“Abogado de ricos, mal de pobres” (Juan Ramón Rodríguez-Refranero).
Cuando se anuncia que hay paro en el Poder Judicial, el maquillaje de la legalidad se corre entre lágrimas de cocodrilo y gimoteos de la instancia supuestamente ofendida. Aquí la palabra paro puede ser tan reinterpretable como el espacio que la objetividad pueda ceder a la más interesada parcialidad.
Después de todo, la vertiente ideológica con ánimo de ser dominante faculta a llamar según convenga todo aquello que la subjetividad y el “libre desarrollo de la personalidad” de los involucrados quiera asumir como válido.
Así las cosas, ¿para qué sirve la letra y el espíritu de la ley del trabajo si limita la conveniencia de los inconformes? ¿Acaso importa que los reclamos no sean por violación flagrante de derechos laborales y patronales amparados por la ley?
Pues el Poder Judicial se pone en plan de ofendido ante la sola posibilidad de que sus derechos, tan válidos o más que el viejo derecho de pernada porfiriano, se vean afectados por aquello de la austeridad republicana y la eliminación de abusos presupuestales en beneficio de la casta dorada judicial.
Si los mandos superiores de la judicatura consideran defendible la existencia de fideicomisos en su beneficio, más sueldos, complementos, bonos, estímulos y prestaciones muy, pero muy por encima de lo que dispone la ley para cualquier mortal, incluyendo los empleados de los tribunales, juzgados y agencias, ¿por qué los trabajadores con niveles salariales inferiores deberían estar sudando las calenturas de sus jefes?
Hasta donde tengo entendido, una huelga es motivada por violaciones a los derechos laborales de los trabajadores y los acuerdos que formalicen con la parte patronal, y un paro es el recurso patronal que tiene la finalidad de restablecer el equilibrio de los factores de la producción.
¿Qué equilibrio se rompe si de lo que se trata es de eliminar situaciones de privilegio de unos cuantos, respetar la austeridad republicana y salvaguardar los derechos legítimamente adquiridos por el trabajador judicial?
La suspensión de labores de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y tribunales supone una respuesta a lo que consideran una situación que altera el noble estatus de los togados, como si de repente estuvieran protagonizando el asalto a la corte de Versalles por parte de la turba republicana, armada del gorro frigio, aperos de labranza y siglos de ninguneo aristocrático.
¿La SCJN puede decir como el rey Luis XIV que “el Estado soy yo”? ¿Puede reclamar ser intocable? ¿Puede emberrincharse, declararse víctima y declarar autoritario a un gobierno democrático, republicano y popular que le sube las faldas y revela con casos documentados su desaseo y escasa probidad?
Sin duda una huelga o un paro merecen respeto y todo el crédito que le concede la ley y los contratos o convenios de trabajo signados entre las partes, pero de ninguna manera “los mandos superiores” pueden hablar por sus trabajadores, manipularlos y convertirlos en instrumentos de usar y tirar.
Los trabajadores del Poder Judicial debieran apoyar entusiastamente la reforma judicial propuesta por el actual gobierno y contribuir a sanear las salas y tribunales judiciales, actualmente dedicados a bloquear iniciativas presidenciales, defender evasores fiscales, liberar delincuentes y desbloquear cuentas bancarias de personas de interés legal.
Sin embargo, las huestes al servicio de la corrupción institucionalizada manipulan y tergiversan no sólo la letra y el espíritu de las leyes, sino que convierten al derecho y sus practicantes en defensores y cómplices de la ilegalidad.
Si la jurisprudencia viene siendo el arte de burlar las leyes con prudencia y el derecho el instrumento que formaliza la evasión de la justicia, entonces debiera impulsarse con fuerza la puesta en orden del aparato judicial y la renovación ética y moral del ejercicio profesional del derecho. La prioridad el abogado debiera ser la justicia y no el dinero.
La actual bronca del Poder Judicial representa la crisis de valores de la sociedad neoliberal, hundida en los sofismas de lo “políticamente correcto”, el “libre desarrollo de la personalidad”, la permisibilidad social y la laxitud de valores y principios que, si bien son restrictivos en algunos aspectos, norman la vida en sociedad en aras del bien común.
La victimización de los “mandos superiores” y los subordinados que sudan las calenturas de sus jefes constituyen una burda maniobra que pretende torcer el brazo de la justicia y el sentido común, violentar el derecho y convertir a la sociedad mexicana en rehén de corruptos y farsantes. El chantaje no debe permitirse pues urge limpiar la cloaca judicial.