“Este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés… ¿Quieres que te lo cuente otra vez?”
No hay duda que vivimos la redundancia, en el trazo del círculo que de tanto acariciarlo se ha vuelto vicioso y produce orgasmos en la ilusión elíptica de la política occidental. Biden se baja de la carrera presidencial de Estados Unidos desde la presidencia, oponiendo al abanderado republicano, Donald Trump, expresidente y empresario, a la difusa y emocionalmente inestable vicepresidenta Kamala Harris.
La lucha por el poder desde el poder suena a redundancia, a agotamiento de fuerzas democráticas, a pleonasmo maloliente de un sistema cuya fachada luce el paso del tiempo, y que se cuenta al pueblo y a sí mismo en terca repetición.
El aparente pleito entre adversarios que comen del mismo plato supremacista, algunos de manera ruda y otros remilgada, parodia el juego democrático de dirigir una nación que, afirman, surgió de las mismas manos de Dios, del deseo sublime de recrear el paraíso terrenal en Norteamérica, para gloria del continente y ejemplo y advertencia para el resto del mundo.
En esta nueva Roma imperial mejorada, “la casa arriba de la colina”, el faro luminoso de donde emana la luz del entendimiento libertario que derrama leche y miel, la justicia iluminará al mundo, ya que su destino es el de regir la tierra con mano firme, y llevar (con la ayuda de Hollywood y la prensa corporativa) la palabra de Dios en una interpretación económica, cultural y militar dirigida a todos los pueblos.
Así entendido, “América para los americanos” no se queda en el deseo fundacional independentista y de defensa del territorio contra los ingleses. Contiene un propósito, un destino manifiesto que debe pasar de lo abstracto a lo concreto, de la idea a la realidad para alcanzar la hegemonía y cumplir con el mandato divino de ser la nueva Jerusalén.
Su gobierno, por lo tanto, debe ser el que represente a los descendientes de los colonos ingleses fundadores de Jamestown en 1607 y de los padres peregrinos que llegaron al nuevo mundo en 1620. Su presidente debe saber que tiene en sus manos el destino de América y el mundo. Según esta concepción, el significado de la palabra “imperialismo” no se opone al de “democracia” sino que lo complementa y redefine.
Será por eso que cualquier tipo de intervención militar contra cualquier soberanía debe verse a través de la ayuda humanitaria y la defensa de las libertades, y que en cualquier conflicto deban estar presentes en forma relevante porque quien alienta y financia el conflicto tiene también la capacidad de mediar y resolver, según el caso.
En este tenor, la versión oficial de los hechos que destruyeron ciudades y regiones, que cobraron miles de vidas y que arruinaron otras tantas, debe registrarse en la memoria colectiva como la lucha de los buenos contra los malos, y cómo éstos fueron pateados en el trasero por las barras y las estrellas, con el aplauso y admiración de los actores locales:
Estados
Unidos invade un país para salvar la democracia y libertades del pueblo
invadido, establece una autoridad que pone orden y emprende labores de
reconstrucción en beneficio de los inversionistas y contratistas que “América”
envía y patrocina.
Desde luego, los chicos americanos (sic) resguardan el acervo cultural y los recursos estratégicos, mientras miden, tasan y administran los bienes custodiados y redefinen fronteras, cultura, tradiciones y costumbres.
Aquí la uniformidad plastificada se impone a la diversidad y, al poco tiempo, las nuevas generaciones colonizadas mascan chicle, consumen y predican el culto a la chatarra y adoptan el “american way of life” como horizonte de la reconstrucción de su identidad, con los vómitos emocionales, las consultas psiquiatras, la disfuncionalidad familiar y los divorcios incluidos gracias a las maravillas educativas de la televisión y plataformas digitales que difunden la buena nueva de Occidente.
Así, las nuevas filias y las fobias políticas y culturales están determinadas por la estrechez cultural y el poderío económico y militar del parasitismo yanqui.
El cuento que se repite sobre la democracia, la libertad y los derechos, de acuerdo al dogma “americano”, termina siendo el relato que al pie de la cama se cuenta a los pueblos que aceptan dormir para olvidar lo que perdieron y lo que les queda por perder.
El gato con los pies de trapo y los ojos al revés arroja la imagen de una dictadura mundial que pasa por democrática y una idea de mundo sin valores, un mundo kafkiano donde la justicia sólo puede funcionar para el polo dominante. Los valores que definen y dignifican a los pueblos terminan siendo sustituidos por la abyecta claudicación del esclavo moderno, sin conciencia, sin voluntad, sin destino, aunque con la ilusión narcótica de que son libres. Su moral es de trapo y sus valores están puestos al revés.
Mientras se juega el destino de Occidente y el mundo en la ruleta de la industria armamentística y los negocios transnacionales, los vecinos del norte fingen ánimos democráticos mientras temen el avance de los rusos y los chinos, culpan a los migrantes latinoamericanos de sus males presentes y futuros, tiemblan cualquier posibilidad de que el dólar pierda su capacidad corruptiva y coactiva, maldicen cualquier atisbo de reorganización de la vida económica mundial con olor a independencia y, lo más importante, entran en pánico ante cualquier avance de las ideas soberanistas que surgen cuando un pueblo decide sacar su cabeza del trasero imperialista.
México y Latinoamérica deben decidirse a sacar la cabeza y dejar de permitir, cuando no buscar, que nos sigan contando el cuento ideológico del gato con los pies de trapo y los ojos al revés…