“Nada cansa si se hace de buena gana”
(Thomas Jefferson).
Ya se va
haciendo costumbre que nos desayunemos con notas que en otros tiempos eran
marginales: asaltos con violencia, tanto a domicilios y negocios como a
transeúntes y asistentes a alguna fiesta familiar. La criminalidad toma por
asalto las páginas de los periódicos, las redes sociales y las pláticas de
café, cantina y sobremesa.
El omnipresente
clima de inseguridad rueda por las calles personificado por las cada vez más
frecuentes caravanas de unidades de tal o cual policía; vehículos artillados
transportando uniformados de rostro anónimo, mirada nerviosa e inquisitorial
donde se puede advertir un miedo atrincherado tras el armamento reglamentario.
Pero, cuando no pasan las unidades federales lo hacen las estatales o las
municipales; y cuando no son éstas, vemos el desfile intimidante de los militares,
morenos, chaparros, con el hambre amordazada y oculta tras el uniforme.
Frente a este
despliegue de vehículos, armas, uniformes y actitudes de agresividad
asalariada, se yergue imponente la masa dolorosa de los indigentes, de los
caídos en la lucha por el pan nuestro cotidiano, de los abandonados y desarraigados
económicos, de los expulsados y marginados de la sociedad de consumo. Las
víctimas del sistema están allí, en las plazas, en los parques y jardines
públicos, en los huecos de los edificios, en las aceras, frente a los
hospitales, comercios e instituciones, ondeando la bandera del fracaso personal
y social; exhibiendo los renglones torcidos del sistema económico al que se
debe la clase política en pleno uso de sus facultades y canonjías.
En una ciudad
como la nuestra, sus habitantes, mientras tanto, buscan la forma de instalar
rejas en sus casas, ejercitar su desconfianza con todos y replegarse a lugares
y horarios aparentemente seguros, a pesar de los anuncios de mayores
adquisiciones de patrullas y la ominosa puesta en marcha del llamado “mando único”
en regiones que, como el Río Sonora, son escenario del abuso y la impunidad de
empresas ecocidas como Grupo México, por lo que resulta obligada la relación
entre la centralización policiaca y la desesperación y enojo que padece el
ciudadano perjudicado económicamente y vulnerado en su salud, así como burlado
permanentemente por la empresa y las autoridades “competentes”. Obviamente, lo
que se garantiza es la seguridad de los perpetradores del abuso y la criminal
irresponsabilidad de la contaminación que ya alcanzó a Hermosillo.
La prensa nos
alegra la imaginación con cuentos laborales y políticos de curso exitoso: se
van a crear como 15 mil empleos; se atraen inversiones; se canalizan recursos
para la reparación de calles y otras vialidades; se firman convenios con
Arizona y Nuevo México para labores de cooperación y capacitación de policías,
así como intercambio de información que incida en la seguridad… ¿Quién mejor
que los gringos, que son los artífices de la inseguridad mundial, para asesorar
y capacitar a nuestros policías? ¿Para qué firmar convenios y acuerdos con
otros estados de la república si todo México está jodido, aunque lleno de
logros y optimismo mediático?
¿Qué sentido
tiene gobernar si no se pueden pagar planas pregonando los logros posibles y
probables, como los reales y virtuales del sexenio? Después de todo, la prensa
tiene que vivir de algo, sean promesas de pago y garantías de exclusividad
noticiosa que prodiga boletines e inserta notas seguramente de “interés
general” que persuade al público de las bondades del ejercicio del poder. ¿Qué
haría el Ejecutivo si no tuviera por caja de resonancia y legitimación al
conjunto de diputados cuya mayoría garantiza la frecuente invención del hilo
negro y el agua tibia que de iniciativa se convierte en ley? Por otra parte,
¿cómo demostrar la cercanía con el poder central si no se apoyan, promueven y
justifican sus iniciativas? Ahí está el caso de la “reforma educativa”, cuyas acciones
punitivas han llevado al despido a varias decenas de maestros, quienes son
hostigados por las fuerzas del estado que ni sirven ni protegen, pero reprimen
y ofenden a los maestros de sus hijos y a la ciudadanía consciente pero
marginal.
Se acerca el 1
de mayo, día de los trabajadores, y con él la ola de inconformidad, frustración
y enojo que promete estallar en reclamos y exigencias de justicia y respeto al
sindicalismo y los contratos colectivos de trabajo, llenando las calles de
varias ciudades importantes del estado. Aquí, la inconformidad no necesariamente
se diluirá en gritos y consignas, en puños levantados y adrenalina administrada
por goteo. No se agotará en una fugaz manifestación colectiva de fuerza ni se
perderá en las notas y comentarios periodísticos del día siguiente. La fuerza
generada, en todo caso, será la suma de las organizaciones sindicales unidas
por la recuperación del respeto y la dignidad de los trabajadores que las
integran. Cuando esto ocurra, se podrá escribir una página luminosa en nuestra
historia laboral y un momento ejemplar en las luchas sociales de Sonora.
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