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domingo, 17 de febrero de 2019

Hermosillo violento



“Entre todos los proyectos que ha emprendido el ser humano, la aventura de la ciudadanía ha sido la más arriesgada y la más sorprendente” (Carlos Fernández Lira).

La ciudad como totalidad refleja el ánimo, las condiciones y la idiosincrasia de sus habitantes; la ciudad es lo que somos, da cuenta de hacia dónde vamos y en qué nos estamos convirtiendo. Aquí la gran pregunta es cuáles son las expectativas de la ciudad de acuerdo con las de sus habitantes, que son su contenido mientras que ésta es la forma.

Como usted sabe, son frecuentes los asesinatos, asaltos con violencia, atentados y una larga cauda de ilícitos que se dan en el curso de nuestra historia reciente y presente; son cada vez más frecuentes las noticias de hechos de sangre, de violencia intrafamiliar, de transgresión a las más elementales normas de convivencia civilizada, de armonía social, de respeto a las leyes y a los representantes de la autoridad. Sin embargo, las autoridades nos dicen que la ciudad es tranquila y segura en comparación con otras de la región y el país.

Los ilícitos que trastornan la vida citadina van desde asaltos a instituciones y comercios, a casas particulares, a ciudadanos de a pie, a levantones y violaciones, a violencia intrafamiliar, a amenazas, bullying, hostigamiento laboral y acoso sexual entre otros, sin más respuesta que declaraciones, promesas y propósitos de reorganización de la seguridad pública y mayor apoyo logístico a las corporaciones policiacas. En este tenor encontramos las compras o donaciones de equipo, dotación de instrumentos, pruebas de confiabilidad y los esfuerzos académicos por dar mejor preparación a los agentes encargados de la operación de los planes de seguridad.

Somos una sociedad que juega con las estadísticas y elabora pronósticos y aseveraciones con base en criterios cuantitativos, de ahí que tengamos expertos que adquieren visibilidad gracias al manejo numéricos de situaciones que, en principio, son esencialmente cualitativas. En otras palabras, los números, los cuadros y gráficas no deben ser el fin de los esfuerzos analíticos porque simplemente son el reflejo o la formalización de los efectos de un fenómeno complejo. Desde luego que los números son importantes pero la investigación debiera dirigirse a las causas, a la naturaleza de los procesos que generan rupturas en el orden ciudadano y violencia en todas sus formas posibles.

Lo anterior supondría tener que reconocer que algo falla en nuestra forma de vida, que las desigualdades pesan más de lo que podemos suponer desde nuestra comodidad personal; que la multiplicación de los indigentes en las calles, bajo los puentes, en las alcantarillas, parques y plazas no son solamente una molestia visual sino una enfermedad social que tiene, como cualquier otra, sus causas, consecuencias y remedios. En el mismo sentido, la criminalidad sólo puede darse cuando existe en la sociedad un desajuste cuyo ingrediente principal es la exclusión.

En la actualidad, muchos buenos ciudadanos ven la marginación como algo natural, permisible, cotidiano, que no mueve a escarbar en ella porque no nos importa en realidad la masa purulenta que se oculta bajo nuestra indiferencia: “Mientras yo esté bien, que ruede el mundo”. Pero ¿qué pasa cuándo se rompe esa indiferencia, cuando las víctimas de los hechos violentos tienen nombre y apellido conocido, o cuando los acontecimiento se ligan con un rostro, afectos o coincidencias en el trabajo o el vecindario? El crimen como nota periodística de lectura eventual forma parte de las distracciones de quien se refugia en el periódico para matar el tiempo, de quien es, o cree ser, ajeno a la violencia mientras “rueda el mundo”, hasta que sabemos que nosotros estamos en ese mundo y que algo se rompió en nuestro entorno y nuestra conciencia.

Como usted sabe, recientemente manos criminales segaron la vida de un comunicador mientras que otro resultó gravemente herido en hechos violentos acaecidos en nuestra ciudad. Las causas inmediatas están por aclararse, pero lo que sí es evidente es el hecho de que alguien partió del supuesto de que una o dos vidas son prescindibles, que pueden ser tratadas como molestia o como ejemplo; pero los seres humanos en ningún caso son desechables, salvo que el sentido de la humanidad de los perpetradores se haya trastocado en tal forma que esté vacío de contenido. En este punto es necesario reflexionar sobre el sentido de la vida en un contexto social, comunitario, en el que todos debiéramos ser importantes, pero que dejamos de serlo para quienes nos convierten en cosas, en objetos desechables.

Independientemente del resultado de las investigaciones sobre el reciente hecho criminal en comento, es claro que nos hemos convertido en una sociedad acrítica, comodona, apática y carente de sentido de la solidaridad. Hay personas sensibles, preocupadas y temerosas de ser noticia en la sección de seguridad de los periódicos, pero no son necesariamente ciudadanos que trabajen por lograr el mejoramiento de su entorno, de su colonia, su barrio, su calle… ni siquiera su casa. Creo que es hora de revalorar el papel y significado de la palabra ciudadano, como responsable de lo que ocurre o deja de ocurrir en ese espacio común en el que vivimos y actuamos.

Las autoridades debieran pensar en que el combate a los efectos no resuelve el problema de las causas, y, en ese sentido, por fuerza nos hemos de topar con el sistema económico y su corolario político. Si el sistema económico está basado en la desigualdad y la inequidad distributiva, es claro que la política dominante será la de conservar esta desigualdad como premisa fundamental de todo el aparato ideológico y jurídico, de suerte que los valores sociales tendrán por fuerza que basarse en esas diferencias y que, en el mejor de los casos, se van a tratar de matizar con políticas y acciones asistencialistas de mayor o menor calado aunque sin cambiar el sistema.

Una política de empleo con ingreso digno apoyada por un modelo de seguridad social incluyente y solidario, con verdaderos efectos redistributivos; un sistema educativo que atienda la necesidad de ser equitativo, que fomente la inclusión, la solidaridad, la honestidad y la pertinencia social, y que responda a las necesidades de desarrollo integral de la sociedad puede sonar a utopía, a amenaza socialista, a ocurrencia de algún mesías trasnochado, pero, al menos debemos considerarlo como algo que podemos hacer entre todos y que sí nos puede cambiar la vida. Cabe recordar que una persona con empleo e ingreso dignos tiene menos posibilidades de inclinarse hacia el lado oscuro de la sociedad porque crea intereses, fortalece su autoestima, su sentido de pertenencia, su necesidad de respeto y reconocimiento social, y basa en ello sus expectativas de futuro en lo personal y lo familiar; por tanto, se asume como ciudadano con derechos y obligaciones y puede, en esa tesitura, demandar honestidad y cumplimiento a sus representantes políticos y a las autoridades legalmente constituidas. Una ciudad con ese contenido seguramente tendrá otra forma y un mejor destino.


    

    

      



       

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