“Entre todos los
proyectos que ha emprendido el ser humano, la aventura de la ciudadanía ha sido
la más arriesgada y la más sorprendente” (Carlos Fernández
Lira).
La ciudad como totalidad refleja el
ánimo, las condiciones y la idiosincrasia de sus habitantes; la ciudad es lo
que somos, da cuenta de hacia dónde vamos y en qué nos estamos convirtiendo.
Aquí la gran pregunta es cuáles son las expectativas de la ciudad de acuerdo
con las de sus habitantes, que son su contenido mientras que ésta es la forma.
Como usted sabe, son frecuentes los
asesinatos, asaltos con violencia, atentados y una larga cauda de ilícitos que
se dan en el curso de nuestra historia reciente y presente; son cada vez más
frecuentes las noticias de hechos de sangre, de violencia intrafamiliar, de
transgresión a las más elementales normas de convivencia civilizada, de armonía
social, de respeto a las leyes y a los representantes de la autoridad. Sin
embargo, las autoridades nos dicen que la ciudad es tranquila y segura en comparación
con otras de la región y el país.
Los ilícitos que trastornan la vida
citadina van desde asaltos a instituciones y comercios, a casas particulares, a
ciudadanos de a pie, a levantones y violaciones, a violencia intrafamiliar, a
amenazas, bullying, hostigamiento laboral y acoso sexual entre otros, sin más
respuesta que declaraciones, promesas y propósitos de reorganización de la seguridad
pública y mayor apoyo logístico a las corporaciones policiacas. En este tenor encontramos
las compras o donaciones de equipo, dotación de instrumentos, pruebas de confiabilidad
y los esfuerzos académicos por dar mejor preparación a los agentes encargados
de la operación de los planes de seguridad.
Somos una sociedad que juega con las
estadísticas y elabora pronósticos y aseveraciones con base en criterios
cuantitativos, de ahí que tengamos expertos que adquieren visibilidad gracias
al manejo numéricos de situaciones que, en principio, son esencialmente cualitativas.
En otras palabras, los números, los cuadros y gráficas no deben ser el fin de los
esfuerzos analíticos porque simplemente son el reflejo o la formalización de
los efectos de un fenómeno complejo. Desde luego que los números son
importantes pero la investigación debiera dirigirse a las causas, a la
naturaleza de los procesos que generan rupturas en el orden ciudadano y
violencia en todas sus formas posibles.
Lo anterior supondría tener que
reconocer que algo falla en nuestra forma de vida, que las desigualdades pesan
más de lo que podemos suponer desde nuestra comodidad personal; que la multiplicación
de los indigentes en las calles, bajo los puentes, en las alcantarillas,
parques y plazas no son solamente una molestia visual sino una enfermedad
social que tiene, como cualquier otra, sus causas, consecuencias y remedios. En
el mismo sentido, la criminalidad sólo puede darse cuando existe en la sociedad
un desajuste cuyo ingrediente principal es la exclusión.
En la actualidad, muchos buenos ciudadanos
ven la marginación como algo natural, permisible, cotidiano, que no mueve a
escarbar en ella porque no nos importa en realidad la masa purulenta que se oculta
bajo nuestra indiferencia: “Mientras yo esté bien, que ruede el mundo”. Pero ¿qué
pasa cuándo se rompe esa indiferencia, cuando las víctimas de los hechos
violentos tienen nombre y apellido conocido, o cuando los acontecimiento se
ligan con un rostro, afectos o coincidencias en el trabajo o el vecindario? El
crimen como nota periodística de lectura eventual forma parte de las
distracciones de quien se refugia en el periódico para matar el tiempo, de quien
es, o cree ser, ajeno a la violencia mientras “rueda el mundo”, hasta que sabemos
que nosotros estamos en ese mundo y que algo se rompió en nuestro entorno y nuestra
conciencia.
Como usted sabe, recientemente manos
criminales segaron la vida de un comunicador mientras que otro resultó
gravemente herido en hechos violentos acaecidos en nuestra ciudad. Las causas inmediatas
están por aclararse, pero lo que sí es evidente es el hecho de que alguien partió
del supuesto de que una o dos vidas son prescindibles, que pueden ser tratadas
como molestia o como ejemplo; pero los seres humanos en ningún caso son
desechables, salvo que el sentido de la humanidad de los perpetradores se haya
trastocado en tal forma que esté vacío de contenido. En este punto es necesario
reflexionar sobre el sentido de la vida en un contexto social, comunitario, en
el que todos debiéramos ser importantes, pero que dejamos de serlo para quienes
nos convierten en cosas, en objetos desechables.
Independientemente del resultado de las
investigaciones sobre el reciente hecho criminal en comento, es claro que nos
hemos convertido en una sociedad acrítica, comodona, apática y carente de sentido
de la solidaridad. Hay personas sensibles, preocupadas y temerosas de ser noticia
en la sección de seguridad de los periódicos, pero no son necesariamente ciudadanos
que trabajen por lograr el mejoramiento de su entorno, de su colonia, su
barrio, su calle… ni siquiera su casa. Creo que es hora de revalorar el papel y
significado de la palabra ciudadano, como responsable de lo que ocurre o deja
de ocurrir en ese espacio común en el que vivimos y actuamos.
Las autoridades debieran pensar en que
el combate a los efectos no resuelve el problema de las causas, y, en ese
sentido, por fuerza nos hemos de topar con el sistema económico y su corolario
político. Si el sistema económico está basado en la desigualdad y la inequidad
distributiva, es claro que la política dominante será la de conservar esta
desigualdad como premisa fundamental de todo el aparato ideológico y jurídico,
de suerte que los valores sociales tendrán por fuerza que basarse en esas
diferencias y que, en el mejor de los casos, se van a tratar de matizar con
políticas y acciones asistencialistas de mayor o menor calado aunque sin cambiar
el sistema.
Una política de empleo con ingreso digno
apoyada por un modelo de seguridad social incluyente y solidario, con
verdaderos efectos redistributivos; un sistema educativo que atienda la necesidad
de ser equitativo, que fomente la inclusión, la solidaridad, la honestidad y la
pertinencia social, y que responda a las necesidades de desarrollo integral de
la sociedad puede sonar a utopía, a amenaza socialista, a ocurrencia de algún
mesías trasnochado, pero, al menos debemos considerarlo como algo que podemos
hacer entre todos y que sí nos puede cambiar la vida. Cabe recordar que una
persona con empleo e ingreso dignos tiene menos posibilidades de inclinarse
hacia el lado oscuro de la sociedad porque crea intereses, fortalece su autoestima,
su sentido de pertenencia, su necesidad de respeto y reconocimiento social, y
basa en ello sus expectativas de futuro en lo personal y lo familiar; por
tanto, se asume como ciudadano con derechos y obligaciones y puede, en esa
tesitura, demandar honestidad y cumplimiento a sus representantes políticos y a
las autoridades legalmente constituidas. Una ciudad con ese contenido
seguramente tendrá otra forma y un mejor destino.
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