estudiantes
universitarios entiendan lo que está en juego y cuáles son las características
de la lucha, sus acciones, derechos y obligaciones tendrán la justa dimensión
en el microcosmos que llamamos universidad.
Resulta que la izquierda no se
manifiesta con poses documentadas en fotografías sino en prácticas que bien
pudieran ser modestas, pero reveladoras de una vocación indeclinable por servir
a las causas del proletariado en su marcha hacia una sociedad más justa e
incluyente. En este sentido, vale la pena preguntar cuántos de los universitarios
se pueden llamar con justicia de izquierda. Como se ve, la lucha es larga,
quizá abrumadora, pero el primer paso para la organización que se define de
izquierda militante es la autocrítica permanente, el estudio de la realidad
social, política y económica de nuestro entorno, la modestia personal y la
acción colectiva disciplinada y consistente. Debemos caer en manos de la
congruencia, no en las redes del mercado y sus valores individualistas y
diluyentes.
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